ESTAMPA COLONIAL (Siglo XVII)
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por Alejandra Correas Vazquez
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RUMBO al ALTO PERÚ
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En el atardecer somnoliento de otoño bajo la placidez abrileña de la sierra, la centenaria bisabuela Aurora alimentaba con su mano al zorzal azabache, que llenaba de música la galería. Un tapiz de hojas secas cubría el adoquín del patio, y la mirada melancólica de mi madre se posaba sobre el aljibe.

Su nostalgia doliente evocaba a mi padre en su ausencia, de viaje rumbo al Mercado de Charcas, y se consolaba con la imagen de tu cercanía junto a él. Con tu presencia a su lado. De forma que tu alejamiento que llevaba ya dos años, habíase transformado de improviso para ella en un reencuentro emotivo y cálido, desde el momento en que él abordara la carroza que lo llevaba, año a año, por los largos caminos hacia el Alto Perú.

Desde su partida aguardábamos su llegada imperiosa, como si ese descenso suyo en Charcas, fuese el nuestro propio. Y el calor de su brazo sobre tu cuello, fuese la misma ternura envolvente de nuestra pasión femenina, emotiva y llorosa... Y no la altiva adustez de nuestro padre.

El llevaba nuestro amor cordobés que a la distancia, sin la frescura de nuestros campos, sin el aire ventoso de nuestra sierra,... Y en el empedrado ciudadano de Charcas, convertiríase en algo muy distinto. En otro sentimiento. En una emoción diferente, que el joven estudiante que tú encarnabas ahora, iba a transformarlo en una galantería familiar y afectuosa, más que en una nostalgia doliente como era la nuestra.

La soledad del que ha quedado a la distancia no tiene el mismo espectro sentimental, del que ha partido en busca de novedades y emociones. No era lo mismo yo, recorriendo los senderos que fueran de nuestros juegos, que tú en la vida mundana cual era ahora tu presente.

¡Qué lento era aguardar los días de camino cuando nuestra imaginación volaba al viento, llevada por la serenidad otoñal!

Todos viajábamos. Nuestro padre en la realidad. Nosotros en el alma.

La carroza avanzaba por los caminos dándonos la espalda, y en su interior nuestro padre dejaba evadir sin prisa el pensamiento, para alejar la monotonía del tiempo señalado en semanas, sin noches ni días. La capa envolviéndole el rostro, en protección al polvo blanco de las salinas, que filtrábase por las cortinillas de las ventanas. Sus largas y elegantes manos jugaban con los extremos rubios de su barba. Posábanse enguantadas sobre las rodillas, repasando el lienzo de su traje paraguayo, que partiera impecable, y que debía resistir todo el peso del trayecto.

A su frente Gervasio, su fornido guardaespaldas de arrogancia angola, hijo de Tobías, atisbaba con ojo atento los peligros inciertos de la travesía. Asomaba de continuo su rostro muy inquieto, a través del resquicio de las cortinitas. Su mirada obscura y vivaz, obscura como la noche, se confundía en el interior del recinto escondiéndose de la vista de los arrieros. Sus manos musculosas posábanse sobre la pistola que llevaba a la cintura, y el menor bullicio del exterior era captado por él con rapidez y premura. Mientras los gauchos arrieros protegidos del viento salino por sus ponchos, y armados de lanza y facón, guiaban con altivez esa caravana de carretas, cargadas con productos del Tucumán.

La carroza de mi padre y Gervasio con sus briosos caballos, continuaba siguiendo a las mulas caravaneras por el Camino Real. Y la comitiva de carretas que había partido de nuestros campos —apartando a nuestro padre de la sierra,— avanzaba ya por tierras desérticas de indómitas salinas. Para desembocar ahora en los tupidos bosques de rojos senderos, que lo transportaban hacia el bullicioso norte altoperuano, de ciudades alumbradas e inmensas ruinas preincaicas.

¡Qué mundo de fantasía era el nuestro en la lejanía!

Como un susurro envolvente de pausadas notas, la bisabuela Aurora rememoraba el paisaje que mi padre y Gervasio iban contemplando. Y al que ella conocía palmo a palmo ... pero con un derrotero inverso. En su memoria centenaria y congelada en el tiempo, la mamasita Aurora evocaba la inversión del viaje y del espacio. Su partida juvenil de Lima, desde la ciudad de los Virreyes, la cuna de su nacimiento, con la blancura reluciente de sus casas festoneadas de balcones floridos. Luego el paso por el pétreo Alto Perú y el lento descenso del Altiplano entre pampas y quebradas, hasta arribar a las selvas y salinas tucumanas. Para por fin llegar hasta este refugio de nuestra sierra cordobesa que la atraparía para siempre.

—“Era en tiempos de mi Cirilo y a su lado. Mi traje de novia llegó acomodado en un arcón ... Hermenegildo abría la marcha y me consolaba.”

¿Qué serían ya entonces para ella, desde esta distancia, la florida Lima y la blanca Charcas?

En el camino mi padre continuaba dentro del carruaje, mientras Gervasio descendía para controlar la comitiva, y palpaba nuevamente su pistola. Su salto ágil, y su figura felina y africana, imponía respeto en el gauchaje. En cada alto del trayecto el mulatón paseaba su mirada inquisitiva, por las treinta carretas cargadas de cueros secos, vinos y charquis, que avanzaban con pesadez, descoloridas y grises, por el polvo persistente del camino.

Los jinetes de lanza en mano lo miraban de frente. Altivamente. Con su orgullo de estirpe, de casta gaucha. Y ambos, en su respetuosa rivalidad continuaban la marcha.

El orgullo criollo del gauchaje, de profundas raíces indias, no cedía su lugar en la marcha. No cedía su dominio de los caminos. Y en esa combinación humana, en esa síntesis de exóticas lealtades, de cercanías y distancias, de rutas y distensiones ... continuaban viajando todos juntos.

La mutua compañía de mi padre y Gervasio, junto a la elegante altivez de los gauchos lanceros que guiaban las carretas (pero comían por separado) iban en conjunto abriendo los senderos del norte… ¡Y del hechicero Alto Perú con sus emociones mundanas!

Y más allá, adonde ellos nunca llegarían, el Virrey de Lima enviaba pliegos con firmas de rúbrica y sellos hispánicos, a los lejanos señores de la Casa de Austria.

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