El sábado 25 la Asamblea de Periodistas Metropolitanos, apoyada por el líder obrero Luis N. Morones y el gobernador de la ciudad, Celestino Gasca —miembros distinguidos del Partido Laborista Mexicano y por tanto adversarios del presidente municipal—, acordó realizar una manifestación que exigiera la renuncia de Miguel Alonzo Romero y demás miembros del Ayuntamiento. Diez mil volantes fueron repartidos en los barrios invitando al pueblo a “sancionar en masa a los políticos venales que integran la actual corporación edilicia”.

La manifestación, vibrante, se realizó el domingo 26. Alonzo Romero no renunció (“sólo los hombres débiles renuncian”, declararía después) y la estación de bombeo siguió sin funcionar. El Ayuntamiento no atinó más que a publicar una lista de sitios donde se regalaba agua: Puente de Alvarado 99, Fresno 133, Camelia 125 y Carmona y Valle número 5.

El martes 28 un debate en la Cámara de Diputados desató una tempestad. Un diputado anunció que la paciencia de los ciudadanos se había agotado “como el agua misma” y pidió que el pueblo imitara el día en que la turba quemó las Tullerías “para dejar una muestra perdurable de lo que es capaz la vindicta pública”. Los gritos de “¡Abajo el Ayuntamiento!” y “¡Que fusilen a los regidores!” cimbraron el recinto. Así llegó el miércoles 29, día en que el Partido Laborista Mexicano convocó a nueva marcha: unos dos mil miembros de asociaciones sindicales, entre las que figuraban choferes, billeteros ambulantes, empleados de limpia y trabajadores del Palacio de Hierro, partieron de las oficinas de la Confederación Regional Obrera, en Belisario Domínguez, y avanzaron rumbo al Zócalo. En el trayecto se les agregaron tres mil manifestantes. El rugido era imponente. Las pancartas pedían “¡Agua, agua, agua!”. Cuando la columna llegó ante el edificio del Ayuntamiento, la multitud lanzó piedras contra las ventanas. Nadie supo de dónde salieron los primeros disparos.

Una lluvia de fuego barrió los tranvías aparcados en el Zócalo. La muchedumbre, enfurecida, se arremolinó contra las puertas del Ayuntamiento y comenzó a golpearlas. El gobierno municipal estaba colocando azulejos en la fachada del edificio y en el lugar había varios andamios. La gente desmontó los maderos y, empleándolos como arietes, atacó las puertas.

Dentro del palacio se encontraban fuerzas de la gendarmería montada y municipal. Dispararon desde las azoteas con intención de “amedrentar”. Pero las balas causaron el efecto contrario. Y al fin, en medio de un gran estruendo, las puertas del Ayuntamiento cayeron. Unas 200 personas enardecidas cruzaron el zaguán del edificio. Desde el patio las recibieron a tiros. “Del zaguán salía un río de sangre que hacía la misma impresión de los caños del Rastro, en las horas de matanza”, escribió un reportero. A través de los cristales rotos de una oficina, uno de los manifestantes lanzó una estopa empapada en gasolina. En la habitación había varios muebles de madera; el piso se hallaba cubierto por una alfombra. Las llamas comenzaron a lamer el departamento de licencias y el despacho del tesorero. Se escuchó un grito: “¡A quemar el Palacio Municipal!”. La marabunta encendió periódicos y prendas de vestir, y las arrojó convertidas en bolas de fuego sobre varias dependencias. La parte izquierda del Ayuntamiento se incendió. El municipio que había provocado la escasez carecía de agua para apagar el incendio.

Las descargas se recrudecieron hasta que el secretario de Guerra, Francisco Serrano, logró abrirse paso en automóvil y calmó a la multitud. Un carro de bomberos asomó en la plaza e intentó calmar el fuego. En el Zócalo había 21 muertos y 64 heridos. El presidente Alonzo Romero se había refugiado en su domicilio particular, en la esquina de Frontera y Tabasco: un cordón militar rodeaba su casa a fin de ofrecerle garantías. En el Castillo de Chapultepec, Álvaro Obregón recibía llamadas con un humor de perros y giraba instrucciones para que la guarnición de la plaza se movilizara cuanto antes al Zócalo.

La estación de bombeo de la Condesa fue reparada, a medias, el 2 de diciembre. Durante el resto de 1922 la ciudad dispuso solamente de dos horas de agua al día. Las cubetas de reserva, colocadas en los baños y en los patios de las casas, se convirtieron en el seguro de vida más codiciado por los habitantes. La cantera ennegrecida del Ayuntamiento les recordaba algo que nadie les había dicho nunca. En el origen y el fin de la ciudad, se hallaba una maldición. La maldición del agua.

Héctor de Mauleón. Escritor y periodista. Su más reciente libro es El secreto de la Noche Triste.