Despierto abruptamente a las 4:00 de la madrugada, aquejado por una cefalea intensa, las fuertes punzadas que siento en mi cerebro, son como si un perverso torturador, regocijado por su macabra labor, me estuviese insertando gigantescas agujas con punta roma, para provocar aún mayor dolor, lo que me hace percibir la sensación de que mi cabeza fuese a estallar en cualquier momento. Levanto las sábanas y frazadas lentamente y con cuidado con la finalidad de no perturbar el sueño de mi cónyuge.
- ¿Por qué te levantas tan temprano?, pregunta mi esposa.
- No tengo deseos de responderle.
Desciendo desde la cama matrimonial me dirijo a la cocina, busco, con mis manos temblando, en un mueble donde están los medicamentos. Los encuentro, extraigo tres tabletas, las cuales ingiero con bastante agua. Espero pacientemente que la jaqueca decline.
Camino hacia la ventana, corro la cortina, observo la calle, está obscura. En ese momento puedo advertir que mis manos son como las patas de un animal salvaje, casi redondas, con pezuñas, podrían ser las de un toro o, tal vez, las de un caballo. En otras oportunidades he palpado como si fuesen las de un ave de rapiña, grandes, cubiertas de bellos, cuatro dedos y garras en vez de uñas. Siento un estremecimiento al pensar que me estoy transformando en un animal, o, más que un animal, en una bestia, o tal vez, y esto es lo que más me angustia, ¿terminaré convertido en un segundo Leviatán capaz de lanzar ácido por su boca provocando quemaduras en sus víctimas, o en el terrible Minotauro encerrado en un laberinto, en una Hidra escondida en su guarida en el lago de Lerna en el Golfo de la Argólida o, tal vez, en un Basilisco que, con su potente veneno marchita las plantas? ¿Será, tal vez, una metamorfosis que, cuan Gregorio Samsa, se va transformando en un insecto gigante que lo lleva a encerrarse en su habitación, bajo llave, temiendo que descubran su espantosa transformación física? ¿O, sencillamente, es una falsa creación de mi mente originada por quizá qué cambios químicos producidos al azar por la naturaleza? Temblando, levanto mis manos lentamente, muy lentamente como si fuese una ceremonia religiosa en la cual se implora a Dios su infinita piedad, o, como si fuese un ritual de alguna lejana tribu pidiendo a sus dioses que los proteja de alguna peste maligna. Al tenerlas frente a mis ojos, todo mi cuerpo se serena, mis músculos se relajan, una gran alegría invade mi espíritu, pues me doy cuenta que mis manos son normales o aparentemente normales.
¿Cómo poder revertir este estado mental, estado que, en reiteradas ocasiones, me lleva a no poder distinguir la realidad de la ficción? ¿Me acompañará toda la vida?, o, definitivamente, ¿mi mente será superior a mi sentido común y terminaré, definitivamente, transformado en un monstruo? Ya son las 5:25 de la madrugada y la jaqueca no cede, todo lo contrario, se intensifica. Probablemente, producto de los medicamentes, o de la cefalea, comienzo a sentir náuseas que, en definitiva, me provocan vómitos. Tambaleándome, entro raudamente al baño. Al vomitar, veo y siento – entre náuseas, temblores y un sudor helado recorriéndome todo el cuerpo - que lo que ha salido de mi boca es solamente un líquido ácido con un sabor amargo (lo más probable es que sean los medicamentos), me enjugo el rostro varias veces, con una toalla lo que me permite despejar un poco mi mente y salgo, mis manos y piernas tiemblan tan fuerte que casi no las puedo controlar. Experimento un mareo como si hubiese sido producido por la resaca que se siente después de haber trasnochado, bebido y comido en exceso.
Mi esposa se levanta, advertida por mis quejidos de dolor, ¿necesitas ayuda? pregunta, no, todo está bien, respondo.
Pienso en mi juventud, en mi niñez, una niñez triste, con miedo, miedo que me acompaña hasta el día de hoy. Pero ¿miedo a qué? A todo; a la calle, a las personas, los perros, los ruidos. Ruidos de los automóviles, conversaciones de las personas que caminan por la calle y que yo las percibo como gritos que producen daño en mis oídos y me hacen temblar.
De niño tengo recuerdos tristes, siempre sentado a la puerta de mi hogar observando cómo otros niños juegan alegremente al fútbol en la plazuela que está frente a mi casa. En ciertos momentos sentía un deseo intenso de cruzar la calle e integrarme al grupo y jugar con ellos. Pero mi timidez, mi temor, mi miedo, mi angustia, me lo impedían. Y así transcurría mi vida (si a eso se le puede llamar vida).
Son las 8:15. Debo ir al supermercado a comprar algunos alimentos para el desayuno. Salgo de mi morada caminando con el rostro inclinado, mirando hacia abajo, como tratando de encontrar algún objeto extraviado. Percibo temor, pero más que nada, lo que más siento es vergüenza. Advierto que todos en la calle me observan, con aversión, quizá. Al pasar cerca de dos personas que vienen en sentido contrario escucho que algo comentan en voz baja, como para que yo no escuche lo que ellos hablan (probablemente se estén burlando de mi aspecto físico). Pareciera que han descubierto mi deformidad física, mi cuerpo anormal, asimétrico, mis manos con la forma de alguna bestia salvaje. Intento pasar inadvertido cuando me acerco a la pareja de personas. Al pasar cerca de ellos tiembla mi cuerpo entero, siento deseos de hundirme en el pavimento y desaparecer para siempre.
Entro al supermercado sin mirar a nadie, como tratando de pasar desapercibido. Recorro los diferentes pasillos que muestran sus mercaderías apiladas ordenadamente y procedo a realizar las compras. De vez en cuando observo con embozo el panorama, pero bajo inmediatamente la vista pues me doy cuenta que todos me observan. Tiemblo.
Ya, una vez obtenido todo lo que necesitaba, viene la tarea más difícil, pasar por caja y cancelar. Allí espero en una corta fila - había dos o tres personas que me antecedían -. A medida que me acerco a la caja comienzo a temblar, tirita todo mi cuerpo y en especial mis piernas y manos. Advierto en mi pecho un fuerte latido (aparentemente son los latidos de mi corazón). La palpitación que padezco es tan fuerte que me preocupa que la escuchen las personas que están en mí alrededor y no sólo las que están en mí alrededor sino también, todo el supermercado. Experimento la sensación de que todos están observándome, más me estremezco. La cajera pasa las mercaderías por su máquina registradora. Son tres mil quinientos pesos, me dice. Extraigo el dinero de mi bolsillo y al pasárselo mis manos se vuelven incontrolables producto del temblor. Lo único que deseo en ese momento es recibir mi vuelto, tomar mis cosas y largarme. Cuando comienzo a caminar hacia la salida del supermercado advierto que todos me observan; los funcionarios del supermercado como también los clientes. Incluso sin mirar hacia atrás tengo la sensación de que todos me escrutan con extrañeza y a la vez con conmiseración o, tal vez, con aversión.
Por fin ya fuera del supermercado me siento más recuperado, pero me viene un fuerte dolor de cabeza, al caminar por las extrañas calles – de regreso a mi hogar – observo perros, quienes se acercan amenazantes emitiendo ladridos y, a la vez, mostrando sus colmillos, de pronto me los imagino como lobos hambrientos que, por su instinto salvaje, pretenden devorarme, intento coger una piedra, pero éstos se acercan con más ira, afortunadamente personas que pasan cerca los espantan y logro deshacerme de ellos. Al llegar a mi casa, ingiero una tableta relajante, me recuesto en la cama y duermo.