Estampa Colonial - siglo XVIII
Provincia de Córdoba del Tucumán (hoy Argentina)

9 – NOCHE EN LA MERCED


La noche irradió el resplandor de la sierra donde el cielo de altura parece más claro. Don Rafael que provenía en este viaje de la olla del Calicanto —el centro de la ciudad de Córdoba, una hondonada— admiró ese contraste esplendoroso. Los relámpagos iluminaban a lo lejos los inmensos bloques escultóricos. Su mirada penetrante, particularmente escrutadora, concentrábase en esa escenografía pura que él esperaba incorporar y desarrollar, con su administración minuciosa. Pese a las dificultades que planteaban las tribus comechingonas y rapiñera de Traslasierra, habitantes de cuevas en estado neolítico.

La hora del sueño llegó para todos con la pesadez del ambiente solitario y selvático. El aroma a yerbabuena inundaba los recintos habitados en su fragancia. Se iban apagando lentamente las luces de las velas, mudas, dentro se sus lámparas. El crespín cantaba indiferente y solitario al frío nocturno. El cóndor extendió sus inmensos brazos emplumados intentando abarcar el horizonte. La Pachamama reposaba.

Zunilda acostó a la niña con algo de severidad y premura. Luego, durmiendo sólo una hora, Maruca despertó de improviso. Desvelada y sin control se puso de pie acercándose al ventanal. Divisó los soldados vigilantes que acompañaban al visitante, en su guardia nocturna. La luna iluminaba la figura del Marqués recortada en la noche negra. Dos jinetes, guardianes inseparables del gobernador reían entre sí, mientras él continuaba caminado afuera de la casa con su paso característico e imperturbable, sin preocuparse del frío.

Maruca buscó sus ropas, la mantilla filipina color crema y el vestido tono nácar, calzando sus zapatos blancos. Su perfil apareció sobre la galería, destacándose por la claridad del vestuario en la semipenumbra. Luego salió al exterior para caminar en extrañas direcciones, haciéndose ver repetidas veces por los visitantes. Don Rafael detuvo su marcha apoyándose en su bastón labrado. Y los dos jinetes junto con él, observaron sorprendidos su figura aérea y femenina mostrándose en medio de la noche delante de ellos.

De pronto... abrióse una puerta de la galería apareciendo en ella Bartolo con una lámpara recién encendida. Atrás suyo Zunilda impuso su presencia con sus órdenes habituales, tomando a la niña del brazo en un sacudón enérgico, y llevándosela al interior de la casa.

La noche serrana continuaba espesa y helada. Los jinetes de Sobremonte seguían aguardando el relevo.

10 – AMANECER EN LA MERCED

El amanecer despuntó luminoso y sin tormenta. La niñera entró en el dormitorio de Maruca trayéndole un mate de plata espumoso, con un fuerte aroma a poleo. El ventanal comenzaba a bañarse de sol. Con la rapidez de un rayo la niña saltó de su cama, sorprendiendo a la mulata habituada a su remolonería. Fue hasta el borde enrejado, con los ojos desmesuradamente abiertos, y se aferró a él con vigor. Logró de esta forma asomarse hacia el patio exterior, para convencerse de que los sucesos de la víspera eran un hecho real... y no un sueño.

Sí. La carroza rococó aún estaba allí. Relucía encerada muy limpia y blanca, con ejes nuevos. Dos jinetes elegantes de relevo, exhibíanse descansados y airosos.

Zunilda le colocó un vestido y esta vez eligió uno de tono celeste pálido, como el traje de Don Rafael. La mantilla blanca, chinesca, tenía el color del carruaje del visitante. Su cabellera rubia componía junto a esos tonos, los colores de la dinastía borbónica. Tuvo prisa para llegar a la galería, y desencanto en ella... ¡No veía al Marqués!

Recorrió la casona. Apareció por los pasillos. Por la cocina. Por los cuartos vacíos. Llegó hasta la despensa. Se acercó a la higuera y al gallinero. Fue más allá, donde divisó la barba del anciano mestizo Eulogio. Su mate curtido de tiempo. Su poncho descolorido. Su asiento de siempre, áspero, formado de un grueso brazo de algarrobo caído de viejo hacía años. Su facón gastado en largos duelos criollos con Zupay, de los que antaño saliera vencedor. El viejo gaucho hablaba incansablemente ...y el Marqués escuchaba.

La puntilla de sus puños y cuello estaba limpia, sin ningún abrojo. Había sacudido su peluca. Sus zapatos de moñito y fino taco alto, parecían brillar especialmente. Su bastón labrado sostenía dos manos enguantadas con anillos luminosos. Una pierna delante de la otra y su hermoso vestuario celeste descansando sobre el tronco rústico de Eulogio.

Maruca detúvose a la distancia. Sintió miedo de las iras celebrérrimas del antiguo capataz, y no hizo ningún movimiento para llamar su atención, interrumpiendo el diálogo. Todo seguía pausadamente. Conocía muy bien al viejo Eulogio, casi patriarca de aquella Merced que llegara allí hacía una centena de años, cuando aún estaban los Jesuitas. Sabía de sobra ella la preferencia del anciano mestizo por la dulce y dócil Carmela, tanto como su impaciencia con la díscola Maruca.

Ella manteníase a distancia de aquellos dos contertulios, a fin de no mortificarlos. No lo hubiera logrado. Sobremonte había hallado en aquel asiento de tronco rústico, al mejor vocero de las Altas Cumbres. Movía sus labios en ciertos momentos. Preguntaba. Escuchaba. Volvía a indagar. Y el centenario Elogio continuaba explicándole con largos desarrollos la vida transcurrida en aquella aislada Merced, desde tiempos del Ñaupa, cuando aún no habían nacido sus actuales habitantes. En su registro prodigioso desfilaban décadas incontables, tantos cono sus años. Tan célebres como sus barbas. Tan ásperas como su tronco, donde el traje versallesco del visitante, pareciera haberse incrustado sin noción de tiempo.

11– MEDIODÍA EN LA MERCED

El mediodía concluyó. La carroza hallábase dispuesta y aseada. Relucía como espejo. Nubes lejanas asustaron al cochero, pero no conmovieron al Marqués. El viaje estaba decidido y los jinetes prontos.

Y se alejaron por camino indescifrable de las Altas Cumbres.

Fueron perdiéndose a la distancia con su cuota de alcurnia y aventura. Se introducían en la espesura del churquizal, como si siempre hubieran pertenecido a él. Surcaban las champas entre tunales espinosos. Vadeaban arroyos mansos o crecidos, algunas veces empujando entre todos el carruaje. Nada detendría a Don Rafael María Núñez, Marqués de Sobremonte, en su empeño de llevar adelante una obra progresista.

Ni el frío gélido de las pampas, ni la escarcha de las cumbres, ni el sol espantable de las punas, ni la fronda inexplorada, ni el puma, ni la yarará. Todo aquello que atemorizaba a Maruca se abría en la senda del gobernador.

Ella continuaba con sus pálidas ropas, muy celestes, elegidas para aquel día. Sentíase habitante de un gran Marquesado y orgullosa de pertenecer a él. Había anhelado con vehemencia arrimarse a ese mundo de Don Rafael, con su emblema nobiliario y su estilo borbónico. Pero fue caminado ahora en sentido contrario. Se introdujo por senderos de abrojos. Sintió indiferencia ante las espinas del dorado aromo que rayaban su brazo. Colocó su blanquísimo calzado arriba de los yuyos ariscos del entorno. Recibió en su falda de seda celeste, el picotazo de una madre desesperada por defender sus polluelos. Enredóse su cabellos bajo el ramaje retorcido de un tala.

Comenzó a divisar entre el bosque de algarrobo que rodeaba la casona, la barba del gaucho serrano y centenario. Su tronco arrugado como él. Su mate de porongo. Sus manos cuarteadas... Su voz.

—“Buen amigo el Marqués ... muy gaucho”— comentó el viejo Eulogio.

Maruca sentóse a su lado en el tronco, algo que antes jamás hiciera. Tomó el mate amargo aromado a peperina, que éste le ofrecía, y se dispuso a escuchar los relatos del antiguo capataz, que hasta entonces nunca había atendido.

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