EL CACIQUE CAROYAPA
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por Alejandra Correas Vázquez

Un niño pequeño y solitario llamado Santiago corretea por las arcadas de la señorial Casa de Caroya (Jesús María prov. de Córdoa-Argentina). La sombra del Cacique Caroyapa se proyecta sobre las paredes y él cree jugar con ella, admira su lujoso atuendo de colores donde el rojo predomina, e intenta tomarlo de la mano. Reconoce que es el dueño verdadero del lugar, pero el antiguo cacique retrocede en fuga dejándolo solo. Numerosas voces lo acompañan, juveniles algunas, severas otras; y otras de lenguas incomprensibles para él, incluso diversas, americanas y europeas, que el niñito no sabe aún interpretar. Sus figuras fugitivas corretean por las paredes, asombrándolo y cautivándolo dentro de su niñez solitaria, rodeado siempre de personas mayores. Las paredes le hablan y transmítenle ideas, sugerencias, con sus voces dispersas ora alegres, ora trágicas. Esas almas vagantes e inexistentes, son su única compañía real.

La fascinación de aquellos antiguos claustros jesuíticos (ahora habitados por él y familia) dieron a Santiago una peculiar atmósfera para pasar su primera infancia. Caroya estaba llena de imágenes mágicas, quizás inexistentes, pero reales en su entorno. O en la fantasía de un niño aislado. Muchas veces creía ver a la imagen del Gran Cacique con toda su pompa nobiliaria, con su atuendo principesco. Caroyapa le interrogaba, inquieto y curioso, por su presencia en aquel lugar. Como ante un invasor a quien el Curaca no había previsto en sus predios ...Pero era un niño... El gran cacique, antiguo aliado de las huestes de Loyola y que ayudóles junto a su tribu, a levantar los elegantes edificios, estaba intrigado con estos nuevos habitantes.
El niño no le temía y gustaba hablar con él. Describía su atuendo insólito a sus familiares– los cuales resolvieron debido a ello, buscarle una compañía real (Luciano un hermano ilegítimo) Pero aún así, el pequeño estaba muy aficionado a sus fantasmas (quienes fueran su única compañía en el período de soledad) de este modo quiso presentárselos al hermanito recién venido, para compartirlos con él. Como ahora compartía a su mamá y a sus juguetes.

Luciano, aceptó el reto, los viera o no. Si estaba en juego la tranquilidad familiar era suficiente para darles bienvenida. Y Santiaguito quedó así encantado con el niño recién llegado... ¡El también los ve! gritaba Santiago

Eran muy importantes los fantasmas de Caroya para este pequeño solitario. El gran Cacique Caroyapa, que fuera alma máter de la construcción de Jesús María, habíase convertido en parte de él mismo. Las voces extrañas articulaban diversos idiomas, y Santiago seguía escuchándolas por la soledad de los corredores. Estaba acostumbrado a sus fantasmas y veíalos con un libro en la mano, con su vestimenta de Jesuita, leyendo al sol o apoyados en las arcadas. Por momento esas voces volvíanse trágicas... Dolorosas. Angustiantes. Oíanse gritos y ruidos de cadenas. Imperiosas algunas. Voces de mando que invadían la paz de la gran Estancia. Las lágrimas del Cacique Caroyapa rodaban entonces como lágrimas de sangre. Toda la extensión espléndida de Jesús María quedaba dominada por el terror.

Los habitantes puebleros de la zona, los gauchos que ahora trabajaban para su padre, hablaban con el niño de esas voces ...¡Porque los Jesuitas para ellos aún estaban allí!... continuaban residiendo en aquel lugar. Todo manteníase intacto, como antes, para aquellos puebleros “guasos” (como entonces se les llamaba) gente simple de a caballo, fieles y dignos gauchos de antaño, estoicos y viriles que nunca podían olvidarlos.

Sus opresores –los soldados del rey Carlos III– habían venido a encadenarlos y deportarlos. Pero la fidelidad gauchesca manteníase incólume al atropello, a las vilezas que vieron cometer y que estos gauchos nunca perdonarían.
Influyó mucho en la zona de Jesús María adonde San Martín vino a buscar caballos y soldados, vino y armas blancas para su empresa libertadora cruzando la Cordillera de los Andes,, la entereza criolla que no había podido perdonar aquel cruento suceso. Y que en lo interno de su corazón querían vengar a los Jesuitas expulsados, cincuenta años después. Hijos y nietos de aquellos gauchos que intentaron defenderlos (facón contra arcabuz, quedando la tierra de Caroya roja de sangre criolla) acompañaron al libertador San Martín para cruzar la Cordillera de los Andes. Y como buenos jinetes participaron de sus batallas. Eso sí, ahora armados con pólvora.

En todas las antiguas casas jesuíticas de Córdoba, se vieron y se escucharon fantasmas. Sea porque la población se negaba a desprenderse de ellos. Sea porque hubieran tenido un rápido final trágico (al salir prisioneros y encadenados con destino ignoto). Y aunque dos décadas después hubo informes sobre algunos de ellos desde Europa, de aquellos profesores que salieron de la Docta Córdoba –la ciudad donde crearon la universidad más austral del continente americano en 1622– esposados y atados entre sí cual rebaño, nunca faltaron las referencias mágicas.

O parapsicológicas. Era frecuente la insistencia sobre la aparición de los maestros Jesuitas como “ánimas en pena”, quienes retornaban de esa forma mistérica hacia Córdoba, la aislada ciudad que ellos amaron, hicieron crecer y cultivaron con paciencia. Una comunidad sudamericana que a su vez, tánto los habían amado.

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