CÓRDOBA CIUDAD CALCINADA

(EL CORDOBAZO)
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La tarde presentábase soleada y pacífica para quienes estábamos residiendo en el Barrio Clínicas de los estudiantes, dentro de aquellas casonas solariegas y sus tres largos patios en hilera, llenos de habitaciones con pisos de baldosas decoradas.

Era la siesta y nadie dentro de la casona de mi tía Rosita (donde yo hallábame a la sazón residiendo) tenía la menor sospecha de algo inusual... Pero las ancianas siempre sospechan “algo”. No hay nada más inoportuno que una vieja cuando tiene una ocurrencia. Y no se le pudo ocurrir nada más inoportuno a mi tía Rosita que comprar un pasaje para ese día, a fin de viajar y visitar a su hija en Santiago del Estero : ¡Nada menos que aquel día y aquella hora justa, de una tarde que se vería inmersa en guerrilla urbana!

Extraerla a mi tía Rosita de esa casa sitiada por una juventud anarquista y exaltada, atravesar los incendios y barricadas, evitar los estruendos y depositarla a ella sana y salva en la Estación Terminal de Omnibus... Fue toda una Odisea con palabras mayores. Si ella se hubiese propuesto elegir el momento peor y más dificultoso para viajar desde ese Barrio Clínicas estudiantil (y con estudiantes incendiarios) no lo habría logrado con tanta exactitud.

Las maletas de mi tía estaban ya hechas y llevaban en su interior —como toda abuela— diversos obsequios para sus nietos. Rosita entreteníase feliz mostrándomelos. Era una linda siesta. Ambas estábamos distendidas y conversando cual si fuera una tarde más, salvo por la despedida nostálgica. Hacia la puesta del sol llegó mi primo Raúl ( hijo de ella) para llevarla junto con todos sus petates bien cargados, hacia la Terminal de Ómnibus... Y él entró como una exhalación gritando :

——¡¡¡¡Mamá!!!!... Rápido... ¡Apúrese!

Con lo cual nos pareció muy descortés, máxime estando yo allí presente. Nunca tuve una relación muy fluida con él, ni antes ni después… pero esto ya pasaba de castaño a obscuro, pues ni siquiera me saludaba. Lo miramos ambas muy sorprendidas… estaba blanco (siendo bien morocho) ¿Qué pasaba? Pues nada menos que lo siguiente : habían intentado varios muchachones dar vuelta su auto apenas lo estacionara frente a la casa de su madre …¡para prenderle fuego!... Tuve que quedarme entonces yo dentro del vehículo, hasta que su madre terminara los preparativos de partida.

Este sería para mí el comienzo de una larga y caótica noche espantosa: La del "Cordobazo". Y así mientras yo permanecía de “campana” sentada en el auto de mi primo (para que no lo tumbasen y ellos dos terminando de cerrar el equipaje con todos los paquetes que lleva cualquier abuela cuando visita nietos en otra provincia). Allí comenzó a desarrollarse ante mis ojos un espectáculo bochornoso y dantesco.

Apoyada contra el vidrio parabrisas en el auto de mi primo, yo contemplaba llena de asombro, lo que no quería ver ni creer. Veíanse poner en marcha a toda prisa algunos automóviles con los motores aún fríos y que gemían doloridos, por el impacto del arranque súbito. Sus propietarios desesperados huían de los incendiarios. Eran habitantes de clase media con familias estables residentes en esas casonas antiguas y que habían ido asentándose en ellas a través del tiempo, dándole una forma distinta al barrio estudiantil. Pertenecían en conjunto a una clase media acomodada pero no adinerada y muy pocas de aquellas propiedades construidas antaño, sobre un terreno larguísimo pero angosto, tenían garajes. O casi ninguna. Estacionar libremente en esas calles tranquilas era para sus habitantes, el uso. ¡Pan servido para los incendiarios!

Algunos propietarios alcanzaron a salir a tiempo, poniendo en marcha sus motores hacia cualquier rumbo cardinal, lejos del centro ciudadano. Pero la mayoría ardió en llamaradas. Ese era el patético espectáculo que yo presenciaba aferrándome a un volante que no iba a manejar (pues no sé conducir) y cerrando por dentro las ventanillas del auto donde me hallaba sentada, como si los incendiarios de la calle fuesen a entrar por ellas... Y desde allí escuché con espanto, múltiples disputas de familias enteras contra los iracundos, quienes quemaban lo que no era suyo. ¡La fuerza contra la razón!

Luego mi primo partió a toda velocidad llevándose a tía Rosita, quien como siempre se alejó en medio del estruendo y los incendios, con su paz inconmovible. Aún creo verla con su rostro redondo dejándome su última sonrisa, despidiéndose de mí con la mano en alto, tras los vidrios de esas ventanillas muy cerradas, en una calle ardiendo de barricadas. No conocía en toda mi familia una persona de mayor serenidad que la suya, desde mi primer recuerdo de ella hasta el último. Que fue precisamente ese minuto final cuando comenzaban los atropellos frente a su misma casa. Rosita partió con su tranquilidad constante, y su rostro pacífico, siempre inamovible.

Nos teníamos un mutuo afecto. Su casa. Sus tres patios soleados y con frutales en plena ciudad, forman parte presente de mi memoria infantil, como el escenario donde jugaba y corría con mis primos. Nunca más iba yo a verla luego de aquella despedida donde ella derramaba paz, en medio de un escenario turbulento y embravecido. No era universitaria como el resto de mi familia, sino una persona simple y de diálogo sencillo. Pero curiosamente fue una buena y armónica violinista. La recuerdo en su casa, más joven, ofreciéndonos hermosos pasajes clásicos.

Y yo me quedé "Sola" dentro de aquella casona de tres patios, en una ciudad que ardía, mientras que a ella se la llevaba la distancia. Sola y bajo el “Cordobazo” En una casa de tres patios y vacía, en el Barrio Clínicas de los estudiantes, centro de la guerrilla urbana ¡En una Ciudad Calcinada! …así pasaría yo aquella noche infernal.

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Alejandra Correas Vázquez
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