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Tema: José Luis Alvite

  1. #21
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    14-abril-2010
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    Diagnóstico. José Luis Alvite


    Una madrugada en el Savoy me dijo Lorraine Webster: «Raras veces me verás sin un cigarillo entre los dedos. Supongo que ésa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco». Con el humeante ademán de su mano derecha, la equívoca diosa del Savoy parecía una mujer recién disparada. Tenía en su porte el escabroso aliciente de alguien
    que se aliviase el sofocante calor abanicándose con una compresa usada. La
    primera vez que nos citamos en el callejón a espaldas del club había una
    niebla tan densa que el humo de su cigarrillo era un autógrafo en un charco
    de tinta. La conocí por la cadencia de sus pasos, aquel soniquete
    inconfundible de Lorraine, la clase de mujer al cabo de cuyos pasos entre el
    humo te preguntabas dónde diablos habrían ido a parar los casquillos. Nos
    besamos allí mismo. No dije nada, pero me sentí como si aquella mujer fuese
    a contagiarme un pecado, una extorsión o las señas del perista. Entonces
    ella me dijo: «Apestamos a tabaco, cielo. Pero a los tipos como nosotros el
    tiempo nos enseña que lo que verdaderamente dura de un beso no es el
    dentífrico sino el mal sabor de boca. Saber estas cosas nos ahorrará
    desengaños». Y tenía razón. Ambos sabíamos que lo sólido de muchas frases no
    es su sintaxis, ni su ocurrencia, sino su halitosis. En las postrimerías de
    su voz, Lorraine cantaba como si la hubiesen amordazado con un sonajero.
    Hizo un intento de ponerle remedio en el hospital. Desistió. El otorrino le
    dijo que en una voz tan estropeada, gastarse un dólar era como guardar el
    dinero en una hoguera. De regreso en el Savoy aquella madrugada, me dijo
    Lorraine: «Renuncio a la claridad de mi voz. A fin de cuentas, lo mío es
    cantar, no leer noticias». Y el público siguió aplaudiendo a rabiar la
    malversada voz de aquella mujer en cuya garganta había espacios sin sonido.
    Por sobrecogedor que parezca, Lorraine le debe al tabaco haber alcanzado el
    sincero refinamiento de una voz que lo que se merece no es una crítica sino
    un diagnóstico».

  2. #22
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    Depresión (y III), José Luis Alvite


    Dice Chester Newman que de las depresiones hay
    que salir sin volverle la espalda a las cosas, «como hacía Billie Ongaro, que
    superaba sus enfermedades secando al fuego el sudor de la fiebre». Y lo cierto
    es que conocí a pocos tipos tan sufridos como Ongaro que incluso era alérgico
    a sus propias narices. Al rostro de Billie le faltaban la mitad de las
    facciones. Por lo visto se habían quedado estampadas en la mano del detective
    Fuller la tarde que le interrogó a fondo en comisaría por un asesinato que no
    había cometido. De regreso aquella misma noche en el Sayoy, Billie se sinceró
    con el jefe: «Me sentí muy deprimido cuando me miré al espejo y comprobé los
    desperfectos. Me pareció que incluso tenía en carne viva el cuello, de la
    camisa. Fue terrible, Ernie, muchacho, pero me rehíce al poco rato. Pensé que
    con la mitad de las facciones al menos perdería menos tiempo en mirarme al
    espejo». Desde entonces, mirar a Billie Ongaro es como recordar un texto con
    erratas. Recuerdo que en una ilustración para la columna de Chester Newman en
    el «Clarion» el dibujante tuvo el acierto de su vida redondeando su trabajo
    con una goma de borrar. Muchos recuerdan a Billie como «ese tipo que sonríe en
    zig-zag». En sus momentos más sombríos, no le sube la sangre más arriba del
    cuello, y es como si llevase a hombros la lívida cabeza de un muerto. Los días
    de crudo invierno, Billie Ongaro se da color a la cara apretando el nudo de la
    corbata.

    Saldré adelante aunque sea empujando los pies con las manos, director.
    Otros lo tuvieron peor en el Savoy. Al pobre Sony «Sweet» Sullivan con los
    golpes en el ring se le hinchaba incluso la saliva. Al final de su carrera le
    renovamos los papeles para un viaje al extranjero y estaba tan destrozado que
    la foto del pasaporte recuerdo que se la hicieron acostado. Fue muy duro lo
    suyo. Pero el pobre Sony sólo lamenta haber perdido tanta vista, que necesita
    gafas para ver sus propias lágrimas.

  3. #23
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    Como una manada de lodo y hurones, José Luis Alvite


    Ahora ya es demasiado tarde y siento en mi corazón, como una ronda
    hospiciana, como una reata de tierra, las pisadas de un celador sin ojos. Me
    dijo anoche mi querida M.P. que a un tipo como yo no es fácil quererle porque se
    cierra con la hosca tenacidad con la que se sella un sepulcro. Algo parecido le
    escuché hace años a una fulana: "Lo mío a tu lado, cielo, fue como haber tentado
    la felicidad abrazando a un cactus". A veces pienso que a mi cuerpo le queda en
    el escombro la luz justa para que la muerte encuentre a tiempo la salida. Me he
    negado tanto a los demás, maldita sea, que el forense sólo encontrará mis
    huellas dactilares en los forros de los bolsillos. Esta mañana desperté con la
    sensación de haber enjuagado la boca con arena. Hace poco soñé que me estallaban
    los pulmones y que por entre el vaho de la deflagración remontaban el vuelo dos
    palomas rojas con las alas bañadas en goma arábiga. La presbicia empalaga mis
    ojos, nena, y mis pies tienen la vista cansada. La vida dio de sí menos de lo
    que esperaba. Ya no me conmueve el Dios plisado de las catedrales y no sé de un
    solo bar en el que me sirvan la leche leche fucsia con la que soñé de niño.
    La bajamar de Cambados es una mancha de morfina en una esquela. Creo que ya no
    se me cumplirá el deseo de irme a cama con una mujer que se lave las ingles con
    el agua de las verduras. En el puerperio de mi rostro cansado se drena un
    cadáver sin papeles. Tengo el desalentador aspecto bactericida de alguien que
    viniese de arreglar la cabeza en el peluquero del Holocausto. A veces de
    madrugada tomo notas en "Corzo" y luego me parece haber hecho un enorme
    esfuerzo, como si para aquel pequeño apunte hubiese mojado la pluma en un
    tintero con lepra. Creo que me produce bostezos cerrar la boca. El día menos
    pensado encontraré en el jarabe de la orina la piel del paladar. A tía Pepita un
    cáncer de colon le perforó el útero y no dije nada por no ofender y para no
    escandalizar, pero te juro, muchacho, que se me pasó por la cabeza que la
    flemática petanca de aquel muñón oncológico fueron sus únicas relaciones
    sexuales. ¡Dios Santo!, en su agonía, a tía Pepita le olía la boca como un
    escape de grisú. Antes de sucumbir a la muerte, la pobre hizo de vientre una
    manada de lodo y hurones. Y recordé mi infancia en Cambados, cuando tía Pepita
    era un mausoleo de cretona en el tebeo de aquel paisaje en el que guiñaban sus
    remos las traineras y hacia Barrantes cabían las peras en la uvas y los
    albañiles deletreaban la taranta del tiempo con la relojería lenta de sus
    badales. Luego pasó a mis espaldas la vida, muchacho, y ahora tengo la sensación
    de haberme malogrado adivinando la marroquinería de las estrellas reflejadas en
    la mirada cicatrizada de un muerto.

  4. #24
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    Cuando caían a domingo los lunes, José Luis Alvite.


    Seguramente era amor aquella sensación de que tus labios no daban abasto en
    los suyos y el placer inefable de compartir como un manjar la sangre del cepillo
    de dientes. Os parecía muy lejos el tiempo de la decepción. Todo aparentaba
    fresco y la mitad de las cosas buenas estaban aún por venir. Un tipo me dijo que
    estaba tan enamorado que, para no perder un instante de vista a su chica,
    aprendió a estornudar con los ojos abiertos. "Cuando eres feliz, muchacho,
    incluso caen a domingo los lunes", le escuché en una ocasión. Todo era tan
    agradable entonces, cuando nos amábamos, encanto, que incluso los muertos
    parecían pensativas criaturas propensas a vivir. El amor era algo inesperado y
    sorprendente, tranquilizador y misterioso, como encontrar un rastro de rocío
    cavando el pecho de un cadáver quemado. Estabais lejos de pensar que llegaría el
    día terrible en el que con el silencio os engordaría la lengua. Os corría prisa
    la calma del amor, muchacho, y vivíais todo de la manera tan apurada como
    vivirían dos personas que se hubiesen enamorado entre las llamas en una escalera
    de incendios. "¿Sabes, nena, que a mi mano con las caricias se le contagió la
    letra de la tuya?". Un día le juraste llevarla a disfrutar la literaria tristeza
    de Venecia, "esa ciudad en la que los jardineros podan juntas la bruma y las
    palomas". Se lo dije de madrugada a Marta en "Corzo": "Me gustan esas baladas
    que te enfrían los pies al bailar". Ella no dijo nada. Le hizo sitio a su cara
    en mi mejilla y dejé que se maltease en su melena la trigueña luz de las
    tulipas. No ocurrió nada que nos levantase los pies del suelo, pero recordé lo
    que años atrás me había dicho una mujer: "No sabría decirte lo que siento, pero
    creo que me invade esa extraña sensación de narcótica belleza y de peligro que
    imaginas que te invadiría si sorbieses por la cuchara del consomé el escabroso
    vino de los obreros". Fue hace años, ya te digo, una madrugada en "Corzo",
    olvidando la vida al tacto entre la tullería del baile. No creo que aquello
    fuese exactamente amor. No lo recuerdo así al menos. Creo que fue algo a la vez
    feliz y desagradable, como ir de viaje al paraíso a rebufo del coche fúnebre. Ya
    se sabe cómo son las cosas durante la jodida madrugada. Supones que se trata de
    amor y en realidad sólo habéis alcanzado ese instante de falsa y lacónica
    felicidad que sobreviene por regar con ginebra las flores.



    No sabría decir cual fue la última vez que creí sentir la confusa sensación
    del amor. A veces bailo una de esas baladas con las que enfriar los pies, pero
    ya no siento lo que sentía. El caso es que se te va echando la muerte encima y
    ya casi ni recuerdas los días lejanos, cuando todavía estaban en obras el aire
    de las palomas y el cuerpo de las niñas...

  5. #25
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    Una noche en la cama de Mark Spitz, José Luis Alvite


    Estábamos algo pasados de copas pero controlábamos el cuerpo y las emociones.
    Me llevó a su casa. Vivía en un apartamento pequeño en el que había que cerrar
    el armario para abrir la nevera. Me ofreció su cama y se ausentó al baño.
    Durante largos minutos escuché el agua de la ducha. Para hacer tiempo, encendí
    el televisor. En la primera cadena salían mezcladas "La 2" y la conversación de
    tres radioaficionados. Conservé puestos la camisa y los calcetines. Y las gafas.
    Prendí un cigarrillo. Seguía cayendo el agua de la ducha al otro lado del
    tabique. Pensé que Mark Spitz había arrasado en la piscina de Munich con la
    mitad del agua. Siempre doy con mujeres que se lavan mucho.Yo creo que no se
    trata de higiene, sino de mala conciencia. No hace falta leer a Freud para
    intuir estas cosas. Es una manía de los intelectuales, que tienen que leer las
    cosas antes de hacerlas. Personalmente detesto que las mujeres se pasen tanto
    rato en la ducha. La mala conciencia y el olor corporal son cosas que no
    conviene suprimir. El jabón de tocador elimina las defensas y merma el
    remordimiento. Además, el exceso de limpieza empobrece la vida sexual. No me
    tiene aliciente que el pubis femenino resulte tan pulcro como un caniche con
    ropa. El pubis habría que lavarlo con "avecrén".



    Pasados diez minutos, cesó la ducha. Se abrió la puerta del dormitorio.
    Apagué el quinto cigarrillo escupiendo en el cenicero. Apareció ella. Goteaba.
    Se metió en cama con la prisa de quien se encuentra una "zodiac" durante un
    naufragio. Se abrazó a mí cuerpo. Le pasé la mano por el pelo. Pesaba como la
    maroma de la campana del "Titanic". Dudé si realmente me esperaba una loca noche
    de carne y sudor pero no me cabía duda de que me exponía a un catarro. Con tanta
    agua, en la cama de aquella mujer no habría desentonado un remo. "Me gusta mucho
    la higiene, ¿sabes? Todas las noches me enjabono tres veces y me aclaro luego el
    cuerpo con un interminable chorro de agua". Pensé que con su derroche en el
    baño, podría no dar con el hombre adecuado, pero en el peor de los casos, se
    colocaría sin problemas como hipopótamo en cualquier circo. Después me preguntó
    qué pensaba de ella. Fui inevitablemente sincero: "Con tanta agua encima, nena,
    creo que eres una mujer incombustible". Luego me pregunté si no sería una
    perversión tener sexo con una robaliza.



    No hubo nada. Se mantuvo todo el rato con las piernas cruzadas, aparentando
    recelo. "No te conozco apenas. No sé que pensarás de mí..." Fue tan excitante
    como echarle torrijas a los patos del estanque. Mantuve la camisa y los
    calcetines pero creo que habría sido mas sensato llevarme el coche a la cama.

  6. #26
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    Cuando el talento lo pone el espectador, Jóse Luis Alvite.



    Del mismo modo que no existe la muerte sin cadáver, tampoco existe el arte
    sin el espectador. La mujer mas hermosa queda reducida a un simple puñado de
    bultos si se pasea en un auditorio de invidentes. Prueba a cerrar los ojos
    mientras teclean en el televisor los pies de Fred Astaire y tendrás la sensación
    de que hay alguien crucificando a un ciempiés en una plancha de nácar. El
    chispazo surge cuando te ocurre como a Letizia Ortiz, que no fue consciente de
    su papel histórico hasta que se encontró una corona entre la loza del desayuno.
    El arte, como la radio, siempre necesita un receptor. Otra cosa es que la
    pulsión artística no consiga conectar con su potencial espectador, en cuyo caso
    lo que se produce es la frustración, la soledad y el desarraigo, que era lo que
    angustiaba a Van Gogh, un tipo cuyos espectadores todavía no habían nacido
    cuando se disparó de muerte en el pecho. Muchos artistas de ahora acomodaron su
    labor creadora a la eficacia del marketing, con lo cual se limitan a satisfacer
    la demanda de los espectadores en lugar de tentar su hallazgo o su heroica
    captura. Eso explica que muchos escultores hayan renunciado al azar en beneficio
    de la eficacia y se limiten a diseñar sillas y vajillas para las listas de
    bodas. Aumenta día a día la nómina de pintores que trabajan sobre los planos de
    las inmobiliarias para que sus cuadros maten el espacio muerto entre el
    fregadero y la nevera. Hay marquesas que le ofrecen sus favores al pintor de
    cámara a cambio de que en el retrato les suprima el bocio y esas manchitas en la
    piel por cuya cartografía se cierne el redoble acolchado de los corceles tirando
    con calmosa tenacidad de la carroza fúnebre.



    Puede ocurrir que el artista fracase históricamente porque no encontró quien
    reconociese su portentoso talento desplegado fuera de época o en circunstancias
    adversas. Pero puede ocurrir también que el artista triunfe gracias al talento
    del espectador para sobrevalorar su obra, que es lo que ocurre con muchos de
    esos pintores cuyos cuadros sin duda mejoran con el embalaje. Hace años que
    rehuyo los fastos de las galerías de arte, pero sé de artistas que ganarían
    mucho si inaugurasen sus exposiciones coincidiendo con su clausura. Pero ocurre
    también con muchos poetas, que una vez concebida su obra mediocre, todavía la
    empobrecen al recitarla con ese pretenciosa mezcla de asfixia y declamación que
    no sabes si se merece un aplauso o un balón de oxígeno. Corren tiempos muy
    generosos para calificar el talento. Pero algún día nos daremos cuenta de que
    nos tomaron el pelo. Y de que en algunas galerías de arte el único aliciente es
    la chavala de la limpieza. Y comprenderemos que en muchos incendios sólo vale la
    pena salvar las llamas.
    Última edición por Quintiliano; 10-jul.-2010 a las 12:35

  7. #27
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    Balada de los pies con las manos pequeñas, José Luis Alvite


    Lo sé. Me lo advirtió mi viejo amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha
    la noche: "Cuidado con perder de vista la realidad, amigo, porque si vuelas alto
    demasiado tiempo, puede ocurrir que cuando quieras poner los pies, no encuentres
    el suelo". Seguramente a su advertencia se debe que todavía muchas noches duerma
    con un pie en la alfombra. Mi amigo era un tipo duro del que se decía que le
    habían graduado la vista con una escopeta de caza. En el 70 se lió con una
    bailarina de cabaré que se movía como polen en ala delta pero apenas ganaba
    dinero. Mi amigo se lo dijo cuando rompieron: "¿Sabes, nena?, tus pies son
    abanicos de seda pero no saben contar el dinero. No llegaste lejos, cielo,
    porque tus pies tienen las manos muy pequeñas". La pobre acabó sus días
    sorbiendo fulanos en un club de medio pelo en el que a las chavalas sólo les
    exigían que la cintura les tapase los ojos. No sé quien me dijo que cuando
    murió, su vientre era un caldero de escayola. Tenía apenas treinta y cinco años
    y ni siquiera había conseguido caer todo lo alto que soñaba. Falleció en un
    hospital asistida por dos enfermeras y un carpintero que se sentó en sus piernas
    para que con el estertor de los dolores no muriese encartada. Aquella mañana de
    invierno, el viento de la calle parecía capaz de devolver a los árboles las
    hojas del suelo. Mi viejo amigo se mantuvo toda la agonía a su lado y luego me
    reconoció que al producirse el óbito, estaba tan hecho a la jodida y contundente
    realidad de las cosas, maldita sea, que sólo consiguió llorar al tercer intento.
    "Quería expresar cómo me sentía y manifestarlo al menos con una mirada de
    compasión o de nostalgia, ¿sabes, muchacho?, pero no pude porque se me habían
    quedado sin saliva los ojos". Era un tipo duro y curado de espanto, es cierto,
    pero sintió aquella muerte en lo mas profundo de su corazón de cecina. Lo sé
    porque escuché en su respiración cansada ese tenaz murmullo inconfundible que
    tantas veces me recuerda el mordisqueo de la carcoma dando cuenta de la impávida
    entereza de un santo de madera. "Mirando su cadáver, muchacho, me invadió ese
    terrible dolor indescriptible que es como si te abriesen un paraguas en la
    uretra. No fuimos la pareja del año, claro que no lo fuimos, amigo mío, pero su
    compañia todos aquellos años fue el único sitio por el que nunca me entró el
    frío". Hay que poner los pies en el suelo antes de que el suelo levante el
    vuelo. Me lo advirtió mi amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha la
    noche. Yo me había cebado en el pubis zurdo de una fulana que deletreaba en
    sueños la Salve con la vagina. Y él me dijo: "Un día te preguntarás cómo pudo
    ser que un hombre con tanto mundo se perdieses en un sitio tan pequeño"...

  8. #28
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    Una carta, José Luis Alvite


    Una mujer que conocí en el Savoy me escribió
    esta carta. Querido Al: Creo que me equivoqué contigo. Rompí porque quería
    seguridad y ahora comparto la vida con un tipo que fríe los huevos en
    penicilina. Me siento como si me hubiese puesto un salvavidas para sudar
    segura. Horace lo tiene todo previsto. Cuando salimos de viaje, conocemos de
    antemano los pinchazos. –¿Por qué nos ocurren estas cosas, Al, cariño? ¿Por
    qué dejamos de lado lo joven, lo impredecible, para meternos para siempre en
    cama con un tipo cuyo pijama es un mueble? ¿Sabes, cielo? Horace le llama
    sexo a leer a oscuras «Panorama desde el puente». En los diez útimos años
    sólo prendió una vez las luces de la lámpara de la alcoba. ¡Qué cosas hacen
    los ricos, Al! El muy hijo de perra encendió la lámpara sólo para contar las
    bombillas.

    Claro que también es cierto que he perdido mucho de mi viejo encanto. De
    la fulana que fui sólo quedan la acidez y los sueños, cariño. Haría bien
    Horace si me echase en cara que con la ropa que llevo a cama, a mi lado
    Santa Claus es un nudista...

    ¡Cuanto te echo de menos! Recuerdo los buenos tiempos, cuando comprendí
    que había conocido a unos de esos hombres con el que bailar en zig-zag. Cada
    mañana echabas a cara o cruz tu peinado, Al, cariño; y salías a la calle con
    los pies en las palmas de las manos.

    De madrugada tu coche desabrochaba para mí las calles. Decían que no
    tenías alma, pero yo sé que por las noches recordabas tu infancia y
    guardabas el revólver en la bolsa del pan. Llevabas mala vida, chico, pero
    te sonreía la suerte.

    Incluso en las situaciones más adversas, eras capaz de ganarle una
    apuesta a cualquiera jugándote la vida a cara o cruz... ¡con una canica!
    ¡Tiempos, Al! Tus besos eran comida... y Horace, en cambio... Horace es uno
    de esos hombres que te besan de usted.

  9. #29
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    Carmín con hielo, José Luis Alvite


    Cuando llegué al Savoy, comer con la
    boca llena era mi idea del mal. Fue la noche que me presentaron a
    Ernie Loquasto. Nunca lo olvidaré. Me dijo el jefe: «Muchacho,
    vienes a un mundo duro en el que Dios fracasaría como telonero del
    ilusionista. En el Savoy sólo usamos la leche para limpiar la
    sangre. Los muchachos podrían sobrevivir masticando sus propias
    dentaduras. Al final de la jornada, el contable cuenta la
    recaudación y las bajas. Hay tipos que vienen al Savoy únicamente
    para recoger su cadáver y volver a casa. Ese tiroteo que escuchas en
    la calle son los matones pasando a máquina el cadáver de algún
    desdichado. Pero si cierras los ojos y miras dentro de ti, podrás
    ver las estrellas reflejadas en el lavabo del retrete». Y añadió:
    «Conocerás aquí a mujeres hermosas y tentadoras. Pero no te hagas
    ilusiones, Al. Eso que en su rostro parece una mezcla de ternura y
    flaqueza, a menudo no es amor, muchacho, sino un quiste en un
    ovario».

    Recuerdo que cené en la mesa del jefe con el columnista Chester
    Newman, un tipo escéptico y quemado que para su tercera boda había
    redactado las invitaciones en el catálogo de una funeraria. Fue él
    quien me describió mi futuro en el Savoy: «Mañana serás diez años
    mayor. Con el tiempo comprenderás que el cementerio es tu sitio en
    la vida. Conocerás a Lorraine Webster. Te ilusionarás con ella y
    verás Nairobi en el sudor de su espalda. Seréis felices algún
    tiempo. Luego ella se despedirá de ti con una nota en el hielo del
    martini. Y lo superarás. En el Savoy aprenderás que llega un momento
    en el que a tu chica, del amor sólo le interesa el precio de las
    flores». Fue hace muchos años. Yo era apenas un muchacho cuya letra
    imitaba aún los cordones de sus zapatos. Ernie Loquasto me dijo que
    en el Savoy había tipos que habían hecho dinero en la guerra de
    Corea robando el plomo en el pecho de los fusilados. Al final de
    aquella madrugada, me dijo Chester: «Muchacho, sobrevivirás en el
    Savoy si aceptas que en el mejor de los casos, la limpieza es una
    mancha de agua». Luego salí a la calle, bajo la lluvia. Y me crucé
    con una fulana cuyas piernas aquella noche no cerraban temprano...
    Recuerdo que sus manos eran besos con lengua. Y que aquella noche,
    en la estenotipia de mi corazón por primera vez bebieron juntos el
    cerdo y las palomas...

  10. #30
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    Gafas de leer. José Luis Alvite.


    Aunque alguien no lo crea, también esto me lo dijo de madrugada una fulana en un garito: “Te tengo cariño y me jode que pagues por acostarte conmigo. ¿Sabes?, las normas de la casa me impiden hacer excepciones y a todo el mundo le cobro religiosamente. Pero te digo que me sentiré mejor si al acabar en la alcoba pagas mi servicio dándome el dinero con la mano de escribir”. Pasada media hora bajé en su compañía las escaleras que nos devolvían a la barra del club, saqué un billete de cinco mil pesetas y escribí algo en su revés antes de meterlo doblado en su bolso: “Te entrego este dinero con mi mano de escribir y con la esperanza de que lo gastes con tu mano de leer”.

    Volví al año siguiente por el mismo local pero aquella chica ya no trabaja allí y nadie supo informarme de su paradero. Tomé unas cuantas copas sin compañía mientras pensaba en mis cosas. Recordé lo del billete de cinco mil pesetas y me pregunté que diablos habría hecho ella con aquel dinero. Entonces se me acercó el barman y me entregó un sobre cerrado. Dentro había un billete de cinco mil pesetas acomodado en cuatro dobleces. En el reverso, mi letra de aquella noche un año antes. En la otra cara, la mala letra de una confesión que a mi me pareció sincera: “Acabas de dármelo y lo dejo en el club a tu nombre por si vuelves. No tengo derecho a cobrarte tanto por una frase agradable. La próxima vez que me veas por ahí, hazme llorar con otra frase y págame con un pañuelo doblado”.

    ¿Por qué me ocurren a mí estas cosas? Sinceramente, no lo sé. Supongo que alguien más tendrá una historia parecida a esta. A veces pienso que si me ocurren a mí estas cosas es porque siempre he mirado a las chicas del arroyo como si en la emoción de sus ojos, el llanto y el cansancio me recordasen la mirada decente y abstraída que tienen esas mujeres cuando al final de la jornada se enjuagan el pubis llevando puestas las gafas de leer.

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