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Tema: José Luis Alvite

  1. #11
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    Boca descalza (VII), José Luis Alvite


    Si uno se detiene en la contemplación de las arrugas acumuladas por la vida en el rostro de un hombre, por lo general lo primero que piensa es que los avatares de su existencia le añadieron a su expresión un manifiesto rictus de experiencia que se puede interpretar como la obvia y atractiva apariencia de la sabiduría. No ocurre lo mismo en el caso de las mujeres, en cuyo rostro las arrugas nos parece que no significan otra cosa que los horribles estropicios de la simple y odiosa vejez. Desde el privilegiado observatorio de su consulta profesional al otro lado del río, el doctor Ralph Bannister se considera científicamente autorizado para sostener la idea de que las arrugas faciales que en un hombre se interpretan como valioso caudal de experiencias, en una mujer se suelen considerar el indicio de una patología. Gracias al progreso cultural muchas mujeres consiguieron sobreponerse a los estragos emocionales causados por el envejecimiento, pero se trata probablemente de un éxito aparente restringido a ámbitos profesionales muy concretos. A los lectores de Kate Sinclair no les importan ni la edad ni el aspecto físico de la escritora, pero contemplado el fenómeno desde la óptica del espectáculo, la situación es hoy tan penosa como hace cincuenta años. Como le dijo un productor de Hollywood a la veterana Shannon Eastman, «mis ojos te encuentran encantadora, nena, pero en este negocio no es la mirada del productor, sino la taquilla del cine, la que toma en último término las decisiones». John Wayne triunfaba al borde de la vejez montando al tataranieto del caballo con el que había cabalgado en «La diligencia», pero de sus primeras coprotagonistas se tenía la sensación de que ni siquiera se conservaba sin arrugas el mármol de sus sepulcros. Dice Kate Sinclair que «por alguna extraña razón, de los labios de un hombre mayor se suele esperar un consejo, un aforismo o un proverbio, mientras que de la boca de una mujer de su edad lo que cabe esperar es un refrán, una queja o un reproche». La protagonista de una de sus primeras novelas de madurez resume el asunto con dolorosa crudeza: «No soy idiota. Tengo cincuenta años. Cada vez que llevo un hombre a casa, me conformo con que emplee al desnudar mi cuerpo la mitad del entusiasmo que pone al abrir la nevera».

  2. #12
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    Tu nombre tatuado, José Luis Alvite


    –Hace años que el Savoy es lo más parecido a un charco en mitad del parque, un lugar plácido y anodino en donde nunca pasa nada. Pero no siempre fue así. En mitad de los cincuenta, un par de familias trataron de hacerse con el control de todos los garitos de la ciudad y, ¿sabes qué?, el Savoy estaba en la maldita mitad del campo de batalla. Como si alguien hubiese extendido un mapa sobre la mesa y le hubiese trazado dos líneas divisorias al barrio y una enorme cruz al tejado del bar.–Al hizo una pausa mientras terminaba su cuarto gintonic y miraba de reojo a la puerta de las coristas, el sitio donde, según él, los ángeles bajaban a aquel infierno de tulipas verdes, humo viejo y demonios con audífono.

    –Mientras los policías de la ciudad ensayaban su pulso trazando líneas de tiza en el suelo que luego rellenarían de cadáveres, Ernie amontonaba sacos con arena sobre la barra. No había día que no se dejasen ver por el local unas cuantas balas perdidas. Algunas noches especialmente problemáticas, protegió los cristales de la puerta con el pescado de la cena. ¡Y alguno de aquellos peces murió defendiendo un trozo de vidrio!

    Una corista con aires de mamma ejecutó su número sobre el escenario. Fue algo rápido, violento, y no hizo falta forense que certificase que, efectivamente, estaba muerto. Al continuó dejando caer las palabras, a medio camino entre el cuello de su camisa y mi oído.

    –Aún así, los muchachos salían del Savoy en cuanto podían, no porque no fuese seguro, sino porque ante la elección de un balazo en el estómago y la cena del Chef Antoine, todos sabían que la bala se acompañaba de una salsa roja que hacía más agradable el trago. Tres meses después de comenzar, la guerra terminó con la firma del armisticio. Los capos aparecieron por el local de Ernie Loquasto y, entre abrazos, besos y sonrisas sellaron una paz que duró cinco años. Ernie, que sirvió personalmente el Chianti en la ceremonia, juró que se sintió como si en aquella famosa foto del marino besando a la enfermera en París, les hubiesen cambiado las caras a los protagonistas. Cuenta que estuvo dos meses sin besar a su señora en la boca, para que no notase el sabor que las lenguas italianas habían dejado en su paladar.

    Al final de aquellos días tumultuosos y broncos, la única baja que hubo que lamentar fue la del Chef Antoine, mientras probaba el plato especial de la cena de Acción de Gracias. Una bala perdida impactó en la olla y la agujereó. La salsa del plato se vertió sobre su pie y lo corroyó como el ácido. Tardó dos horas en morir, entre gritos y juramentos. El bueno de Chester Newman escribió al día siguiente en el Clarion, que ningún hombre debería ser capaz de repetir aquel mejunje, áspero como el cañón de una Magnum y letal como un calibre cincuenta con tu nombre tatuado.

  3. #13
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    Un caracol francés (II), José Luis Alvite


    Blusa blanca, sometida al cuerpo por un suéter azul marino muy ceñido, y pantalones vaqueros, tan ajustados que casi llevaba por fuera de ellos la circulación de la sangre y la piel de las piernas. Ojos pegadizos y vientre plano. Hombros bien formados, la espalda, recta, y el culo, como si acabase de sentarse Dios en él. Mediana estatura. Melena trigueña retirada a los lados en dos mechones que salían de las sienes y se recogían a lo alto con una discreta horquilla de carey en el cogote, caído en andas el resto del pelo sobre la espalda y los hombros, como una esclavina de heno recién segado. Una perla en cada oreja, y en los labios, el rictus agridulce de una sonrisa si acabar en la que a mi me pareció que incluso la felicidad habría caído superflua y a destiempo, como una buena noticia en la tumba más fresca del cementerio. En el penumbroso plasma del "Maycar", la lámpara giratoria del techo paseaba por su rostro las lentas amebas en las que la música descomponía el tiempo. Ella venía de fracasar en Marsella con un hombre y yo llevaba meses sin objetivos que cumplir, con la remota esperanza de que el viento hiciese cruzar la calle a las aceras. Me dijo que estaba dispuesta a un intercambio de confidencias con la condición de que diésemos por buena la conveniencia de mentir. "Si te contase mi vida al pie de la letra -explicó- sabrías que soy una chica corriente a la que le ocurrieron cosas ordinarias, incluida la ordinariez de un matrimonio en el que el acontecimiento más sobresaliente fue su fracaso". Los dedos de su mano derecha tanteaban el filo de mi copa. "Me siento a gusto aquí -prosiguió-. Siempre encontré agradable la sensación de estar lejos de alguna parte, sentada en un sitio como este, al lado de alguien que lo único que sabe de mi es un poco de saliva en su mano... Me apetecía conocer Santiago, pero no me importa perderme sus detalles por estar acompañada por un hombre que me ocupe el tiempo que necesitaría para conocerla... Siempre quise vivir un momento como este, ¿sabes?, quedarme un rato aquí mismo, en este club casi sin gente, sentada con un par de copas al lado de un desconocido que respira hondo y me mira todo el rato sin atreverse a probar mis mejillas con la palma de su mano, prudente, fumador y pensativo, mientras en nuestros cuerpos ocurre en vano la música que suena". En ese instante pensé atraer su cara hacia la mía pasándole una mano por la nuca y besarla con un beso largo y definitivo que nos cambiase de garganta la voz y el vocabulario. No me dio tiempo. Una mano suya rozó mi mejilla y me dejé llevar sin resistencia hacia sus labios, como recordaba haberme dejado llevar de niño la mano por la maestra que me enseñó a escribir hilando. Fue un beso rabioso y apretado que se me hizo largo, amniótico e irrespirable como si nos estuviésemos besando en el fondo del mar, pero resultó también uno de esos besos comestibles y excitantes que saben a sexo y a comida. Después ella apoyó su cabeza en mi hombro y yo me pasé los dedos por la boca para comprobar los desperfectos. No recuerdo muchos besos como aquel. Me había quedado tan entumecida la boca, que pensé que pasarían varias semanas antes de que pudiese silbar de nuevo "El puente sobre el río Kwai". Fue una noche por muchas razones inolvidables, pero sobre todo, lo fue por aquel beso hambriento, sincero y contundente, un impulsivo beso acaso sin mucho amor, pero de cualquier modo, uno de esos carnales besos que te dejan ardiente, feliz y cenado. Me levanté presa de la excitación y caminé algo encorvado hasta el baño. Entones me miré al espejo. ¿Y sabes qué, muchacho?, pues nada, que resulta que vista en el espejo del baño, mi boca tenía el aspecto aplastado de alguien que hubiese intentado hinchar las cuatro ruedas del coche con la trompeta de Chet Baker, los labios de Louis Armstrong y los pulmones de un ahogado. Recuerdo que un tipo me preguntó la hora mientras meábamos. Eran las doce, joder, sí que eran las doce, pero por culpa de no poder pasar la lengua por entre los dientes, le dije que era la una.
    Última edición por Quintiliano; 08-jun.-2010 a las 00:03

  4. #14
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    Dios sin hilos, José Luis Alvite


    No acabo de entender las quejas de muchos españoles contra le jerarquía de la Iglesia Católica, alegando que se sienten incómodos con las reglas canónicas y con las opiniones de los obispos. Los jerarcas de la Iglesia se rigen por normas de conducta que sólo atañen a los católicos practicantes, quedando el resto de los ciudadanos liberados del deber de obediencia. Objetarle a la Iglesia Católica sus normas tiene el mismo poco sentido que reprocharle las suyas a la Liga de Fútbol Profesional. Las religiones, como los deportes, tienen sus propias normas y sólo están obligados a cumplirlas sus adeptos. A mi me seduce la idea de practicar el golf, pero he decidido desistir porque no creo que haya un solo club en el que se me permita ejecutar los golpes con una raqueta de tenis o cavar el hoyo allí donde por puro azar se haya parado la bola. Con motivo de mi divorcio se me planteó la disyuntiva de renunciar a la ruptura o aceptar la excomunión. Según las normas de la Iglesia, ser católico era incompatible con ser divorciado, de modo que tuve que elegir entre mi confesionalidad y mi conveniencia. No dudé un solo instante. Sabía que el íntimo dolor de ser excomulgado no podía ser peor que el de renunciar a mis propios deseos. Jamás me arrepentí de mi decisión y no creo haberle hecho un solo reproche a la Iglesia Católica. Sus normas no encajaban con mis intereses, eso era todo. En cierto modo incluso me pareció cómodo ganarme la expulsión automática sin verme obligado a perder el tiempo en farragosas gestiones. Si bien se mira, algo hay de bueno en que dar baja el alma en una religión resulte infinitamente más fácil que dar de baja el teléfono en cualquier operadora. Puede ser que la jerarquía eclesiástica resulte un grave imponderable para quienes encuentran en su actitud serias dificultades que perturban su comunicación con Dios. Pero no es tan grave como parece. Ese imponderable se puede superar con el simple recurso de saltarse los intermediarios y contactar directamente con Dios. A lo mejor es que la tupida red clerical de la Iglesia Católica produce en los abonados del Vaticano una incomodidad que se puede subsanar estableciendo una comunicación directa con el Altísimo. Los católicos excomulgados saben mucho al respecto. Saben, por ejemplo, que la excomunión produce un sinsabor inquietante pero pasajero que se supera tan pronto uno comprende que sucede con la fe lo que en su momento ocurrió con la telefonía, que mejoró sus prestaciones tan pronto a los abonados se les suprimió la centralita. Bastante tenemos los ciudadanos con que nos vigile el Estado. En nombre del interés general y de la preservación del orden, estamos dispuestos a consentir que la Policía nos piche el teléfono. Encontramos sin duda menos razonable, y obviamente menos necesario, que la Iglesia utilice a los obispos para pincharnos el alma. Como quiera que la jerarquía eclesiástica tiene normas que algunos consideramos que perjudican nuestra libertad de conciencia, disponemos de la opción de darnos de baja, desistir de la fe o irnos con ella a otra parte, igual que cambian de compañía telefónica los abonados descontentos con el servicio. Mi decisión fue la de ignorar las normas de la Iglesia y adaptar mi vida a la flexibilidad de mi conciencia. No consideré en ningún momento la alternativa de apuntarme a otra religión. El budismo no se me daría bien porque no resisto meditar en cuclillas desde la última vez que cagué en el campo, y en cuanto al Islam, ¡amigo!, el Islam es una religión intransigente y demasiado abrigada en la que las mujeres se ven obligadas a vestirse con la funda del camello. He preferido conservar mi independencia moral y mi respeto por las creencias de los demás, incluso por las normas de la Iglesia Católica, tan intransigente con las flaquezas de los hombres a pesar de que Cristo instituyó la Eucaristía en el transcurso de un botellón gay. A veces entro en una iglesia sin otra pretensión que escuchar la sublime música del órgano, del mismo modo que entraría a un campo de golf por el capricho de ver como mece el viento los tréboles del hoyo quince. A veces me cruzo con un cura en la calle. Su presencia ya ni siquiera me produce recelo. Sólo pienso que en la moderna relación de los hombres con Dios, los curas resultan remotos y anacrónicos como la telefonía con hilos.

  5. #15
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    Verin (Orense).ESPAÑA
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    Predeterminado ¿Quien es realmente el autor?

    :001_tt2: Quintilianoor favor,¿son los textos que publicas de Jose Luis Alvite, el periodista de Santiago?. Yo tuve el gusto de conocer,hace muchisimos años, a su padre, y lo apreciaba de verdad.Saludos y perdona

  6. #16
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    Llama de cera (I), José Luis Alvite


    Diez de la noche. Un restaurante en la costa. Tres compases de mirlos tendidos como ropa negra en un alambre y una dorna azul sostenida con bastones amarillos en el agua varada de la bajamar. Mesa redonda con dos sillas enfrentadas y un mantel fucsia con el tacto pulposo de la ropa de un cardenal deshabitado. Sobre la mesa, una vela con la cera justa para una historia interesante en la que no hubiese que mirar el reloj. Música suave y mermada luz "al dente". Voces a lo lejos, fundidas con la suave calderilla de unas pulseras de mujer. Intuición de perfume en el aire y un delicado chaston de pisadas preguntándole por sus pies al suelo. Una mano en mi espalda, ligera, aromática y descalza como la pata de un pájaro de jabón. Recogió el brazo y se sentó frente a mi. Pelo suelto y ondulado, caído en melena, como un sargazo fresco, sobre los hombros levantados y desnudos, brillantes como si acabase de barnizarlos ex profeso el ebanista. Vestía una blusa negra sujetada con un broche detrás del cuello. "Soy el resto de la chica que conoces", dijo. "Estás tan cambiada que nada más verte estuve tentado de preguntarte por ti". Había cumplido la promesa que me hizo al apalabrar la cita: "Me presentaré elegante y discreta. Me maquillaré como dices tú que se maquilla una mujer cuando quiere que se le note el alma sin que se le sepa el precio". Palabra cumplida. No parecía la mujer con la que había intimado tantas noches entre el humo de aquel burdel a las afueras de la ciudad. Parecía como si lo más sucio de su vida hubiese sido vomitar la comunión con la boca cerrada. No había perdido un ápice de su carnalidad de tantas noches pero le había dado a su aspecto los retoques justos para encubrirla de modo que el resultado fuese el que pude ver aquella noche: una mujer peligrosa con el envoltorio de una virgen, inquietante y a la vez inofensiva, como un centinela dormido en una garita de seda. "Me he pasado tres horas en la espuma del baño. El taxi se llevó de vuelta a la ciudad el vaho del agua y las últimas pompas de jabón". "¿Sabes que te digo, amiga mía? Te digo que anoche eras la de siempre, la estancada mujer de diario, una sonrisa que parecía comida para perros, y ahora me alegro de que te hayas convertido en una cara que me resulta conocida... Muchas veces me dijiste que no había en tu rostro un solo dolor que no resultase aun más doloroso al contarlo, y ahora, ¡Dios Santo!, ahora me encuentro en este restaurante en la costa, sentado frente a una mujer a la que imagino a punto de decir que lo peor de su vida es que la están matando los zapatos... Esos ojos en los que no grita el rímel... esos ademanes en los que se posa como sin brazos el cansancio de la calma... Me siento ridículo a tu lado. No estaría a tu altura auque me pusiese ahora mismo de pie. La última vez que vi la espuma del baño fue una de esas películas de Doris Day en las que sólo practica sexo el tostador del pan". "Me favorece el resplandor que le falta a la luz", dijo para dejarme en buen lugar y para quitarse importancia. "Espero que te sientas a gusto cenando conmigo esta noche. Le he pedido al camarero que iluminase la mesa con una mezcla de timba y luz de cruce... y con esta vela en la que arde con el tiempo contado el sorbo sin sed de una literaria llama de cera".

  7. #17
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    El silabario esqueleto de la belleza (I), José Luis Alvite

    Jueves. Invierno. Una niebla como nata de pana. Sobre el asfalto de la avenida Romero Donallo, lluvia densa como seborrea. El tráfico, reiterativo y pegadizo como una mala canción. En lo alto de la avenida cachea la calle la luz torda de los autobuses. La saliva empaña apenas mi estómago. Pelotean cuesta abajo los pies de una mujer cansada. Se retira a sus casas bajo la lluvia la estrofa capicúa de una pandilla de niños. Cuatro curvas más allá de Compostela, en la güisquería de Manolo Rifón preparan las palanganas para baldear de madrugada el semen marrón de los obreros. Un borracho me preguntó la hora con la fundada esperanza de que le mintiese. Sólo parece preocuparle la remota posibilidad de llegar vivo al otro lado de la calle. Mismo parece que hubiese lavado la cara con aceite de freir. "El médico me prohibió beber entre comidas, muchacho, así que he decidido dejar de comer". Se perdió calle arriba amasando el escroto al cruzar las piernas. Ya te digo: era pana la niebla y caía sobre la avenida una tenaz lluvia repetida, el estrambote de la lluvia bisiesta del invierno en Compostela. ¡Dios Santo!, a las siete de la tarde era medianoche en la ciudad.

    En el garito de "La Tita" el tipo más suave parece capaz de hacer una ganzúa con el crucifijo de la primera comunión. Los días de jaleo, que no son pocos, la jefa se resiste a la tentación de servir las copas acostadas en la barra. Los robustos brazos de Óscar parecen primos suyos. Casi no le cabe la espalda en el cuerpo. Viniendo de alguien como Óscar, una patada en los huevos con el pie descalzo podrías considerarla ternura. "Te aconsejo que te busques un par de tabiques. Está a punto de llegar Lola y sabes que no eres santo de su devoción. Con tu último párrafo sobre ella, creo que se le atascó el retrete de casa". A las doce de la noche mis ojos le llevan doce horas de ventaja al sueño. Me encuentro con fuerzas para resistir cualquier borrasca que se me venga encima. Un día en ayunas me asegura la posibilidad de vomitar neón si me sacuden por sorpresa con un yunke en el vientre. Lola tiene fama de aguerrida pero no es gran cosa si la miras bien. Cada vez que prende un cigarrillo, la llama de la cerilla le saca un palmo a su rostro. Hace unos cuantos años era una joven sin duda hermosa pero con la mala vida, del viejo esplendor queda apenas en su esqueleto el silabario de la belleza. Fue carne de primera pero ahora, con los excesos de la droga, se la ve entradita en huesos. Reconozco que estuve locamente enamorado de ella. Pero eso fue en los buenos tiempos, cuando compartiamos barrio y en sus ojos no había empezado todavía a cuajar esa jodida mirada sin fe en la que mismo parece que la luz fuese retención de infancia...

  8. #18
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    Historias del Savoy: quince incómodos silencios, José Luis Alvite


    Casi todos mis conocidos piensan que el Savoy es uno de esos lugares donde es mejor no perderse, un tugurio lóbrego y gris donde la esperanza de vida de sus habitantes es tan sólo de tres martinis y un bourbon sin hielo. Quizá por eso siguen siendo sólo conocidos. Estoy de acuerdo con el viejo columnista del Clarion, Chester Newman, en que al local de Ernie Loquasto le hace falta cambiar de estilista y, sobre todo, de barman. Hoy en día es dificil encontrar a esa mezcla de camarero y confidente, en cuyas manos parece que Dios haya aprendido a destilar whisky de las piedras.

    El Savoy no fue siempre un sitio donde las bombillas no consiguen romper la maraña de humo y aire a medio respirar sino que, como otros locales hoy decadentes, tuvo un glorioso pasado. Eran los días del Charleston y alcohol de contrabando. Las parejas almibaraban la pista de baile con sus sucios contoneos y los ganster de guante blanco poblaban la barra con el gesto de quien cada noche buceaba entre las enaguas de las coristas. Cuentan las crónicas de un imberbe Chester Newman que el besugo subía nadando por las cañerías que daban al Hudson y que la policía hacía las redadas en uniforme de gala y formación de a cuatro. Eran buenos tiempos, muchacho, y nunca volverán. Al suele rememorar esa época con la misma mirada astigmática que cuando habla de Lorraine Webster y termina moviendo la cabeza para desterrar ecos de tiempos pasados.

    En el local de Ernie hace años que sólo paran esa clase de tipos que vuelve a casa desde el trabajo, arrastrando los pies como si llevase en ellos el suficiente cemento para convertirse en coral y adornar el lecho del rio. El último tipo que vimos así, estuvo pasando todas las noches durante tres semanas seguidas y dejó el taburete petrificado. Era un tipo áspero, seco y cuya frase más larga estuvo compuesta de dos síes, un no, un balazo a quemarropa y quince incómodos silencios.

  9. #19
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    El silabario esqueleto de la belleza (II), José Luis Alvite


    A la una de la madrugada entró Lola en el tugurio de "La Tita". Cuatro muchachos desafinaban en el futbolín la pedrea de una partida bajo el dosel del humo. Los muchachos ríen y pelotean con una mezcla de inocencia y malicia. Las alternativas del juego suenan en medio de las risas como si aquellos tipos estuviesen lapidando una pandereta. Lola trae un perro con su misma caída de ojos. Para no desafiar su mirada, la rastreo en el reflejo astigmático de la cristalería. Su rostro parece drenado por la mala vida pero todavía sigue hermosa. Triste, escurrida y milagrosa como un ciprés con cerezas. Ha perdido la exquisita redondez de la juventud y su torso tiene la misma espeluznante feminidad que si la espalda le perforase el pecho. Pero conserva como un vestigio el encanto de los viejos tiempos, cuando, a diferencia de ahora, el rostro de Lola no parecía una mancha en mis gafas. Apenas unos pocos años antes, una madrugada fui con ella a casa de "Calocho" y miré desde una silla cómo fornicaban sobre un catre en un festín lleno de nudismo, humedad y gimnasia, como una becerrada de gladiadores. Recuerdo a Lola rehaciendo su peinado mientras se miraba el rostro en el sudor de la espalda de aquel fulano que casi había aprendido a leer en los sumarios que se le seguían por un buen puñado de crímenes. ¡Joder!, el catre de "Calocho" redoblaba como un par de cabras triscando en la tez tirante de un tambor. Sentado con la gabardina puesta frente a semejante espectáculo, recuerdo que me salía por los tobillos el sudor del cuello. ¡Dios Santo!, conmemoro con frecuencia la escena. Recuerdo que al final de aquella becerrada la sonrisa complacida de Lola era pérfida y jugosa como una sandía atrapada en la ingle de una hiena meada. En cambio ahora Lola parecía una mujer acabada, joven pero terminal, una muchacha a punto de sucumbir en las primeras estribaciones de la madurez. Y sin embargo, aquella noche en "La Tita" todavía en su rostro se presentía la inminencia del pasado, la víspera de la juventud, la luz facial de cuando a las facciones de Lola le sentaba como un cólico la felicidad y sin el menor esfuerzo podías imaginarla remando en Venecia con el travesaño de una cruz y la culata de un rifle, aunque se veía cernirse sobre ella la cerrazón del futuro, los dias malos y escabrosos, las madrugadas como aquella noche en "La Tita", cuando Lola ya no era aquella muchacha alegre y confiada, mágica y expuesta, temeraria, claro, cuya adolescencia dominical fue a la postre tan infuructuosa como el porvenir de un pájaro que hubiese aprendido a volar en el bolsillo viciado de un preso. Lo cierto es que aquella noche, Lola entró en el garito de "La Tita" como si viniese a recoger su cadáver...Y el mío.

  10. #20
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    Mujer de agua (y II), José Luis Alvite


    Me sorprendió que me telefonease al periódico. | JOSÉ LUIS ALVITE

    JOSÉ LUIS ALVITE Me sorprendió que me telefonease al periódico. "Perdona que haga esto, pero necesito verte esta noche. Mañana me marcho de la ciudad y tengo un regalo para ti". Iba a preguntarle algo pero siguió hablando. "He reservado mesa para cenar contigo. Te estaré esperando a las nueve en la puerta del club. No tardes. Hace frío". "Es que hoy me viene mal, ¿sabes?". "¿Te viene mal asistir a nuestra despedida? ¿Serás capaz de dejarme plantada en una mesa para dos? Es mi última noche aquí. Si es problema de dinero, no te preocupes". "No se trata de eso. Simplemente es que no creo que lo nuestro siga siendo una buena idea". "Me siento ridícula rogando que vengas a recogerme. Puede que lo nuestro ya no sea un buena idea, pero lo de esta noche es distinto. ¿Sabes que te digo, pedazo de terco?, esta va a ser la última noche de nuestro pasado. Mañana ya no estaré aquí. ¿Por qué no esperas hasta mañana para arrepentirte de lo de hoy?". "No se trata de eso, sino de que tengo trabajo y no voy a poder acudir a la cita". "Fui contraproducente en tu vida, ¿es eso? No te puse una pistola al pecho, si eso es lo que me quieres decir. Anoche estábamos a gusto el uno con el otro". ¿"Por qué no te despediste anoche?". "¿Anoche, dices? Anoche tenía otros planes. Ya sabes como es esto: hoy aquí y mañana allí. A las nueve, en la puerta del club. No me falles, por favor..."
    No le fallé. A las nueve, en la puerta del club, puntual como un pie en su pisada. Vestía un largo abrigo que casi le tapaba los pies. La melena, suelta y ondulada sobre los hombros. El maquillaje, sutil, con esa pizca de rímel que a los ojos de las mujeres derrotadas por la vida les sienta como un asterisco a un sueño. La carretera, fácil como la lazada de un zapato. A las diez, en La Toja. Cena en el Gran Hotel. El maitre retira de sus hombros el abrigo y lo lleva al guardarropa suspendido en la hidra de su elástico ademán de maestro de esgrima. Queda al descubierto un hermoso vestido largo, de color fucsia, recogido detrás del cuello con un broche. Bajo la amarilla luz de las tulipas, el humo de nuestros cigarrillos mismo parece yoga azul. Estuve un rato mirándola. Me pareció que estaba irreconocible. No fue un cumplido lo que le dije: "¿Dios Santo!, ¿dónde te habías metido todo este tiempo?". "¿Me encuentras diferente?. Ropa y peluquería, unos pendientes bien elegidos, un par de zapatos estilizados y elásticos como cisnes de raso, y la mirada cómplice de un hombre amable, ese es el secreto, ¿sabes?". "Tendrías que haberme advertido de esto. Me habría vestido para la ocasión. Con mi aspecto, el camarero creerá que te he traído secuestrada". "¡Bobadas! Me gusta como eres. ¿Recuerdas?, una noche me dijiste que éramos planos distintos de la misma película". "Sí, pero es que viéndote ahora, tengo la sensación de haberme equivocado de reparto. Me siento como "El Lute" cenando en un bis a bis con Adurey Hepburn". "En el fondo sabes que soy la misma, la de anoche, la chica que solo suele llevar puesta la piel, y que la elegancia de ahora se trata solo de haberme puesto un vestido largo por encima de la odiosa ropa de faena". Sonaba "Nubes doradas" en la inminente lejanía del piano del "bar inglés". "Jobim, ¿recuerdas? La encargué por teléfono antes de salir del club. Prometiste que lo nuestro se merecería un final como este: una cena en un sitio elegante, un hombre arruinado, áspero y sincero, una mujer cuya elegancia ensombrezca el menú y una de esas melodías de Jobin en las que incluso la miseria parece dinero". "¿Eso dije?". "Es mi regalo para ti. En esto me gasté tu dinero. Es mi manera de devolvértelo. Me habría matado que no vinieses. Y tenía que ser esta noche porque mañana estaré lejos de aquí y sé que el recuerdo no me sentará tan bien como me sienta este vestido. Supongo que creíste que era una de tantas, una mujer voraz y desaprensiva, la chica mala y sin alma que iba a arruinar tu vida para siempre. No sigas pensando así. No esta noche, al menos. Si quieres dudar de mí, estás en tu derecho, pero prométeme que dudarás mañana. Porque mañana, ¿sabes?, mañana habrá pasado todo, tú seguirás donde solías y yo, ¡que quieres que te diga!, yo, al acabar la película y encenderse la luz del cine, volveré a aparentar la edad que tengo".
    Fue una noche inolvidable. La "mujer fatal" ablandó como espuma de seda entre mis brazos mientras bailábamos "Nubes doradas" en un palmo de luz al lado del piano del "bar inglés". Al salir del Gran Hotel se escuchaba la marea masticando en la garrapiñada de la bajamar. Desanduvimos luego el camino. La dejé de madrugada en la puertas del club, envuelta en su largo abrigo que casi la tapaba los pies. Cien metros mas adelante toqué el freno para verla de rojo por el retrovisor, reflejada como un relámpago de cine entre la rutinaria oscuridad de la noche. No es que fuese una chica muy alta, pero sí que recuerdo que en su interior soñé muchas noches de pie. Tampoco era una "mujer fatal". Porque una "mujer fatal" jamás me habría hecho la pregunta con la que me despidió en el coche: "¿Te importa esperar un rato a que me desahogue llorando en la intimidad de tu cara?". No volvió a ocurrir nada semejante en mi vida. A veces pienso que aquello fue solo un sueño. Y sé que no fue ensueño porque los sueños, muchacho, no suelen dejarte un puñado de billetes en la guantera del coche... (A Gina)

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