Para Jimena Muñiz Fernández y Mael Muñiz Vega.



El sol avanza triste buscando los colores del horizonte herido por la llama dorada de la tarde, que muere lentamente, que se pierde, que apaga su belleza, en lo lejano, que siente su crepúsculo en el aire, que rinde los alientos, la voz de los alientos del beso de la brisa que se extingue. Y escucha la tristeza que grita la cigarra que quiere que la luna, en las alturas, escuche su concierto, su voz, rumor continuo, que no cesa, que esconde su secreto mientras sigue, que gime como gimen los arbustos, si el viento, con su roce, los hace confesarse, llegada ya la brisa del ocaso.

Es un momento mágico que insiste en el silencio, que aguarda en el silencio la palabra que rompa con su brillo las densas soledades que despiertan los claros de los bosques, donde el cárabo llamaba en primavera unos amores, y, luego, en el otoño, tal vez amenazante, marcaba el territorio de su feudo. Sabed que suele el cárabo luchar por el dominio que ejerce sobre todos los lugares que son su cazadero, pues él es el señor de cada zona, y, al levantar sus gritos al crepúsculo, mantiene a los intrusos alejados del sitio donde caza, la zona donde tiene por presas a los pobres ratoncillos.

Es un momento mágico que sabe de los duendes que corren a la orilla del estanque, mirando los reflejos de las estrellas tristes y la luna, que sabe contemplarse, que imagina su rostro entre las aguas de las charcas, espejo de sus llantos, espejo de sus brillos, acaso de su luz amarillenta. Lo cierto es que los duendes se animan, cada noche, pues saben que los hombres nunca vienen al bosque cuando es tarde, y es siempre muy difícil que la vista los pueda sorprender, si se regalan a raros aquelarres ancestrales, en torno al hueco oscuro del árbol hechizado por magos de los tiempos de los celtas.

Las hadas misteriosas son hijas de los vientos, del agua, de los fuegos y la tierra, que tornan, cada noche, que nadan en las aguas del estanque, que habitan las orillas del arroyo, que cuidan de los claros escondidos donde los duendes bailan sus danzas encendidas, dejadas al olvido de las épocas. Los hombres han logrado matar esos espacios que habitan, siempre tímidos, los duendes, dejándolos sin casa, dejándolos sin techo, sin palacios, sin los lugares santos que poblaron en tiempos en que la naturaleza mostraba su grandeza, su fuerza y sus caprichos al hombre que talaba los hayedos.

Yo sueño cada noche con hadas y con duendes que bailan en los bosques con la brisa que gime en el solsticio que trajo ese verano pegajoso que pide, cuando aprietan los calores, las noches apagadas, el descanso de cada viento suave y el suspiro que deja descansar al que padece. Y, mientras otros duermen, tendido entre las sábanas, aspiro a imaginar elfos y brujas, igual que en esos cuentos que fueron relatados en los siglos pasados en los pueblos miserables, lugares de romántica ignorancia que pueden devolvernos la luz de los jardines perdidos al morir la infancia hermosa.

Yo sé que, si los duendes, las hadas de los bosques hubieran existido, existirían tal vez en el presente, tal vez en este tiempo que vivimos, acaso en los lugares apartados, donde jamás el hombre pueda verlos, pues huyen de la gente, pues huyen del bullicio que arranca sus hogares de la tierra. No quedan champiñones que pueblen los otoños, ni crecen las temibles amanitas muscarias con sus tonos, sus rojos y sus blancos vivarachos, que advierten el peligro del veneno, ni quedan ya lepiotas que cobijen al gnomo del lugar, al viejo cuya barba lo muestra como espíritu prudente.

La magia de los bosques, su raro bucolismo, la niebla de los tiempos del recuerdo, nos hacen que soñemos, y es fácil que ese sueño nos revele que amamos muchas veces lo que nunca podrá tener sentido a nuestra lógica, mas vive en nuestro pecho y en nuestras emociones, llenándonos del brillo de otro tiempo. Los niños siempre quieren palabras que les digan las cosas de los seres más extraños que habitan esos reinos perdidos entre raras fantasías, dejados entre el cuento y la leyenda, dormidos en edades que pasaron, que fueron a la nada, que no volverán nunca, pues nunca es el lugar del que proceden.

Y nunca, entre las sombras, se pierden estos seres que viven alumbrados por luciérnagas que encienden los senderos que suelen transitar, con risa irónica, los duendes, los enanos y los elfos que ven, por el camino, a los tritones, la bella salamandra, los sapos y las víboras que admiran otra luna en las alturas. Son seres de la noche, malévolos, mezquinos como esos hechiceros de los cuentos que quieren arrancar princesas de las manos de los reyes, llevándolas a grutas y cavernas tan lóbregas y tristes que parecen mazmorras de castillos perdidos en el tiempo, después de transcurrida la Edad Media.

Son seres cuyo origen parece siempre extraño, si dicen las abuelas a los nietos que fueron, hace siglos, abstractos, intangibles, sin materia, carentes de ese cuerpo en que se saben, después de tomar forma en este mundo, pudiendo generarse del agua y de la tierra, del aire y de las llamas, si es el caso. Parece que las brujas, si quieren convocarlos, lo logran con conjuros extrañísimos, mezclando en una pócima, los ojos de algún sapo de las charcas, las alas de un murciélago perdido y el polvo de los cuernos de unicornio que quedan, tras milenios, en este mundo triste que vio extinguirse al último, hace tanto.

Y, siempre sin retraso, la luz de la mañana presenta sus antorchas a lo lejos, en esos horizontes que duermen, tras la helada de la noche; que sueñan, tras la voz de la tormenta; que aguardan, que se agitan, tras momentos de densa oscuridad, de frágil sueño quebrado por espíritus sin forma. Y el alba, con sus luces, abriendo las cortinas, querrá encontrar, mirando con paciencia, buscando en cada tramo, las hadas y los duendes que, de pronto, se esconden de la luz y se guarecen en arboledas densas y sombrías, en zonas donde nunca podrá alcanzar sus ecos la voz de la mañana que despierta.

La “xana” es una virgen que vive en cada fuente y es víctima infeliz de algún hechizo que la hace prisionera, mas ella es quien custodia los tesoros que existen en las cuevas donde el cuélebre sumerge su conciencia en ese sueño que aguarda a que la noche construya sus palacios de sombras nocturnales y silencio. Los “trasgos” y los “diaños”, a veces los “sumicios”, habitan en las casas de los pueblos que esparcen por los valles las gentes campesinas de la zona, pues hay en las aldeas ese culto que reza que los duendes de las casas son siempre responsables de pérdidas, destrozos, y ruidos que se escuchan cada noche.

Y dicen que, a la noche, la “Güestia” es temerosa, pues es la procesión de los difuntos que corren los caminos de tierras asturianas y gallegas, buscando ese reposo que no tienen las almas desdichadas, sin descanso, que penan arrastrando sus faltas y pecados en noches negras, tristes y mezquinas. Y el “güercu” se aparece, si acaso es que un vecino fallece en otro pueblo y se lo anuncia tal vez a algún pariente, quizás un primo, a veces un hermano, los padres, los abuelos, que presencian su imagen, que, a la vera del camino, se deja ver tan solo, mas sin decir palabra, con esa seriedad inexpresiva.

El mar llena el acervo fantástico que muestran tan vivos los folclores que se dice que hay cíclopes en islas y matan a los pobres marineros que pierden la esperanza y que naufragan en ese mar azul, bello y hermoso que enciende muchas veces la furia de sus aguas y da la muerte al joven y al anciano. Las playas son rincones que habita el “espumeru”, que juega con la espuma de las olas, bañándose dichoso, dejándose llevar a las orillas que saben los secretos de los mares y cantan a las olas las leyendas de las sirenas vírgenes que, antaño, llevaban a los mozos al fondo de las aguas, ahogándolos allí con su dureza.

La noche de San Juan es noche misteriosa, momento de la magia de las brujas que dejan sus guaridas, que sienten los perfumes que en el aire dejó la primavera que se agota y anuncia ese solsticio que se vierte, que llena los paisajes, los bosques y los campos, igual que un beso dado por la brisa. Y saben a tristeza las horas otoñales que corren, superado ya el verano, no lejos del hogar, lugar donde la abuela cuenta siempre leyendas de otros tiempos, las historias de muertos que aparecen en la nada, de seres que, en el aire, dibujan raras formas, volviendo de la nada hacia los vivos.

Los muertos y los seres de viejas tradiciones parecen ser hostiles a menudo, jactándose al dañarnos, pues quieren hacer mal a los mortales, los hieren, los asustan, los hechizan con el poder oculto que les dieron los dioses que quisieron que hubiera en cada bosque criaturas tan extrañas y curiosas. Y pueden, en invierno, llegar los vendavales violentos, encendidos y dinámicos, si quiere Xuan Cabritu, que tal nombre le dieron al “Nuberu”, que corre las alturas y nos lanza los fuertes aguaceros y el granizo que cae sobre los campos, y arruina las cosechas, trabajo duro y triste del labriego.

También está la “Guaxa”, que, con su solo diente, le chupa a las criaturas, de su cuerpo, la sangre dulce y cálida, pues sabe alimentarse de los niños rollizos que descansan en la cuna, si duermen en silencio, por la noche, colándose en las casas por esos ventanales y las rendijas finas de las puertas. Y tienen su fiereza los agrios basiliscos que matan con sus ojos al que pasa, pues sus miradas hielan al infeliz que fije en sus pupilas las suyas, sin saber que estas criaturas son crueles, destructivas, peligrosas, terribles para el hombre, terribles para todos, si acaso han de salir a nuestro paso.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez