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Tema: Pseudoveltíosis natanatórica.

  1. #181
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 176]
    Después de la construcción de la circunvallatio, la situación en el interior de la ciudad no hizo más que empeorar, ya que el hambre era de tal magnitud que incluso Juan de Giscala tuvo que usar el aceite y el vino sagrados con fines profanos para evitar la desesperación; y muchas víctimas inocentes, sobretodo mujeres y niños, morían, apilándose sus cadáveres de tal forma que, cuando el hedor se convirtió en insoportable, se empleó el tesoro público para enterrarlos. Hambre horrorosa que iba en aumento exponencial, hasta que los cadáveres se hicieron tan numerosos que no hubo otra solución que lanzarlos a las hondonadas que rodeaban la ciudad, a lo que Tito, observando tan lamentable espectáculo, se reprendía a sí mismo como si tuviera toda la culpa de ello. Pero una cosa era cómo pensaba Tito y otra muy diferente cómo pensaban sus tropas, pues la piedad no era precísamente un don muy atribuíble a los legionarios romanos y mucho menos a la legión XII (Fulminata), la cual rabiaba por vengarse de la humillante derrota de Bethorón. Por otra parte, las últimas palabras de Josefo, si bien no produjeron ninguna reacción favorable a la rendición entre los rebeldes armados, hicieron mella entre los no combatientes judíos en el sentido de querer desertar de la ciudad. Por ello, algunos desertores judíos ricos, a sabiendas de que ya estaba todo perdido, abandonaban la ciudad después de haber vendido todas sus posesiones por monedas de oro y tragárselas para poder esconderlas. Pero al caer éstos en manos de romanos informados de semejante estrategia, alcanzaban un final atroz, pues los legionarios, junto con algunos auxiliares egipcios y sirios, iban en busca de ellos y les abrían el vientre para robarles las monedas. Tito quedó horrorizado cuando casualmente se enteró, ya tarde, y prometió buscar a los culpables, los cuales nunca aparecieron aunque seguían practicando tal barbarie, muchas veces sacrificando a las víctimas en vano, ya que en el interior de la mayoría de ellas no encontraban el oro deseado. Empero la gran avalancha de desertores de última hora dieron informes verdaderamente espeluznantes a los oficiales romanos acerca de los estragos y locuras que estaba causando el hambre creciente en la ciudad, y de cómo la masa de no combatientes esa atacada por los insurrectos judíos militarizados, quienes realizaban búsquedas puerta a puerta por comida, golpeando y torturando a las familias en sus hogares, asesinando y robando a los hipotéticos ricos que encontraban a su paso. Según Josefo, relatar en detalle la enorme cantidad de atropellos y vejaciones mortales a las que eran sometidas las personas civiles por sus propios hermanos de raza y religión fanatizados, bajo el mando de Juan y Simón, es imposible; y, en pocas palabras, se puede decir que ninguna otra ciudad del mundo ha soportado jamás una oleada tan cruda de miserias ni albergado una generación de seres tan envilecidos y pródigos en delitos desde los comienzos de la historia humana. Por lo visto, Jesucristo no exageró cuando señaló que a Jerusalén le iba a sobrevenir la peor tribulación de su historia (una grande tribulación inigualable) algún tiempo después de su partida y todavía dentro del alcance de los días de aquella generación que pidió su muerte ante Pilato. Sin embargo, lo más interesante de esta narración para nosotros, los que somos asiduos lectores de la sagrada escritura y queremos aprender de la experiencia histórica, es que la misma profecía del evangelio de Lucas acerca del fin de la Jerusalén clásica está entrelazada con los acontecimientos previstos para el fin del mundo actual, al que también se esperaría que le aplique paralelamente un desenlace en forma de una grande tribulación (tribulación magna) de alcance global impregnada de barbaridades parecidas o similares a las testimoniadas por Josefo.

  2. #182
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 177]
    Como opción añadida a la circunvallatio y para que la toma de la ciudad fuera más rápida, Tito hizo construir nuevas rampas de asedio frente a la Fortaleza Antonia. Pero debido a la devastación de toda el área circundante de Jerusalén, la madera hubo que traerla desde una distancia de más de once millas (más de 18 kilómetros, aproximadamente) para su construcción. Tras 21 días de trabajo se acabaron las obras, a pesar de que los judíos con Juan de Giscala al frente intentaban dificultar, cada vez con menos vigor y por la mayor vigilancia romana, los trabajos preparatorios. Entretanto, mientras se erigían las rampas, los romanos capturan más de 500 evadidos de la ciudad por día, a los que torturan, matan y luego crucifican ante las murallas, a la vista de los rebeldes, para intimidarlos; y parece que Tito llegó a entristecerse por tener que usar una persuasión tan cruel y con tan grande número de víctimas, al grado de que llegó un momento en que no había suficiente espacio para tantas cruces ni suficientes cruces para tantos cuerpos. Pero tales ejecuciones masivas y crueles tienen el efecto contrario al pretendido por los sitiadores, pues los judíos defensores juran luchar contra los romanos hasta su último aliento, aun si ello implicara la destrucción del Templo. Por eso, las exortaciones de Tito dirigidas a los rebeldes, para que éstos se rindan y así se pueda salvar el Templo y lo que queda de la ciudad, caen en oídos sordos. Una vez terminada la rampa de asedio, los arietes empezaron a golpear los muros de la fortaleza, sin mucho éxito al principio, pero el continuo envite de los mismos propició que la parte batida se desplomara por sí sola, quizás con la ayuda de los túneles realizados anteriormente por los hombres de Juan, que quizás se desplomaran del todo en ese momento. Tras esto, una enorme brecha se abrió, pero cuando los romanos se dispusieron a atravesarla, se encontraron con un nuevo muro, levantado a toda prisa, que impedía el acceso al patio exterior del Templo. Esto desmoralizó a las tropas, a las que Tito de nuevo tuvo que arengar prometiendo recompensa al primer hombre que llegara a lo alto del parapeto. Y sólo una docena de auxiliares, liderados por un tal Sabino, se dispusieron a la acción, pereciendo él mismo junto con 3 de sus compañeros. Se esperaba que los demás siguieran el ejemplo, pero no lo hicieron, hasta que 2 noches más tarde un pequeño grupo de unos 20 o 30 soldados ascendieron por propia iniciativa y eliminaron a los centinelas. Tito, enterándose de lo sucedido y sacando partido del éxito, envió a sus hombres hacia el patio del Templo, en donde hubo un combate nocturno del que nadie saldría vencedor, hasta que finalmente, ya amanecido, los rebeldes consiguieron hacer retroceder a los romanos.

  3. #183
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 178]
    Habiendo llegado los finales de julio del 70, informes procedentes de desertores judíos, entre los que se encuentra un tal Maneo ben Lázaro, indican que desde el 1 de mayo hasta el 20 de julio los muertos civiles o personas no combatientes en la ciudad ascienden a más de 600.000 aproximadamente, y todo ello sin contar los miles de desertores apresados o ejecutados por los romanos. A primeros de agosto, los romanos pensaron que la mejor forma para llegar a los aledaños (o perifería) del Templo era de nuevo construir terraplenes, cuyos materiales, de nuevo, hubieron de traerse a gran distancia. Mientras tanto, Tito envió a Flavio Josefo con un mensaje dirigido a Juan de Giscala desafiándole formalmente que se presentara y aceptara el combate; y también parece que se le ofreció de nuevo una honrosa rendición con tal de salvar el Templo. De todas formas, Juan discute acaloradamente con Josefo y rechaza toda vía razonable de solución, con lo que gran número de ciudadanos de clase alta, incluyendo a muchos sacerdotes, desertan en ese momento y se entregan a los romanos. En consecuencia, de nuevo, se dispuso el ataque al patio exterior a pesar de que las rampas aún no se habían terminado. Para ello, Tito formó una fuerza de asalto especial que puso bajo el mando de Sexto Vetuleno Cerealis, el legado de la legión V (Macedonica), compuesta de unidades de mil hombres mandadas por un tribuno y cuyos miembros se contaban entre los 30 legionarios más valientes de cada centuria. El ataque se produjo por la noche, pero tras la sorpresa inicial, los rebeldes, cada vez en mayor número, se apilaban para luchar en el patio exterior, conteniendo a los romanos y quedando el encuentro en empate. Entretanto, los rebeldes intentan un asalto a la legión X (Fretensis) en el Monte de los Olivos, por medio de franquear el cerco de estacas puntiagudas, directamente enfrente de la muralla oriental del Templo, pero son rechazados después de una breve e intensa batalla. Finalizadas por fin las rampas, los arietes de asedio llegaron a la muralla exterior del Templo y durante 6 días, sin resultado alguno, intentaron abrir brecha, ya que los formidables bloques de piedra aguantaban bien, a la vez que, como ya iba siendo costumbre, los rebeldes importunaban el ataque. Simultáneamente, la lucha continuaba en el patio exterior, incendiando ambos bandos secciones del pórtico para convertir sus posiciones en inexpugnables a los ataques del bando contrario. El 15 de agosto, en una fingida retirada de los rebeldes del pórtico occidental, los romanos cayeron en una trampa, ya que en el momento en el que éstos se precipitaron por este punto, el pórtico, que previamente había sido llenado de betún y madera seca, empezó a arder, provocando muchas bajas romanas que perecieron bajo las llamas o fueron muertos o capturados por los rebeldes. Viendo que los arietes no doblegaban aquellas majestuosas murallas, se intentó tomar el muro exterior mediante escaleras de asalto. Pero los judíos esperaban en lo alto y precipitaron al vacío a cuantos iban subiendo, además de capturar algunos estandartes. En los días siguientes, Tito ordenó incendiar otras secciones del pórtico exterior, pero sin resultados.

  4. #184
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 179]
    En medio del sofocante calor de aquel 15 a 17 de agosto del 70, los informes de los escapados son de un hambre más que horrible en la ciudad sitiada, con innumerable cantidad de víctimas mortales y donde los rebeldes hambrientos como perros enloquecidos se tambalean de casa en casa en busca de comida y donde tanto el cuero de los zapatos como la hierba seca y escasa son comidos con ansia. La abominable monstruosidad causada por el hambre alcanza su profundidad máxima en la historia de una tal María, hija de un tal Eleazar, que impresiona estremecedoramente no sólo a los rebeldes sino también al mismo Tito, quien es enterado de ella tal vez mediante Josefo y éste quizás por medio de los testimonios de los desertores y escapados. Parecería que la historia trágica de esta María es una invención urdida por una mente perversa y Josefo asegura en sus escritos que habría omitido de buena gana dicha tragedia, por temor a que se le considerara poseedor de una imaginación diabólica, pero gracias a que había gran cantidad de testigos de la susodicha historia entre sus contemporáneos, él decidió inmortalizarla junto con las siguientes palabras: “Tito juró sepultar esta abominación bajo las ruinas de la ciudad”. Para saber de qué se trata esta historia real, podemos acudir a los escritos del historiador Eusebio de Cesarea (263-339), quien solía emplear citas textuales de otros historiadores que no sobrevivieron a su época y también de Flavio Josefo, encontrándose una gran concordancia entre lo que Eusebio dice y lo que afirma el judío cuando se refieren a un mismo tema, lo cual hace a Eusebio bastante fiable. En su obra “Historia de la Iglesia” (o Historia eclesiástica), Eusebio trató de presentar la historia de la Iglesia desde los apóstoles (es decir, los “Hechos de los Apóstoles”) hasta sus días, teniendo en cuenta en dicha obra la historia de los judíos. En el tercer y último libro de la citada obra, partes V a VII, Eusebio informa lo que se expone a continuación.

  5. #185
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 180]
    Parte V (Acerca de los últimos tormentos de los judíos después de Cristo). Tras ostentar Nerón el poder durante trece años, y habiendo tenido lugar los reinados de Galba y de Otón en el espacio de un año y seis meses, Vespasiano, que había sido notable en los ataques a los judíos, fue designado emperador en Judea una vez que se le nombró públicamente como jefe supremo del ejército que le había acompañado a aquel lugar. Inmediatamente salió para Roma y confió la guerra contra los judíos en manos de su hijo Tito. Ahora bien, los judíos, después de la ascensión de nuestro Salvador, culminaron su crimen contra él con la concepción de innumerables maquinaciones contra sus apóstoles. El primero fue Esteban, al cual aniquilaron con piedras; luego Jacobo, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, que fue decapitado; y finalmente Jacobo, el que fue escogido en primer lugar para el trono episcopal de Jerusalén, después de la Ascensión de nuestro Salvador, y que murió del modo mencionado. Todos los demás apóstoles fueron amenazados de muerte con innumerables maquinaciones, y fueron expulsados de Judea y se dirigieron a todas las naciones para la enseñanza del mensaje con el poder de Cristo, que les había dicho: “Id, y haced discípulos a todas las naciones”. Además de éstos, también el pueblo de la iglesia de Jerusalén recibió el mandato de cambiar de ciudad antes de la guerra y de vivir en otra ciudad de Perea (la que llaman Pela), por un oráculo transmitido por revelación a los notables de aquel lugar. Así pues, habiendo emigrado a ella desde Jerusalén los que creían en Cristo, como si los hombres santos hubiesen dejado enteramente la metrópoli real de los judíos y toda Judea, la justicia de Dios vino sobre los judíos por el ultraje al que sometieron a Cristo y a sus apóstoles, e hizo desaparecer totalmente de entre los hombres aquella generación impía. En los relatos que escribió Josefo se describen con toda exactitud los males que en ese momento sobrevinieron a todo el pueblo judío en todo lugar; cómo principalmente los habitantes de Judea fueron agobiados hasta el extremo de las desgracias; cuántos miles de jóvenes y de mujeres, juntamente con sus niños, cayeron a espada, por hambre y por muchos otros tipos de muerte; cuántos y cuáles ciudades de Judea fueron sitiadas; cuán grandes desgracias, y más que desgracias, presenciaron los que fueron en su huida a Jerusalén, ya que era la metrópoli más fuerte; el desarrollo de la guerra y lo que tuvo lugar en ella en cada momento; y, finalmente, cómo la abominación desoladora que proclamaron los profetas se asentó en el mismo templo de Dios, en gran manera notable antiguamente; y entonces sufrió todo tipo de destrucción hasta su desaparición final por el fuego. Merece la pena señalar que el mismo autor afirma que los que, procedentes de toda Judea, se apiñaron en los días de la fiesta de la Pascua, en Jerusalén, como en una prisión, usando sus propias palabras, fueron alrededor de tres millones. Era preciso, pues, en los mismos días en los que habían llevado a cabo la Pasión del Cristo de Dios, bienhechor y Salvador de todos, que, como encerrados en una prisión, recibieran el azote que les daba alcance viniendo de la justicia Divina. Así pues, dejando aparte los acontecimientos que les sobrevinieron y cuántas veces fueron entregados a espada o de diversos modos, sólo me ha parecido oportuno mostrar las desgracias originadas por el hombre, a fin de que los que obtengan este escrito vean, parcialmente, cómo les daba alcance al poco tiempo el castigo procedente de Dios por causa de su crimen cometido en contra del Cristo de Dios.

  6. #186
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 181]
    Parte VI (Acerca del hambre que angustió a los judíos). Toma, pues, entre tus manos el libro V de de las Guerras de los judíos de Josefo y lee la tragedia que sucedió entonces: «Para los ricos, quedarse significaba la perdición, pues con la excusa de deserción mataban a cualquiera por causa de sus bienes. Con el hambre crecía también la demencia de los rebeldes y cada día ambas se enardecían terriblemente. El trigo no era visible en lugar alguno, pero ellos se lanzaban dentro de las casas y las registraban. Cuando lo encontraban los maltrataban por haber negado, pero si no lo hallaban, los atormentaban por haberlo escondido con tanta precaución. La evidencia de tener o no tener eran los cuerpos de los desafortunados: los que todavía se mantenían en pie daban la impresión de poseer gran cantidad de alimentos; sin embargo, los que ya estaban consumidos, los dejaban, pues creían que no era lógico matar a los que estaban a punto de morirse de necesidad. Muchos cambiaban furtivamente sus posesiones por una medida de trigo, los más ricos; o de cebada, los más pobres. Luego, encerrándose en lo más recóndito de sus casas, y debido al escozor de la necesidad, algunos comían el grano crudo y otros lo cocían a medida que lo requería la necesidad y el temor. Tampoco se ponía la mesa. Pues sacando del fuego los alimentos aún crudos, se los tragaban. La comida era miserable a la visión conmovedora; los más fuertes abusando, los más débiles quejándose. El hambre supera todo sufrimiento, pero nada destruye tanto como el honor, pues aquello que de otro modo se aceptaría como digno de consideración, en esta situación se menosprecia. Las mujeres por ejemplo, quitaban la comida de la boca de sus maridos, los hijos de la de los pobres, y lo más deplorable, las madres de las de sus niñitos, y a pesar de que los seres más queridos se iban acabando entre sus manos, ningún tropiezo existía para llevar las últimas gotas de vida. Y aunque comían de este modo, no pasaban desapercibidos y los rebeldes en todo lugar se lanzaban sobre estas presas. En el momento que observaban una casa cerrada, era indicio de que los que se hallaban en el interior estaban provistos de alimentos, y en seguida, cargándose las puertas, arremetían hacia dentro, y únicamente les quedaba aferrarse a las gargantas para sacarles el bocado. Azotaban a los ancianos que retenían los alimentos, y a las mujeres que ocultaban entre sus manos lo que les quedaba les arrancaban la cabellera. No existía la compasión ni para los ancianos ni para los niños, sino que, alzando a los niños que no soltaban su bocado, los lanzaban contra el suelo. Pero aún eran más inhumanos con aquéllos que anticipaban su llegada y se habían tragado lo que ellos les iban a arrebatar, pues se consideraban agraviados. Ideaban terribles métodos de tortura para encontrar los alimentos. Cerraban la uretra de los desafortunados con granos de legumbres y les atravesaban el recto con palos afilados. Se sufrían tormentos aterradores para el oído simplemente hasta conseguir la confesión de un solo pan o para revelar un solo puñado de harina. Pero los torturadores no sufrían el hambre (pues su crueldad sería menor si se encontraran en necesidad), porque practicando su demencia iban procurándose de antemano provisiones para los días que tenían que llegar. Iban al encuentro de los que durante la noche salían arrastrándose hasta la avanzada romana para reunir legumbres silvestres y hierbas. Y cuando ya creían que habían burlado a los enemigos, entonces les arrebataban lo que llevaban, y por mucho que suplicaran invocando por el sagrado nombre de Dios para que les dieran alguna porción de lo que habían traído, estando en tan grande peligro, ni así se lo daban, y podían contentarse si no perecían además de ser despojados». Además de otros detalles, añade lo siguiente: «A los judíos les truncaron, junto con las salidas, toda esperanza de salvación, y el hambre, descendiendo por cada casa y en cada familia, consumía al pueblo. Las estancias se llenaban de mujeres y de niños de pecho que habían perecido, y los callejones de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes, hinchados como sombras, pasaban por las plazas y caían donde les sobrevenía el dolor. Los enfermos eran incapaces de sepultar a sus familiares, y los que podían se negaban por la gran cantidad de cadáveres y su propio destino dudoso. Muchos, pues, caían sin vida al lado de los que acababan de enterrar, mientras que otros muchos se dirigían a sus sepulcros antes que la necesidad lo prescribiera. En todas estas desgracias no había canto fúnebre ni lamento. En su lugar, el hambre censuraba al sufrimiento, y los que morían observaban con ojos secos a los que les habían precedido en la muerte. Un profundo silencio y una noche colmada de muerte encerraba la ciudad. Pero lo más terrible eran los ladrones. Pues, entrando en las casas, a modo de saqueadores de tumbas, despojaban a los cadáveres y, tras retirar las cubiertas de los cuerpos, salían riéndose. También probaban el filo de sus espadas con los cadáveres y, con su prueba del hierro, atravesaron a algunos que, aunque habían caído, estaban vivos. No obstante, si alguien les suplicaba que hicieran uso de sus espadas y de su fuerza en él, lo abandonaban al hambre, ignorándole. Y todos los que expiraban fijaban su mirada en el Templo, porque dejaba vivos a los rebeldes. Los propios rebeldes primero ordenaban sepultar a los muertos, a cargo del tesoro público, porque no aguantaban el hedor. Pero, posteriormente, cuando ya no se daba abasto, los lanzaban por encima de las murallas a los precipicios. Tito, cuando los vio llenos de cadáveres y del espeso líquido que fluía de los cuerpos en putrefacción, se lamentó, y alzadas sus manos tomó a Dios por testigo de que no era obra suya»...

  7. #187
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    01-noviembre-2016
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 182]
    ... Al cabo de otras cosas acaba diciendo: «No podría retenerme de mencionar lo que me indican mis sentimientos. Es mi opinión que si los romanos se hubieran retardado en su ataque contra los ofensores, una sima hubiera abatido la ciudad, o hubiera sido inundada, o los rayos de Sodoma le hubieran dado alcance, porque esa generación era mucho más impía de lo que fueron los que llevaron estos castigos. De este modo, por causa de la demencia de ellos, todo el pueblo pereció con ellos». En el libro VI también escribe como sigue: «De los que murieron por el hambre en la ciudad el número era ilimitado, y los sufrimientos que tuvieron lugar, indescriptibles. En toda casa, si en algún lugar se vislumbraba una mera sombra de comida, se entablaba una guerra y llegaban a las manos los que más se querían, con el fin de arrancarse el misersable recurso de vida. La necesidad no tenía confianza ni siquiera en los moribundos. Los ladrones inspeccionaban también a los que estaban por morirse, por si se diera el caso de que mantenían algún alimento escondido entre los pliegues de su vestido pretendiendo estar muertos. Algunos, boquiabiertos por la falta de alimento, semejantes a perros rabiosos, iban tropezando y, desencajados, arremetían contra las puertas a modo de borrachos y, en su debilidad, penetraban en las mismas casas dos y hasta tres veces en una hora. Por la indigencia se ponían cualquier cosa en la boca, y si lograban reunir algo indigno, incluso para los animales irracionales más inmundos, se lo llevaban para comérselo. De este modo, al final ya no se retenían ante sus cinturones ni zapatos, y sacando las pieles de sus escudos, las devoraban. Algunos se alimentaban también con pedazos de hierba vieja, mientras que otros, recogiendo fibras de plantas, vendían una ínfima parte por cuatro dracmas áticos. ¿Y qué diremos de la desvergüenza de la gente desalentada por el hambre? Porque estoy a punto de poner de manifiesto unos actos que no se hallan registrados ni entre los griegos ni entre los bárbaros, escalofriantes para contarlos e increíbles para escucharlos. Por mi parte, para que no considerasen que estoy inventando para el futuro, con mucho gusto ignoraría tal desgracia si no se diera el caso de que dispongo de innumerables testigos contemporáneos. Y, por otro lado, concedería a mi patria un favor estéril si dejara en silencio sus sufrimientos reales. Así pues, una mujer residente en el otro lado del Jordán, de nombre María, hija de Eleazar, de la aldea de Batezor (que quiere decir “casa de Hisopo”), distinguida por su familia y su riqueza, se refugió en Jerusalén con la restante multitud y con ellos sufría el asedio. Los tiranos le robaron todas las otras posesiones que ella había aprovisionado y transportado desde Perea hasta la ciudad. El resto de sus bienes y algo de comida que vieron los hombres armados que entraba cada día, se lo fueron quitando. La indignación de aquella mujer era terrible, y a menudo vituperaba y maldecía a los bandidos con el único resultado de excitarlos contra su persona. Y como fuere que nadie la mataba (exasperados o compadecidos), y fatigada de buscar alimentos para otros, pues de todos modos ya era imposible buscar, oprimiéndole el hambre las entrañas y la médula y más enfurecida que hambrienta, se hizo de la ira y de la necesidad como consejeros, apresuró contra la naturaleza y, agarrando a su hijo de pecho, dijo: “Desventurada criatura. En la guerra, en el hambre y en la revuelta, ¿para quién te cuidaré? Si llegamos a parar vivos en las manos de los romanos, la esclavitud. Pero el hambre llega antes que la esclavitud y los rebeldes son más terribles que ambas opciones. Venga, pues. Sé mi alimento, la maldición de los rebeldes y un mito para el mundo; lo único que faltaba a la desgracia de los judíos”. Mientras decía esto mató a su hijo. Luego lo asó y se comió una mitad, pero el resto lo ocultó. Al punto acudieron los rebeldes y notaron el hedor del malvado sacrificio, la amenazaron con degollarla inmediatamente si no les indicaba lo que había preparado. Ella, respondiéndoles que para ellos guardaba una bella porción, les descubrió lo que había quedado de su hijo. Un escalofrío y un gran estupor se apoderó de ellos en aquel mismo momento y se quedaron clavados ante aquella visión. Pero ella les dijo: “Es mi hijo, mi obra. Comed, pues yo también me he alimentado. No seáis más débiles que una mujer ni más compasivos que una madre. Pero si vosotros sois piadosos y no aceptáis mi sacrificio, yo ya comí en vuestro lugar; el resto quede también para mí”. Después de estos acontecimientos, ellos salieron temblando; fue la única vez que tuvieron miedo y que, de mala gana, dejaron para la madre semejante alimento. Inmediatamente, la ciudad fue llena de repugnancia y cada cual se estremecía cuando se imaginaban como suyo aquel crimen. Los hambrientos tenían deseo de morirse y celebraban a los que se habían anticipado en la muerte, antes de oír y presenciar tan grandes males».

  8. #188
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 183]
    Parte VII (Acerca de las profecías de Cristo). Éste fue el castigo que recibieron los judíos por su delito y su impiedad para con el Cristo de Dios. Pero merece la pena añadir la verdadera profecía de nuestro Salvador, con la que manifestaba los mismos acontecimientos, cuando profetizaba como sigue: “Mas ay de las que estén encintas, y de las que críen en aquellos días. Orad, pues, que vuestra huida no sea en invierno ni en día de reposo; porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá”. Sumando el número de todos los muertos, dice el mismo escritor que por el hambre y por la espada cayeron un millón cien mil personas, y el resto de rebeldes y de ladrones, denunciándose unos a otros tras ser tomada la ciudad, fueron ejecutados; los jóvenes más altos y notables por su belleza corporal los guardaban para la ceremonia del “triunfo”, y del resto de la multitud, —los mayores de diecisiete años—, unos cuantos fueron enviados cautivos a los trabajos forzados de Egipto y la mayoría fueron distribuidos entre las regiones para morir en el teatro, por el hierro o por las fieras; pero los menores de dicisiete años fueron llevados como presos de guerra para ser vendidos. Estos solos ya sumaban unos noventa mil hombres. Todo esto tuvo lugar así en el segundo año del reinado de Vespasiano, coincidiendo con las profecías de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el cual, gracias a su divino poder, ya lo vio de antemano como si fueran presentes, y lloró y se lamentó de acuerdo con la Escritura de los santos evangelistas, que también aportan las palabras que dijo refiriéndose a Jerusalén: “Oh, si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que es para tu paz. Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, cuando tus enemigos te rodearán con vallado, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán, y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti”. También cuando se refería al pueblo: “Porque habrá gran calamidad en la tierra, e ira sobre este pueblo. Y caerán a filo de espada, y serán llevados cautivos a todas las naciones; y Jerusalén será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan”. Y de nuevo: “Pero cuando viereis a Jerusalén rodeada de ejérritos, sabed entonces que su destrucción ha llegado”. Quien compare las palabras de nuestro Salvador y las otras descripciones del autor sobre toda la guerra, ¿cómo no ha de maravillarse y de admitir que la presciencia y la profecía de nuestro Salvador son verdaderamente Divinas y sobrenaturalmente extraordinarias? Por ello, sobre lo que sobrevino a toda la nación después de la Pasión del Salvador y de aquellas voces con las que el pueblo judío requería que fuera librado de la muerte el ladrón y homicida y que se aniquilara al autor de la vida, nada cabe añadir a la narración. A pesar de ello, sería justo añadir cuanto se refiere al amor para con los hombres de la entera Providencia, que aplazó la ruina de los malvados durante cuarenta años después de su audacia contra Cristo. Y a lo largo de estos cuarenta años muchos apóstoles y discípulos, y el propio Jacobo (primer obispo del lugar, llamado hermano del Señor), que todavía vivían y habitaban en la misma ciudad de Jerusalén dando sus discursos, permanecían en el lugar como muro fortificado.

  9. #189
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    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 184]
    Hasta aquí son las palabras de Eusebio, en buena parte tomadas de Josefo. Pero éstas no son historia pasada; no para los que han escudriñado la profecía de Jesucristo acerca del fin del mundo, la cual está registrada en los evangelios según Mateo, Marcos y Lucas, en triplicado, para que no se ignore. Esta profecía viene expresada como una dualidad, es decir, como dos bloques entrelazados de acontecimientos históricos separados entre sí por unos dos milenios, pero que guardan una relación entrambos que está determinada por un lapso de intenso sufrimiento humano apodado “gran tribulación” (tribulación magna o insuperable en su género): una para Jerusalén en el siglo primero de nuestra era, que ya pasó, y otra para nuestro tiempo, a nivel mundial, que está por llegar. Por eso, aunque resulte penoso considerar lo que le sobrevino a la ciudad de David durante los postreros días de la generación que se levantó en Judea en los días de Cristo, también será de buen provecho a toda persona reflexiva contemplar en su imaginación las cosas que están destinadas a suceder dentro de relativamente poco tiempo, esto es, un cúmulo de sufrimientos a nivel mundial que recrearán a lo moderno las mismas condiciones infrahumanas de la Jerusalén del año 70, durante el asedio de Tito, por todo el globo terrestre. Empero una tal reflexión sería absurda y psicopática si no estuviera alentada por la expectativa de protección y supervivencia que suministra la sagrada escritura, la cual fue la ciudad de Pela para los cristianos del primer siglo y la cual quizás sea (está por aclararse) la de unos simbólicos “cuartos interiores” mencionados por el profeta Isaías (libro de Isaías, capítulo 26, versículo 20) para los cristianos verdaderos de la época actual. En las Biblias con anotaciones referenciales, el texto de Isaías, capítulo 26, versículo 20, se conecta con juicios finales de tiempos pasados, como el Diluvio y la matanza de los primogénitos de Egipto por el ángel exterminador, en tanto que el versículo siguiente, el 21, se vincula con la “gran tribulación” del evangelio de Mateo y con el fin del mundo predicho en la segunda epístola del apóstol Pedro.

  10. #190
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    748

    Predeterminado

    [Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 185]
    Regresemos ahora a Judea, al asedio de Jerusalén por Tito. El 27 de agosto del año 70 se completan 2 terraplenes y se usan arietes pesados para golpear las murallas noroccidentales que protejen el patio exterior norteño del templo, a la vez que soldados romanos intentan escalar las murallas para tomar las techumbres de los pórticos del norte, pero sufren pérdidas notorias. Entretanto, dos oficiales importantes de Simón bar Gioras se entregan a los romanos. Por su parte, Tito, el día 28 de agosto, se reune con sus altos oficiales para dilucidar un asalto final y decidir la suerte del Templo si éste caía. Algunos oficiales estaban dispuestos a que se destruyera, ya que era el símbolo del último bastión rebelde y del ardor nacionalista del pueblo judío; otros, por el contrario, opinaban que había que mantenerlo en pie si sus defensores se rendían. Según Flavio Josefo, Tito estaba dispuesto a salvarlo, ya que su belleza era tal que hacía honor al Imperio Romano. Reanudada la lucha el 29 de agosto, de nuevo en el patio exterior, la ferocidad de los rebeldes fue tal que Tito y sus singulares tuvieron que intervenir para que la línea de infantería romana no se hundiera. Poco a poco, los romanos ganaron terreno en el patio exterior, obligando a los rebeldes a recular hacia el patio interior, que a su vez estaba rodeado por una muralla en sus cuatro costados que formaba una segunda línea defensiva en caso de perderse el patio exterior. Tito, cansado y satisfecho de haber acorralado a los rebeldes en el recinto del patio interior, se retira a la fortaleza Antonia y se resuelve a atacar al día siguiente. Pero los rebeldes embisten otra vez y son derrotados y echados hacia atrás, al santuario. En un momento indeciso de la lucha, un soldado, sin esperar ninguna orden, movido por un impulso sobrenatural según Josefo, arroja dentro de la cámara del Templo una antorcha encendida, lo que provocó un incendio que en pocos minutos pasó a ser incontrolable. Tito recibe las noticias del incendio y enseguida se persona en el lugar, pues lo último que deseaba era que el Templo sufriera daños. Ahora su gran preocupación era detener el incendio, y para ello organizó grupos de bomberos; pero lo cierto es que muchos legionarios romanos se mostraron reacios a apagarlo, preocupándose sólo de saquear lo que había en el interior. Esperando, al menos, salvar la parte interior del Templo, mandó a un centurión y a sus hombres que apagasen el fuego y emplearan la fuerza contra quien desobedeciera, pero fracasó en el intento. Algunos, en vez de apagarlo, lanzaron más antorchas, ansiando destruir el recinto sagrado del enemigo, un enemigo que había luchado contra ellos con gran determinación y que se había ganado la ira más asesina de los legionarios romanos. Era el día 9 del mes de ab en el calendario judío, o final de agosto, un día de infausto recuerdo para los judíos, ya que también coincidía conmemorativamente con la destrucción del primer Templo a manos de Nabucodonosor.

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