Me pierdo imaginando mil castillos, de pronto me imagino haciendo versos, después trazo un dibujo en la cuartilla… Diréis que estoy perdido en mi locura, tal vez que tengo el ímpetu de artista, quizás solo delirios para el ego. Y yo, con los delirios en que vivo, dejado a la locura, si me place, me burlo de la gente que no es libre.
También hay que ser libre algunas veces, hacerse un poco a parte y, olvidándose de todos los deberes y tensiones, buscar en la poesía ese remedio que suele ser el bien que otorga gracias, como es este respiro necesario. Así, disfrutaré de unos minutos, dejando atrás trabajos y propósitos que no quiero acabar con tanto apuro.
Las siestas no me gustan y prefiero, después de la comida, la lectura, pues es recomendable entretenerse. Las siestas no me gustan, no me gusta tumbarme en un sofá, como en Castilla, dejando que las horas se me vayan. Y el caso es que son muchas mis lecturas, los libros, los escritos que amontono, después de algunos meses, en mi cuarto.
El ocio es buena cosa, y, esta tarde, mirando una revista, al hojearla, sin dar más atención que la precisa, de pronto, en una página preciosa, las crines despeinadas de un caballo me hicieron detenerme y contemplarlo, pues era un asturcón, bello entre tantos, oscuro pero lleno de bravura, sublime como el mundo en el que habita.
¿No dicen que es hermosa nuestra tierra, con mares y con montes, cuyas cumbres parecen alcanzar al cielo mismo? También los asturcones tienen algo que explican el carácter de los nuestros, que saben condensar nuestras esencias: nosotros somos algo que se mide quizás con esas raudas nubaradas que escapan donde el viento a su capricho.
Los cuélebres, les xanes y los trasgos, conscientes de que tiene su belleza, no olvidan venerarlo, cuando deben. Los mouros, los sumicios, los busgosos le ofrecen reverencia, como el pueblo, corriendo atrás milenios y milenios. Sabed que los astures no ignoraron su fuerza en los rituales y bebían la sangre del caballo en esas épocas.
Un símbolo de fuerza y de coraje, la fuerza de un caballo cuyas crines ondean libertad ante los vientos. ¿Sabéis que cuaja en él esa hermosura que tienen las montañas asturianas, agrestes y sublimes ante todo? La nieve y el granizo, con su mueca, con ese empuje duro del enero, no pueden derrotar tanta grandeza.
Y el ánimo asturiano es más valiente, más grande y más bravío en esa imagen que tienen, al correr, con gallardía: los viejos asturcones y los nuevos, la fuerza de su arrojo, junto al Pienzu, y el alma de los viejos pobladores. Los dólmenes, los castros y los montes también son un castillo inexpugnable, capaz de alzarse pleno y vigoroso.
Y pienso en esas crónicas que dicen leyendas de los viejos asturcones, que fueron en un tiempo cotizados. Las cuadras de Nerón tuvieron uno, y el cruel emperador, hombre orgulloso, solía presumir de su caballo. En Roma se pagaban grandes sumas por estas criaturas de la tierra, tan fuertes como el agua de la lluvia.
A veces, caminando por las lomas de tierras muy lejanas a esas tierras, admiro los cordales a lo lejos. Se suelen ver en tardes despejadas, se suelen ver en días soleados, no importa si es invierno o si es verano. Y subo por San Roque, y la capilla se va quedando atrás, cuando descubro las cumbres del Cornión y de los Picos.
El Sueve es un reducto de otro tiempo, de un tiempo ya perdido, y me imagino que ya no queda tiempo para el tiempo: soñamos con los tiempos de los celtas, soñamos con los tiempos imperiales, soñamos con Augusto y sus legiones… En muchas ocasiones, cuando hablamos, el duende misterioso -que lo sabe-, me suele replicar, con voz extraña:
-El viejo asturconario sigue vivo.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez