El túnel del Carreño, siempre oscuro, se deja acariciar por el otoño y el oro de los bosques, cuando llega. El tren alumbra toda esa negrura y entonces se sospecha lo que el alba le dice a la mañana cuando nace. Y el oro de los viejos castañares lo ve buscar allí, tras esas sombras, la entraña de la tierra y su belleza.
Quien viera el túnel sabe que la noche no puede ser tan negra como el túnel, y en él resuena siempre alguna gota. El tren conoce todos los secretos, la densa oscuridad, siempre callada, que duerme entre las densas arboledas. Y el oro del otoño nunca ignora las horas del silbato y el chirrido, crispante, cuando pasa por la vía.
Y el duende misterioso también habla de trenes que se van a alguna parte, que ven las playas bellas del concejo. Y el duende misterioso también dice que mira los embalses de la tierra, las aguas donde nadan las anátidas. No faltan azulones en mi tierra, no faltan las gaviotas de los mares, no faltan las raitanas ni su vuelo.
Y el duende misterioso, que lo cuenta, que narra como nadie estas historias, parece ya un romántico, al decírmelo. Yo escribo lo que dice porque, a veces, queriendo o sin querer, soy un romántico que busca los paisajes del entorno: las lomas, en los días despejados, me enseñan los lugares más curiosos que van del mar a todas esas cumbres.
Viajar no siempre es fácil, os lo digo porque, de niño, yo no conocía las sierras alejadas de mis feudos. Después, algo más viejo, mas no mucho, llegado a adolescente, vi montañas, supuse las manadas de los lobos. Y entonces comprendí que los paisajes esconden la poesía en lo salvaje, quizás en esos hielos del invierno.
Y, siendo yo muy niño, conocía la imagen de los trenes del antaño, la estampa de otro tiempo no vivido. Por eso la poesía de los trenes que miran esa espuma silenciosa, que callan el secreto del paisaje. La luz de la mañana se hace bella, contenta al que la mira en los vagones y brilla sobre el mar, sobre las olas.
La imagen de esos trenes nos transporta, nos lleva hacia ese tiempo en el olvido que sabe a catalítica y castañas: las tardes del invierno en una tienda de verdes tan intensos como un valle, con ese mostrador y la ventana. Detrás el viejo patio con los barcos pintados en los muros y vikingos armados con valor en los ochenta.
Y todo es elegía, de repente: de pronto, todo es triste porque todo parece como un canto plañidero. Me faltan esos verdes en la tienda que tuvo ayer Pilar, cuando vivía, que ahora está cerrada, según dicen. Me falta la buhardilla de otro tiempo, la casa de Maruja, las virutas de aquel aserradero que no existe.
Y siento que me falta hasta el aliento: mi madre y mis abuelas me dejaron con la melancolía del recuerdo. Los duendes y los trasgos, los enanos, burlescos con mis penas y dolores, se acercan con sus muchas bufonadas. Y cuántas bufonadas son las suyas, como si de una farsa modernista tratase el argumento de esta historia.
Me llegan de los bosques estos duendes que saben convertirse en alboroto y hacer que me relaje por momentos. Amigos de los viejos champiñones, de níscalos, coprinos y lepiotas, se instalan en mansiones señoriales: las salas que reserva mi cerebro las toman con los gestos más morosos, bailando valses viejos de otras épocas.
No sé si es que pretenden engañarme, si quieren enredar en mi cabeza, si quieren que me vuelva como el bosque. El bosque doloroso tiene un alma que siente cada cambio del paisaje, que nunca es indolente ante los cambios. Yo tengo algo de bosque, por lo visto, y tengo algo de mar y de montaña, según se dicen todos en su idioma.
El duende misterioso me lo dijo.

2020 © José Ramón Muñiz Álvarez