Nada que ver con el poema aquel.



Desabotonas la blusa con la prisa del hartazgo y como si estuvieras sola en casa, fastidiada de llevar esa incómoda ropa todo el día, ni siquiera te molestas en acomodarla y ver donde cae.

Luego vienen esos instantes en los que te miras al espejo, aún enfundada en pantalones y sostén. Prestas atención a lo que consideras es grasa de sobra en las caderas. Giras el torso de un lado al otro. Decepcionada bajas la mirada para sacarte un zapato usando un pié para atorarlo y que este salga. Luego va el otro.

Para estas alturas te acomodas junto a la cama, ya casi lista para bajar el pantalón por esas piernas cortas, blancas como el mármol. En un tris lo bajas y casi de inmediato te sientas al borde de la cama.
Algunos besos y caricias después pedirás que te despojen del sostén y pantys. Para abrir la puerta al placer del extraño en turno. Con suerte su placer será el tuyo, así como lo fue nuestro.

Ahora te desnudas igual, y te vienes con otros, como si fuera solo un trámite burocrático.