Lo bautizaron como Esteban Delgado, pero en su pueblo natal todos lo conocen como Don Juan, porque cuando era niño, iba a pastar ovejas con su tío, que además de Delgado, era flaco y era Juan. Así pasó de ser “el chamaco que está con Juan”, al Juan que se le quedó con la gente y que después, él adoptó como patronímico. “Si la gente me conoce como Juan, ni modo de no contestar cuando me hablen”, suele responder con una amplia sonrisa. “Juan esto, Juan l’otro. Juan aquí. Juan tra’ite eso. Pues ya, me quedé Juan. Juan el flaco. Juan Delgado”. Juan es práctico. Y platicador. Además de pastor ha sido sembrador de árboles frutales, recolector de nopales en la sierra de Zacatecas, recaudador del vertedero de basura en la antigua Santa Fe y ahí, aprendió a nadar en los ya inexistentes ojos de agua, atando a su cuerpo, con un mecate, residuos industriales de espuma de polietileno. Corre duro, pinche Juan. No hagas ruido. Tiene los oídos atentos, los sentidos exacerbados, la adrenalina al tope. Es el instinto de supervivencia que tiene todo ser vivo lo que lo lleva al grado máximo de alerta. No conoce bien la edad que tiene porque nunca le sacaron un acta cuando niño, pero se calcula sesenta y ocho -o-tantos, por lo que le ha tocado vivir y ver. Es abuelo de nueve nietos. Y como ya lo dije, es flaco. También diabético, pero está bien controlado con dieta aunque ya casi no hace ejercicio. Antes corría setenta kilómetros una vez al año durante una peregrinación a la Villa, ahora solo camina mucho y a diario. Recuerda que ha estado a punto de morir dos veces. Y la tercera puede ser la vencida. La primera vez que vio de cerca a la calaca, fue cuando de niño estuvo a punto de morir porque le dio la “enfermedad de tripa”, que años después descubrió que fue una apendicitis que se convirtió en peritonitis. Tuvo la bendición de caer en manos de un médico sumamente versado en el tema, pues le salvó la vida después de operarlo y dejarlo en el hospital con la herida abierta por quince días, donde diario le hacían lavados a las vísceras para que no se le infectase y se muriera de un choque séptico. Desde muy niño comprendió lo frágil que es la vida. Pero también que algo más allá de lo comprensible, de lo evidente, lo protege. Por ello y a partir de entonces, dice que aprendió a ser agradecido con la vida. A disfrutar el aire y la naturaleza. A vivir en la montaña. A reír todos los días. —¿Viene solo? —le interrogan tres sujetos con mala cara. Se los topó en lo más desolado del paraje, donde ya le habían dicho que solían asaltar gente o matarla para quitarles sus pertenencias. Uno de ellos, el más gordo y el que continuamente se absorbe los mocos, carga un rifle. No sabe qué calibre sea porque no sabe nada de armas, pero se ve peligroso. —¿Sólo? ¡Qué va! —contesta Juan, intentando sonreír y parecer relajado— ¡Ni que estuviera loco! —agrega. Todos saben que aquí matan al que viene solo. Vengo con más menos treinta jornaleros, vienen unos pasos más atrás porque me gusta caminar rápido. La frase cambia el rostro de los otros, solo el gordo armado pone cara de escéptico. —Ande con cuidado, es verdad que por aquí matan. Juan comienza a andar. Siente la mirada de los tres sobre su espalda. Sabe que si lo ven acelerar el paso o lo notan nervioso, lo atracarán de inmediato. ¿En cuánto tiempo comenzarán a perseguirme? Apenas se den cuenta que no viene nadie detrás, seguro se arrancarán detrás de mí. Virgencita de los caminos, protégeme. Juan es creyente, pero sólo de la Virgen. A ella le rezó desde niño y no le falló la segunda vez que estuvo a punto de morir cuando fue albañil de carreteras en los alrededores de Guanajuato, pues le cayó desde un puente en obra, una enorme y gruesa varilla corrugada de ocho pulgadas que le atravesó la pierna y lo dejó clavado en el terreno hasta que pudieron rescatarlo. Casi se desangra, pero recuerda muy vívidamente que una mujer hermosa y con los pechos descubiertos y rebosantes, se le apareció y le dijo al oído: aún no es tu tiempo. Apenas hace curva el camino, Juan siente que los otros no lo pueden ver ya y decide apagar su linterna. A lo lejos escucha un grito: ¡Les dije que venía solo! ¡Ahora a chingarlo! Juan se apresura a salir de la vía y decide adentrarse en el bosque. Primero camina aprisa, pero al escuchar que los resoplidos del gordo cada vez están más cerca, resuelve comenzar a correr todo lo más veloz posible considerando que está en un terreno desigual, lleno de árboles y matorrales y que sólo lo ilumina la luz de la luna, pues encender su linterna sería firmar su condena de muerte bajo la pólvora.