[Pseudoveltíosis natanatórica, comentario 94]
En el año 64 ocurrió en Roma un trágico suceso aparentemente fortuito, a saber, un devastador incendió que destruyó varias barriadas de la ciudad. Aunque se hubiera originado de modo accidental, el populacho quería responsables y culpables, y empezaron a correr rumores de que se había visto a cuadrillas de individuos atizando las llamas y de que los “marineros-bomberos” de la cohorte urbana contra incendios actuaron con manifiesta negligencia. Se acusaba, por otro lado, al propio Nerón, cuya megalomanía urbanística y sus deseos de reurbanizar la ya congestionada Roma eran de todos conocidos. También se inculpaban a los comerciantes sirios y judíos, de algunas de cuyas tiendas se decía que pudo partir el foco originario del incendio. Parece ser que la emperatriz filojudía Popea y otros allegados suyos del círculo imperial neroniano consiguieron desviar las sospechas que recaían sobre los judíos y pronto encontraron unos culpables más apropiados: los cristianos de Roma. Los agentes neronianos se encargaron de esparcir la calumnia entre la plebe romana y se desencadenó poco después una violenta persecución en la que fueron detenidos centenares de cristianos de toda edad y condición social, los cuales, para complacer las ansias de venganza y los bajos instintos de la plebe, fueron arrojados a las fieras en el anfiteatro (vestidos con pieles de animales y expuestos a hambrientos perros de presa) o crucificados y embadurnados de pez e incendiados para que sirvieran de luminarias en los jardines imperiales que el propio Nerón prestó para la ocasión. En esta persecución local, circunscrita tan sólo a la ciudad de Roma según parece, la propia tradición cristiana sugiere que perecieron también dos de las principales columnas de apoyo de la comunidad cristiana global, esto es, Pablo (año 65), decapitado en la prisión en la que se encontraba tras ser nuevamente detenido, y el anciano Pedro, que fue crucificado.