El aire, cuando pasa entre nogales -pongamos que camino por Carreño-, recuerda ese diciembre del antaño: la helada era promesa de la nieve, la brisa en nuestro rostro era dichosa y en todo había un halo de alegría. Las viejas navidades son memoria, y, en tiempos ancestrales, esas fiestas tenían un sentido muy distinto.
Los duendes que conozco son paganos: adoran el color de la alborada, la luz del sol, que llega entre bostezos. Los duendes misteriosos de los bosques conocen los murmullos del arroyo y advierten que sus aguas lo confiesan: el mundo debe al aire su belleza, la vida está en el agua de las nubes y el sol despierta todo lo que duerme.
La noche de San Juan es noche mágica: los mouros salen siempre de sus castros, los dólmenes y viejas construcciones. Parece que en San Juan son más frecuentes y tratan con viajantes y con braños, con gente dedicada al estraperlo. Los cuélebres me dicen que los duendes conocen a los mouros y a las mouras y saben dónde tienen sus secretos.
Yo digo, en todo caso, que los duendes que corren por el bosque en que paseo sospechan nuestras viles intenciones: no es fácil resistir, si es que hay conciencia del oro que se esconde en esta parte, quizás en esta parte o tras la fronda. El bosque esconde siempre viejos castros, dormidos entre sendas y eucaliptos que callan el silencio de los siglos.
Los duendes son paganos y algo brujos: conocen los rincones más oscuros del bosque solitario y su hojarasca. Allí no brilla el sol, ni son posibles -a costa de ser zona tan cerrada-, los cárabos que pueblan otras partes. Tal vez donde se enrosca la maraña que esconde, entre las hierbas, un secreto, custodia estas reliquias del pasado.
Y sé del arroyuelo que discurre feliz por esta senda, a su capricho, cantando la canción que nunca cansa. Y sé de su murmullo, cuando pasa no lejos del torrente de este bosque, que quiere unir su canto al canto suyo. Y sé del manantial que los contempla, que vierte su tesoro y que se funde, callado, en la corriente de otro cauce.
Y duendes y aquelarres en los claros no ignoran a los mouros hechiceros, ni el canto de San Juan, si es esa fecha. Y duendes y aquelarres ven las cosas que suelen reflejar, aunque tardíos, los brillos de un crepúsculo temprano. Y entonces es el cuélebre más cuélebre, los duendes son más duendes y los trasgos, los diaños y otros seres los envidian.
Y sé que el viejo castro es el tesoro que duerme bajo el bosque y es silencio que calla para siempre, con la noche. Dejemos que nos cante la cigarra, después de que los grillos, ya cansados, suponen el verano en la derrota. Sabemos que otro otoño será bello, cantando la elegía a los astures, después de que llegaran las legiones.
La lluvia nos musita muchas veces las cosas que sugiere en el oído que quiere sus verdades regaladas. Yo quiero sus verdades regaladas y alguna de sus muchas falsedades -la lírica reclama la mentira-. Decir mentirijillas nunca es malo: los niños las disfrutan más que nadie, y encantan a los duendes y lectores.
La cosa no es de moros y cristianos, no hablamos de la luz de Covadonga, que trajo cristiandad y fuego y hierro. Aquellos combatientes adoraron a Aramos, a Candamio y a Beleño, si es cierto lo que cuentan los que saben. Y pienso que son páginas y páginas las páginas que leo cada día, buscando ese pasado entre la niebla.
De pronto, se interrumpe la lectura: un trasgo viene rápido y me llama, me dice que es urgente, que me apure.
-¿Qué ocurre? -le pregunto muy nervioso.
-El duende misterioso está esperando.
Ignoro lo que espera, pero espera. Después, por los lugares más extraños, el duende me lo explica con más calma: un libro no es lugar para la Historia.
Un duende misterioso lo confirma.


2020 © José Ramón Muñiz Álvarez