Un Maestro del Siglo XIX
(Primera Parte B)

Por Alejandra Correas Vázquez


Pero él, obligado a residir en aquel entorno luego de dejar las aulas humanistas cordobesas, dábase sus propios gustos que iban a derivar en la fundación de una escuela zonal. Desde joven gustaba leerles y traducirles aquellos libros que hicieran la delicia de los cordobeses de antaño : Del griego al latín. Del latín al castellano.....Y por ende, del castellano al criollo. Para adaptar los temas a los gauchitos y changuitos —que fueran sus amiguitos de juegos antes de ser él un estudiante cordobés— y así hacerles comprender, que en el fondo la “bucólica” no es tan diferente de la “gauchesca”.

Sin duda allí nació su deseo de hacer en aquellas pampas, una escuela estatal, oficial, laica, gratuita.

La Docta Córdoba le dio los elementos de ensueño necesarios para enraizarse con la magia evocativa del tiempo. Toda esa alta literatura tan propia de los humanistas, transportábalo in mente, haciéndolo vivir en dos mundos (ya que el suyo real y verdadero era la rutinaria vida de estanciero). Y permitiéndole con ello penetrar en el climax erudito y pastoril de la Hélade, más que un cordobés citadino.

Pero también adquirió allí, en esa afamada casa de estudios creada por los Jesuitas de antaño la Universitas-Cordubensis-Tucumanae conocimientos técnicos profesionales, muy amplios, como hombre perteneciente a la Era del Progreso, cual él fuera.

De esa forma ingresó en las escuelas de ingeniería que iban abriéndose, como preludio a la gran Facultad de Ingeniería que más tarde programaríase en esta ciudad.

Aquello le permitió dedicarse a numerosas obras de construcción (escuela, iglesia, banco, casas) en lugares pampeanos donde todo esto era inédito. Incluso en la propia y progresista Córdoba finesecular, donde terminaba entonces el límite urbano (hoy calle Trejo al 800) en la actual Nueva Córdoba, cuyos terrenos adquirió y llenó de espléndidas casas. Claro es, tuvo numerosos hijos.

Sin duda, dada su personalidad, cuando inició estos estudios pensaría —de acuerdo con él mismo— en edificar un Partenón. O una Acrópolis. O un templo de Olimpia. Pero ello no iba a ser posible. La realidad habría de traerlo a la realidad misma. Pero soñó y propuso posibilidades nuevas, a pesar de ello. Era el suyo, ese mágico Siglo de las Luces, aún en Córdoba, aún en el distante Cono Sur... se crecía inevitablemente.

Hombre de fin de siglo, sus inquietudes “laicas” fueron en él una consigna y una meta irrevocable. Incluso dentro de la propia familia y de sus allegados más íntimos. Por ello mismo, su ahínco y perseverancia de una vida entera, habría de ser la escuela oficial y fiscal —laica—de la ciudad de Río Segundo (su patria chica, su Yajsta). Allí donde tendrían acceso los hijos de sus peones.

De la cual fue su propulsor, inversor, constructor, maestro y director... En aquellas épocas pioneras del siglo XIX, cuando la enseñanza comenzaba por fin, a independizarse de la conducción religiosa.

Ya no se conformaba con hacer una rueda de gauchos y changuitos a la hora de la Oración, y en vez de dirigir el rosario tradicional de todo patriarca criollo, leerles a Homero. Y viajar hacia Itaca junto con Ulises, enamorarse de Calipso o atontarse con Circe ...¡Esas hechiceras helénicas que tanto parecíanse a las “gualicheras” locales y vernáculas del mundo gauchesco!...

Ahora podía tañar la campana de clase y enseñarles a deletrear. Con el tiempo el gobierno finalmente reaccionó, con su ejemplo, y envió allí maestros rentados que pudieron reemplazarlo.

Este hombre laico, anticlerical, cívico, con el humanismo y el liberalismo de su generación, preocupóse de que a pesar de sus consignas, no se lo marcara como: “ateo”.

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