Tengo un pene triste y cansado. Vive deprimido, ha perdido lo que más disfrutaba. Mira casi todo el tiempo hacia abajo, salvo en extraños momentos en que una mirada ajena lo llama, entonces fantasea con embestidas duras y tiernas, succiones, golpeteos y todas aquellas maravillas que un buen pene sabe dar, se yergue el muy cabrón, pasa horas apuntando al techo, punzando y recordandome que él tiene poder. Es listo y sabio, siempre ha sabido elegir correctamente donde compartir la divinidad adecuada a cada cuerpo y sabe dónde terminar, dentro de un buen profiláctico o cediendo ante alguna petición.

Mi pene sigue triste, llora unas lastimosas gotas blancas que salen más por obligación que gusto, luego le entra una profunda melancolía, recuerda las vaginas apretadas y dispuestas a recibirlo e intentar complacerlo. Añora el poder de un orgasmo bien diseñado, dirigido, coreado y vitoreado por los sentidos. Ha declarado la guerra al traidor sentimiento, mientras uno quiere emociones al otro le bastan eyaculaciones.

Tengo un pene como muchos otros hombres, promedio, sencillo, caliente, que cree ser único y a veces de los mejores. Si fuera esa varita mágica de la felicidad nunca habríamos terminado.
Mi pene sigue triste.

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