El alba que despierta con bostezos saluda desde lejos, y la gente regresa a sus hogares, tras la juerga. Los bares van cerrando, cuando brilla la llama de un domingo de verano que quiere ser verdad en las alturas. Los trenes saldrán pronto y las gaviotas contemplan en la altura esas espumas que escuchan los rumores y el bullicio.
La sidra, los cafés y la cerveza, licores y buen vino piden cama, y el sol, impertinente, nos reprende. Parece que se enfada con nosotros, traidores a su luz, aves nocturnas que vimos la derrota de su ocaso. Y el caso es que el crepúsculo nos dice que queda la promesa de una noche, si el sábado se torna ya domingo.
El ruido de la noche es arrogante, violento como toda la insolencia que llena juventudes combativas. Hay gente que pelea por bobadas, borrachos que vomitan las aceras y el raro griterío de las calles. Y todo es ya silencio si amanece, si quiere el sol hablar a multitudes, si obligan la derrota y el cansancio.
Y obligan el cansancio y la derrota, tras horas de camino, tras momentos de risa, diversiones y jarana. Y ahora es el momento de las misas, de darle paz al alma el que la tenga, pues hay quienes carecen del espíritu. Y es tiempo de librarse de pesares, de deshacer conciencias en el sueño, de hallar ese descanso prometido.
Quizás con el almuerzo pase todo, quizás el malestar vuele a la nada después de ese café tan merecido. Y es bueno ver que el sol, en la ventana del aire a la que asoma sus colores, sonríe y nos saluda con sus luces. Y es bueno ver gaviotas en el aire, soñar con esa sidra del antaño, sentir que Asturias vive todavía.
Y el mar, con esa brisa mañanera que quiere refrescarnos el verano, también hace amistad con nuestras sienes. Gijón sabe a salitre y a pasado: la historia estuvo aquí desde que Roma se impuso derrotar a los astures. Y Augusto siempre supo de los gritos, de toda la bravura de esta gente, del fuego de su genio y su coraje.
Y el duende misterioso me pregunta:
-¿Por qué agotar el cuerpo hasta tan tarde?
Los duendes desconocen nuestros vicios. No entienden que hay descansos que nos rinden, que hay gusto en ese alegre desconcierto que puede regalar la borrachera. Ignoran que los vinos y licores infunden en el ánimo el regusto por esas travesuras de otro tiempo.
Sabed que los que beben resucitan al niño que habitó y que los habita, que llena, inadvertido, su presente. Y llena su presente inadvertido, callado como un mar cuyo sosiego permite que se adentren los pesqueros. De pronto la poesía está en el vino, de pronto es la cerveza que bebemos, el ron de los piratas de otros siglos…
Y llego a casa y quiero ese descanso, después de la derrota de una noche que el duende misterioso no comprende. Los duendes deberían ir al bosque si llegan esas noches de festivo que piden la embriaguez y la inconsciencia. De pronto, se nos vuelven racionales, exigen madureces a deshora, no quieren revolver como hacen siempre…
Y el caso es que son seres saltimbanquis que tienen el deber de alborotarnos con toda su alharaca y vocerío. Y dejan el bullicio de otras veces, igual que madres viejas y nos muestran su mueca de severos abuelitos. Beber es un placer que no conciben los hijos del helecho y los castaños… ¿Habrá que devolverlos a su patria?
La luz del sol, en cambio, con su juego de llamas y colores tras las nubes, sabrá reconciliarse con nosotros. Y, tras reconciliarse con nosotros, alumbrará el camino de la tarde por viejas sidrerías de la zona. Y tiene Deva bellos merenderos que ofrecen el asueto de un domingo, después de bien dormida la mañana.
Los duendes no comprenden estas cosas.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez