Le conocí solo un par de años antes de su muerte. Era un hombre alto y fertil como la tierra que había labrado por más de cuarenta años. Un hijo suyo, amigo y compañero de trabajo, me llevó hasta esas tierras altas en el sur del país donde él habitaba. En poco tiempo nos hicimos amigos, confidentes, fue talvez como un segundo padre para mí. Incluso fue mi suegro y se regocijaba diciendo que yo era su yerno.
Para visitarlo debía hacer viajes de 8 o 9 horas en varios buses y por caminos que no precisamente son autopistas, pero yo amaba estar ahí. Gracias a ese gran hombre tuve la oportunidad de conocer gente diferente, costumbres diferentes, paisajes diferentes, incluso por él conocí el amor, me confió a la menor de sus hijas.
Luego vino el cáncer, en menos de 6 meses lo abatió infaliblemente y nos lo arrebató de este mundo. El día que murió, su hija me quitó el placer de llamarle suegro.
Murió agotado, demacrado, envejecido... Sin cabello, sin dientes, con arrugas que en seis meses cambiaron su tez como no la habían cambiado los años ni el sol en sus interminables horas de labranza cafetalera.
Yo, como uno más de sus hijos, estuve ahí cargando en hombros el ataúd hasta el cementerio, orgulloso. Lo que no pude, fue enterrarlo, con él moría una etapa en mi vida, una etapa en tierras lejanas, una etapa que me enseñó que el mundo es más que el entorno que nos rodea. Con él murió esa etapa y nació el recuerdo de una gran época al lado de un gran hombre.
Mi pena es sencilla y nada misteriosa y, como tu alegría, por cualquier cosa estalla.