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Diagnóstico. José Luis Alvite
Una madrugada en el Savoy me dijo Lorraine Webster: «Raras veces me verás sin un cigarillo entre los dedos. Supongo que ésa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco». Con el humeante ademán de su mano derecha, la equívoca diosa del Savoy parecía una mujer recién disparada. Tenía en su porte el escabroso aliciente de alguien
que se aliviase el sofocante calor abanicándose con una compresa usada. La
primera vez que nos citamos en el callejón a espaldas del club había una
niebla tan densa que el humo de su cigarrillo era un autógrafo en un charco
de tinta. La conocí por la cadencia de sus pasos, aquel soniquete
inconfundible de Lorraine, la clase de mujer al cabo de cuyos pasos entre el
humo te preguntabas dónde diablos habrían ido a parar los casquillos. Nos
besamos allí mismo. No dije nada, pero me sentí como si aquella mujer fuese
a contagiarme un pecado, una extorsión o las señas del perista. Entonces
ella me dijo: «Apestamos a tabaco, cielo. Pero a los tipos como nosotros el
tiempo nos enseña que lo que verdaderamente dura de un beso no es el
dentífrico sino el mal sabor de boca. Saber estas cosas nos ahorrará
desengaños». Y tenía razón. Ambos sabíamos que lo sólido de muchas frases no
es su sintaxis, ni su ocurrencia, sino su halitosis. En las postrimerías de
su voz, Lorraine cantaba como si la hubiesen amordazado con un sonajero.
Hizo un intento de ponerle remedio en el hospital. Desistió. El otorrino le
dijo que en una voz tan estropeada, gastarse un dólar era como guardar el
dinero en una hoguera. De regreso en el Savoy aquella madrugada, me dijo
Lorraine: «Renuncio a la claridad de mi voz. A fin de cuentas, lo mío es
cantar, no leer noticias». Y el público siguió aplaudiendo a rabiar la
malversada voz de aquella mujer en cuya garganta había espacios sin sonido.
Por sobrecogedor que parezca, Lorraine le debe al tabaco haber alcanzado el
sincero refinamiento de una voz que lo que se merece no es una crítica sino
un diagnóstico».
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Depresión (y III), José Luis Alvite
Dice Chester Newman que de las depresiones hay
que salir sin volverle la espalda a las cosas, «como hacía Billie Ongaro, que
superaba sus enfermedades secando al fuego el sudor de la fiebre». Y lo cierto
es que conocí a pocos tipos tan sufridos como Ongaro que incluso era alérgico
a sus propias narices. Al rostro de Billie le faltaban la mitad de las
facciones. Por lo visto se habían quedado estampadas en la mano del detective
Fuller la tarde que le interrogó a fondo en comisaría por un asesinato que no
había cometido. De regreso aquella misma noche en el Sayoy, Billie se sinceró
con el jefe: «Me sentí muy deprimido cuando me miré al espejo y comprobé los
desperfectos. Me pareció que incluso tenía en carne viva el cuello, de la
camisa. Fue terrible, Ernie, muchacho, pero me rehíce al poco rato. Pensé que
con la mitad de las facciones al menos perdería menos tiempo en mirarme al
espejo». Desde entonces, mirar a Billie Ongaro es como recordar un texto con
erratas. Recuerdo que en una ilustración para la columna de Chester Newman en
el «Clarion» el dibujante tuvo el acierto de su vida redondeando su trabajo
con una goma de borrar. Muchos recuerdan a Billie como «ese tipo que sonríe en
zig-zag». En sus momentos más sombríos, no le sube la sangre más arriba del
cuello, y es como si llevase a hombros la lívida cabeza de un muerto. Los días
de crudo invierno, Billie Ongaro se da color a la cara apretando el nudo de la
corbata.
Saldré adelante aunque sea empujando los pies con las manos, director.
Otros lo tuvieron peor en el Savoy. Al pobre Sony «Sweet» Sullivan con los
golpes en el ring se le hinchaba incluso la saliva. Al final de su carrera le
renovamos los papeles para un viaje al extranjero y estaba tan destrozado que
la foto del pasaporte recuerdo que se la hicieron acostado. Fue muy duro lo
suyo. Pero el pobre Sony sólo lamenta haber perdido tanta vista, que necesita
gafas para ver sus propias lágrimas.
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Como una manada de lodo y hurones, José Luis Alvite
Ahora ya es demasiado tarde y siento en mi corazón, como una ronda
hospiciana, como una reata de tierra, las pisadas de un celador sin ojos. Me
dijo anoche mi querida M.P. que a un tipo como yo no es fácil quererle porque se
cierra con la hosca tenacidad con la que se sella un sepulcro. Algo parecido le
escuché hace años a una fulana: "Lo mío a tu lado, cielo, fue como haber tentado
la felicidad abrazando a un cactus". A veces pienso que a mi cuerpo le queda en
el escombro la luz justa para que la muerte encuentre a tiempo la salida. Me he
negado tanto a los demás, maldita sea, que el forense sólo encontrará mis
huellas dactilares en los forros de los bolsillos. Esta mañana desperté con la
sensación de haber enjuagado la boca con arena. Hace poco soñé que me estallaban
los pulmones y que por entre el vaho de la deflagración remontaban el vuelo dos
palomas rojas con las alas bañadas en goma arábiga. La presbicia empalaga mis
ojos, nena, y mis pies tienen la vista cansada. La vida dio de sí menos de lo
que esperaba. Ya no me conmueve el Dios plisado de las catedrales y no sé de un
solo bar en el que me sirvan la leche leche fucsia con la que soñé de niño.
La bajamar de Cambados es una mancha de morfina en una esquela. Creo que ya no
se me cumplirá el deseo de irme a cama con una mujer que se lave las ingles con
el agua de las verduras. En el puerperio de mi rostro cansado se drena un
cadáver sin papeles. Tengo el desalentador aspecto bactericida de alguien que
viniese de arreglar la cabeza en el peluquero del Holocausto. A veces de
madrugada tomo notas en "Corzo" y luego me parece haber hecho un enorme
esfuerzo, como si para aquel pequeño apunte hubiese mojado la pluma en un
tintero con lepra. Creo que me produce bostezos cerrar la boca. El día menos
pensado encontraré en el jarabe de la orina la piel del paladar. A tía Pepita un
cáncer de colon le perforó el útero y no dije nada por no ofender y para no
escandalizar, pero te juro, muchacho, que se me pasó por la cabeza que la
flemática petanca de aquel muñón oncológico fueron sus únicas relaciones
sexuales. ¡Dios Santo!, en su agonía, a tía Pepita le olía la boca como un
escape de grisú. Antes de sucumbir a la muerte, la pobre hizo de vientre una
manada de lodo y hurones. Y recordé mi infancia en Cambados, cuando tía Pepita
era un mausoleo de cretona en el tebeo de aquel paisaje en el que guiñaban sus
remos las traineras y hacia Barrantes cabían las peras en la uvas y los
albañiles deletreaban la taranta del tiempo con la relojería lenta de sus
badales. Luego pasó a mis espaldas la vida, muchacho, y ahora tengo la sensación
de haberme malogrado adivinando la marroquinería de las estrellas reflejadas en
la mirada cicatrizada de un muerto.
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Cuando caían a domingo los lunes, José Luis Alvite.
Seguramente era amor aquella sensación de que tus labios no daban abasto en
los suyos y el placer inefable de compartir como un manjar la sangre del cepillo
de dientes. Os parecía muy lejos el tiempo de la decepción. Todo aparentaba
fresco y la mitad de las cosas buenas estaban aún por venir. Un tipo me dijo que
estaba tan enamorado que, para no perder un instante de vista a su chica,
aprendió a estornudar con los ojos abiertos. "Cuando eres feliz, muchacho,
incluso caen a domingo los lunes", le escuché en una ocasión. Todo era tan
agradable entonces, cuando nos amábamos, encanto, que incluso los muertos
parecían pensativas criaturas propensas a vivir. El amor era algo inesperado y
sorprendente, tranquilizador y misterioso, como encontrar un rastro de rocío
cavando el pecho de un cadáver quemado. Estabais lejos de pensar que llegaría el
día terrible en el que con el silencio os engordaría la lengua. Os corría prisa
la calma del amor, muchacho, y vivíais todo de la manera tan apurada como
vivirían dos personas que se hubiesen enamorado entre las llamas en una escalera
de incendios. "¿Sabes, nena, que a mi mano con las caricias se le contagió la
letra de la tuya?". Un día le juraste llevarla a disfrutar la literaria tristeza
de Venecia, "esa ciudad en la que los jardineros podan juntas la bruma y las
palomas". Se lo dije de madrugada a Marta en "Corzo": "Me gustan esas baladas
que te enfrían los pies al bailar". Ella no dijo nada. Le hizo sitio a su cara
en mi mejilla y dejé que se maltease en su melena la trigueña luz de las
tulipas. No ocurrió nada que nos levantase los pies del suelo, pero recordé lo
que años atrás me había dicho una mujer: "No sabría decirte lo que siento, pero
creo que me invade esa extraña sensación de narcótica belleza y de peligro que
imaginas que te invadiría si sorbieses por la cuchara del consomé el escabroso
vino de los obreros". Fue hace años, ya te digo, una madrugada en "Corzo",
olvidando la vida al tacto entre la tullería del baile. No creo que aquello
fuese exactamente amor. No lo recuerdo así al menos. Creo que fue algo a la vez
feliz y desagradable, como ir de viaje al paraíso a rebufo del coche fúnebre. Ya
se sabe cómo son las cosas durante la jodida madrugada. Supones que se trata de
amor y en realidad sólo habéis alcanzado ese instante de falsa y lacónica
felicidad que sobreviene por regar con ginebra las flores.
No sabría decir cual fue la última vez que creí sentir la confusa sensación
del amor. A veces bailo una de esas baladas con las que enfriar los pies, pero
ya no siento lo que sentía. El caso es que se te va echando la muerte encima y
ya casi ni recuerdas los días lejanos, cuando todavía estaban en obras el aire
de las palomas y el cuerpo de las niñas...
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Una noche en la cama de Mark Spitz, José Luis Alvite
Estábamos algo pasados de copas pero controlábamos el cuerpo y las emociones.
Me llevó a su casa. Vivía en un apartamento pequeño en el que había que cerrar
el armario para abrir la nevera. Me ofreció su cama y se ausentó al baño.
Durante largos minutos escuché el agua de la ducha. Para hacer tiempo, encendí
el televisor. En la primera cadena salían mezcladas "La 2" y la conversación de
tres radioaficionados. Conservé puestos la camisa y los calcetines. Y las gafas.
Prendí un cigarrillo. Seguía cayendo el agua de la ducha al otro lado del
tabique. Pensé que Mark Spitz había arrasado en la piscina de Munich con la
mitad del agua. Siempre doy con mujeres que se lavan mucho.Yo creo que no se
trata de higiene, sino de mala conciencia. No hace falta leer a Freud para
intuir estas cosas. Es una manía de los intelectuales, que tienen que leer las
cosas antes de hacerlas. Personalmente detesto que las mujeres se pasen tanto
rato en la ducha. La mala conciencia y el olor corporal son cosas que no
conviene suprimir. El jabón de tocador elimina las defensas y merma el
remordimiento. Además, el exceso de limpieza empobrece la vida sexual. No me
tiene aliciente que el pubis femenino resulte tan pulcro como un caniche con
ropa. El pubis habría que lavarlo con "avecrén".
Pasados diez minutos, cesó la ducha. Se abrió la puerta del dormitorio.
Apagué el quinto cigarrillo escupiendo en el cenicero. Apareció ella. Goteaba.
Se metió en cama con la prisa de quien se encuentra una "zodiac" durante un
naufragio. Se abrazó a mí cuerpo. Le pasé la mano por el pelo. Pesaba como la
maroma de la campana del "Titanic". Dudé si realmente me esperaba una loca noche
de carne y sudor pero no me cabía duda de que me exponía a un catarro. Con tanta
agua, en la cama de aquella mujer no habría desentonado un remo. "Me gusta mucho
la higiene, ¿sabes? Todas las noches me enjabono tres veces y me aclaro luego el
cuerpo con un interminable chorro de agua". Pensé que con su derroche en el
baño, podría no dar con el hombre adecuado, pero en el peor de los casos, se
colocaría sin problemas como hipopótamo en cualquier circo. Después me preguntó
qué pensaba de ella. Fui inevitablemente sincero: "Con tanta agua encima, nena,
creo que eres una mujer incombustible". Luego me pregunté si no sería una
perversión tener sexo con una robaliza.
No hubo nada. Se mantuvo todo el rato con las piernas cruzadas, aparentando
recelo. "No te conozco apenas. No sé que pensarás de mí..." Fue tan excitante
como echarle torrijas a los patos del estanque. Mantuve la camisa y los
calcetines pero creo que habría sido mas sensato llevarme el coche a la cama.
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Cuando el talento lo pone el espectador, Jóse Luis Alvite.
Del mismo modo que no existe la muerte sin cadáver, tampoco existe el arte
sin el espectador. La mujer mas hermosa queda reducida a un simple puñado de
bultos si se pasea en un auditorio de invidentes. Prueba a cerrar los ojos
mientras teclean en el televisor los pies de Fred Astaire y tendrás la sensación
de que hay alguien crucificando a un ciempiés en una plancha de nácar. El
chispazo surge cuando te ocurre como a Letizia Ortiz, que no fue consciente de
su papel histórico hasta que se encontró una corona entre la loza del desayuno.
El arte, como la radio, siempre necesita un receptor. Otra cosa es que la
pulsión artística no consiga conectar con su potencial espectador, en cuyo caso
lo que se produce es la frustración, la soledad y el desarraigo, que era lo que
angustiaba a Van Gogh, un tipo cuyos espectadores todavía no habían nacido
cuando se disparó de muerte en el pecho. Muchos artistas de ahora acomodaron su
labor creadora a la eficacia del marketing, con lo cual se limitan a satisfacer
la demanda de los espectadores en lugar de tentar su hallazgo o su heroica
captura. Eso explica que muchos escultores hayan renunciado al azar en beneficio
de la eficacia y se limiten a diseñar sillas y vajillas para las listas de
bodas. Aumenta día a día la nómina de pintores que trabajan sobre los planos de
las inmobiliarias para que sus cuadros maten el espacio muerto entre el
fregadero y la nevera. Hay marquesas que le ofrecen sus favores al pintor de
cámara a cambio de que en el retrato les suprima el bocio y esas manchitas en la
piel por cuya cartografía se cierne el redoble acolchado de los corceles tirando
con calmosa tenacidad de la carroza fúnebre.
Puede ocurrir que el artista fracase históricamente porque no encontró quien
reconociese su portentoso talento desplegado fuera de época o en circunstancias
adversas. Pero puede ocurrir también que el artista triunfe gracias al talento
del espectador para sobrevalorar su obra, que es lo que ocurre con muchos de
esos pintores cuyos cuadros sin duda mejoran con el embalaje. Hace años que
rehuyo los fastos de las galerías de arte, pero sé de artistas que ganarían
mucho si inaugurasen sus exposiciones coincidiendo con su clausura. Pero ocurre
también con muchos poetas, que una vez concebida su obra mediocre, todavía la
empobrecen al recitarla con ese pretenciosa mezcla de asfixia y declamación que
no sabes si se merece un aplauso o un balón de oxígeno. Corren tiempos muy
generosos para calificar el talento. Pero algún día nos daremos cuenta de que
nos tomaron el pelo. Y de que en algunas galerías de arte el único aliciente es
la chavala de la limpieza. Y comprenderemos que en muchos incendios sólo vale la
pena salvar las llamas.
Última edición por Quintiliano; 10-jul.-2010 a las 12:35
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Balada de los pies con las manos pequeñas, José Luis Alvite
Lo sé. Me lo advirtió mi viejo amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha
la noche: "Cuidado con perder de vista la realidad, amigo, porque si vuelas alto
demasiado tiempo, puede ocurrir que cuando quieras poner los pies, no encuentres
el suelo". Seguramente a su advertencia se debe que todavía muchas noches duerma
con un pie en la alfombra. Mi amigo era un tipo duro del que se decía que le
habían graduado la vista con una escopeta de caza. En el 70 se lió con una
bailarina de cabaré que se movía como polen en ala delta pero apenas ganaba
dinero. Mi amigo se lo dijo cuando rompieron: "¿Sabes, nena?, tus pies son
abanicos de seda pero no saben contar el dinero. No llegaste lejos, cielo,
porque tus pies tienen las manos muy pequeñas". La pobre acabó sus días
sorbiendo fulanos en un club de medio pelo en el que a las chavalas sólo les
exigían que la cintura les tapase los ojos. No sé quien me dijo que cuando
murió, su vientre era un caldero de escayola. Tenía apenas treinta y cinco años
y ni siquiera había conseguido caer todo lo alto que soñaba. Falleció en un
hospital asistida por dos enfermeras y un carpintero que se sentó en sus piernas
para que con el estertor de los dolores no muriese encartada. Aquella mañana de
invierno, el viento de la calle parecía capaz de devolver a los árboles las
hojas del suelo. Mi viejo amigo se mantuvo toda la agonía a su lado y luego me
reconoció que al producirse el óbito, estaba tan hecho a la jodida y contundente
realidad de las cosas, maldita sea, que sólo consiguió llorar al tercer intento.
"Quería expresar cómo me sentía y manifestarlo al menos con una mirada de
compasión o de nostalgia, ¿sabes, muchacho?, pero no pude porque se me habían
quedado sin saliva los ojos". Era un tipo duro y curado de espanto, es cierto,
pero sintió aquella muerte en lo mas profundo de su corazón de cecina. Lo sé
porque escuché en su respiración cansada ese tenaz murmullo inconfundible que
tantas veces me recuerda el mordisqueo de la carcoma dando cuenta de la impávida
entereza de un santo de madera. "Mirando su cadáver, muchacho, me invadió ese
terrible dolor indescriptible que es como si te abriesen un paraguas en la
uretra. No fuimos la pareja del año, claro que no lo fuimos, amigo mío, pero su
compañia todos aquellos años fue el único sitio por el que nunca me entró el
frío". Hay que poner los pies en el suelo antes de que el suelo levante el
vuelo. Me lo advirtió mi amigo aquella madrugada que nos vino tan ancha la
noche. Yo me había cebado en el pubis zurdo de una fulana que deletreaba en
sueños la Salve con la vagina. Y él me dijo: "Un día te preguntarás cómo pudo
ser que un hombre con tanto mundo se perdieses en un sitio tan pequeño"...
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Una carta, José Luis Alvite
Una mujer que conocí en el Savoy me escribió
esta carta. Querido Al: Creo que me equivoqué contigo. Rompí porque quería
seguridad y ahora comparto la vida con un tipo que fríe los huevos en
penicilina. Me siento como si me hubiese puesto un salvavidas para sudar
segura. Horace lo tiene todo previsto. Cuando salimos de viaje, conocemos de
antemano los pinchazos. –¿Por qué nos ocurren estas cosas, Al, cariño? ¿Por
qué dejamos de lado lo joven, lo impredecible, para meternos para siempre en
cama con un tipo cuyo pijama es un mueble? ¿Sabes, cielo? Horace le llama
sexo a leer a oscuras «Panorama desde el puente». En los diez útimos años
sólo prendió una vez las luces de la lámpara de la alcoba. ¡Qué cosas hacen
los ricos, Al! El muy hijo de perra encendió la lámpara sólo para contar las
bombillas.
Claro que también es cierto que he perdido mucho de mi viejo encanto. De
la fulana que fui sólo quedan la acidez y los sueños, cariño. Haría bien
Horace si me echase en cara que con la ropa que llevo a cama, a mi lado
Santa Claus es un nudista...
¡Cuanto te echo de menos! Recuerdo los buenos tiempos, cuando comprendí
que había conocido a unos de esos hombres con el que bailar en zig-zag. Cada
mañana echabas a cara o cruz tu peinado, Al, cariño; y salías a la calle con
los pies en las palmas de las manos.
De madrugada tu coche desabrochaba para mí las calles. Decían que no
tenías alma, pero yo sé que por las noches recordabas tu infancia y
guardabas el revólver en la bolsa del pan. Llevabas mala vida, chico, pero
te sonreía la suerte.
Incluso en las situaciones más adversas, eras capaz de ganarle una
apuesta a cualquiera jugándote la vida a cara o cruz... ¡con una canica!
¡Tiempos, Al! Tus besos eran comida... y Horace, en cambio... Horace es uno
de esos hombres que te besan de usted.
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Carmín con hielo, José Luis Alvite
Cuando llegué al Savoy, comer con la
boca llena era mi idea del mal. Fue la noche que me presentaron a
Ernie Loquasto. Nunca lo olvidaré. Me dijo el jefe: «Muchacho,
vienes a un mundo duro en el que Dios fracasaría como telonero del
ilusionista. En el Savoy sólo usamos la leche para limpiar la
sangre. Los muchachos podrían sobrevivir masticando sus propias
dentaduras. Al final de la jornada, el contable cuenta la
recaudación y las bajas. Hay tipos que vienen al Savoy únicamente
para recoger su cadáver y volver a casa. Ese tiroteo que escuchas en
la calle son los matones pasando a máquina el cadáver de algún
desdichado. Pero si cierras los ojos y miras dentro de ti, podrás
ver las estrellas reflejadas en el lavabo del retrete». Y añadió:
«Conocerás aquí a mujeres hermosas y tentadoras. Pero no te hagas
ilusiones, Al. Eso que en su rostro parece una mezcla de ternura y
flaqueza, a menudo no es amor, muchacho, sino un quiste en un
ovario».
Recuerdo que cené en la mesa del jefe con el columnista Chester
Newman, un tipo escéptico y quemado que para su tercera boda había
redactado las invitaciones en el catálogo de una funeraria. Fue él
quien me describió mi futuro en el Savoy: «Mañana serás diez años
mayor. Con el tiempo comprenderás que el cementerio es tu sitio en
la vida. Conocerás a Lorraine Webster. Te ilusionarás con ella y
verás Nairobi en el sudor de su espalda. Seréis felices algún
tiempo. Luego ella se despedirá de ti con una nota en el hielo del
martini. Y lo superarás. En el Savoy aprenderás que llega un momento
en el que a tu chica, del amor sólo le interesa el precio de las
flores». Fue hace muchos años. Yo era apenas un muchacho cuya letra
imitaba aún los cordones de sus zapatos. Ernie Loquasto me dijo que
en el Savoy había tipos que habían hecho dinero en la guerra de
Corea robando el plomo en el pecho de los fusilados. Al final de
aquella madrugada, me dijo Chester: «Muchacho, sobrevivirás en el
Savoy si aceptas que en el mejor de los casos, la limpieza es una
mancha de agua». Luego salí a la calle, bajo la lluvia. Y me crucé
con una fulana cuyas piernas aquella noche no cerraban temprano...
Recuerdo que sus manos eran besos con lengua. Y que aquella noche,
en la estenotipia de mi corazón por primera vez bebieron juntos el
cerdo y las palomas...
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Gafas de leer. José Luis Alvite.
Aunque alguien no lo crea, también esto me lo dijo de madrugada una fulana en un garito: “Te tengo cariño y me jode que pagues por acostarte conmigo. ¿Sabes?, las normas de la casa me impiden hacer excepciones y a todo el mundo le cobro religiosamente. Pero te digo que me sentiré mejor si al acabar en la alcoba pagas mi servicio dándome el dinero con la mano de escribir”. Pasada media hora bajé en su compañía las escaleras que nos devolvían a la barra del club, saqué un billete de cinco mil pesetas y escribí algo en su revés antes de meterlo doblado en su bolso: “Te entrego este dinero con mi mano de escribir y con la esperanza de que lo gastes con tu mano de leer”.
Volví al año siguiente por el mismo local pero aquella chica ya no trabaja allí y nadie supo informarme de su paradero. Tomé unas cuantas copas sin compañía mientras pensaba en mis cosas. Recordé lo del billete de cinco mil pesetas y me pregunté que diablos habría hecho ella con aquel dinero. Entonces se me acercó el barman y me entregó un sobre cerrado. Dentro había un billete de cinco mil pesetas acomodado en cuatro dobleces. En el reverso, mi letra de aquella noche un año antes. En la otra cara, la mala letra de una confesión que a mi me pareció sincera: “Acabas de dármelo y lo dejo en el club a tu nombre por si vuelves. No tengo derecho a cobrarte tanto por una frase agradable. La próxima vez que me veas por ahí, hazme llorar con otra frase y págame con un pañuelo doblado”.
¿Por qué me ocurren a mí estas cosas? Sinceramente, no lo sé. Supongo que alguien más tendrá una historia parecida a esta. A veces pienso que si me ocurren a mí estas cosas es porque siempre he mirado a las chicas del arroyo como si en la emoción de sus ojos, el llanto y el cansancio me recordasen la mirada decente y abstraída que tienen esas mujeres cuando al final de la jornada se enjuagan el pubis llevando puestas las gafas de leer.
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