SE SIGUE Capítulo VII

Una vez ya todos los datos, fue cuando decidí poner en orden la verdadera historia del fraile Juan Cordero. Pues al parecer Juan nació en una finca situada en lo que hoy se conoce por Cazalegas muy cerca del rió Alberche.
De Cazalegas por lo que respecta a su origen que referencia de otros pueblos se hablan de un origen incierto, aunque se suele coincidir en destacar lo antiguo de su fundación. Por lo tanto, no se trata de un pueblo de señorío fundado con posterioridad al avance cristiano de la reconquista, sino que se trata de un pueblo con antecedentes ¿celtas?, romanos, visigodos y árabes anteriores al año de 1086.

Desde 1328 hasta 1369, Talavera y toda la tierra de su jurisdicción, perteneció a señorío regio porque fue entregada como dote a la reina doña María de Portugal (por eso se llamó Talavera de la Reina). En 1369 fue entregada, como merced del rey Enrique II, al arzobispo de Toledo D. Gómez Manrique y sus sucesores; por lo tanto, Cazalegas dependía de la jurisdicción de Talavera de la Reina y del señorío eclesiástico de los primados de Toledo.

No obstante, a lo que respecta a la familia Cordero fue que trabajaban para los condes de Águila fuente. Que al parecer levantaron un palacio, que aún subsiste, y según el libro de don Manuel Foronda y Aguilera “Estancias y viajes del emperador Carlos V”, en él se detuvo y comió el emperador el día 7 de abril de 1525 cuando marchaba camino de Guadalupe. El 21 de febrero del mismo año, procedente de Illescas y camino de Sevilla, volvió a Cazalegas y comió de nuevo en el mismo palacio.

Los padres de Juan, eran a la vez padres de otros cinco hijos; de los cuales tres eran hembras y dos barones. Su madre Mercedes era más bien corpulenta y de una salud incontestable como así su padre que además, de fuerte era alto. Según cuenta su padre era el capataz de la finca del señorío de conde de Águila Fuente y esto les permitía vivir en una parte del palacio reservada a la servidumbre.

Su madre se dedicaba a la limpieza del palacio a la vez que cuidaba de él y del resto de los hermanos. Si, ella siempre se la encontraba barriendo, zurciendo, lavando o pelando patatas y por las tardes con otras mujeres sentadas en los soportales a la vez que charlaban amistosamente zurciendo o tejiendo calcetines. Pero en verano cuando las moscas y los abejorros zumbaban, su madre le llamaba o a él alguna de sus hermanas para que con una rama les ahuyentaran.

Al caer la noche también los hombres sentados junto a la fogata murmuraban, hasta que sentían la llegada de algún guardián del palacio y mismo la llegada de su padre. Para morreando uno tras otro un garro de vino seguir hablando de algo y de nada concreto, hasta que al caer la noche y cuando ya los ojos de los peones dejaban de brillar porque las llamas de la fogata dejaba vencer las sombras; en silencio van abandonado el corro a pares para perderse en la oscuridad.

Después de cenar que casi siempre en invierno eran unas sopas de ajo y verano un gazpacho o un rin-ran como decía su padre. Para luego seguir sentados escuchando la conversación de sus padres y así como las historias la mayor parte de ellos inventadas. Él como el más niño se sentaba al lado su madre y con el rumoreo de sus conversaciones se iba durmiendo hasta que se dejaba caer la cabeza sobre las piernas de ella.

Si, reconoce que ya a sus doce años y pese a que él era un privilegiado al ser su padre capataz, no encontraba explicaciones por tanta miseria y del porqué ese reparto tan inhumano de la riqueza. Pero la verdad es que era una época en que nadie se atrevía dado el poder de la iglesia y de una feudal aristocracia levantar la voz. ¿Para que arriesgase, si todo estaba atado y bien atado?

Qué se le va a hacer, si él como el resto de las familias de la época terminaría en un convento. Donde estas corporaciones mezquinas te lavarían el cerebro con sus tibios sermones inspirados en la caridad cristiana y no de la prohibida justicia social. Si el poder establecido de la Iglesia era tal que si la media en las familias eran la de ocho hijos tres de ellos terminarían sirviendo a la Iglesia, dos al ejército y los otros si es que sobrevivían terminaban como sus padres de gañanes.

Sí, así era dado que por aquel entonces ya dos de sus hermanas habían ingresado en un convento y la otra estaba sirviendo en casa del marques. Él mientras tanto con sus doce años, por las mañanas asistía con otros niños a las clases que les impartía el capellán del palacio y por las tardes con su hermano Evaristo bajaban al río Alberche donde con la habilidad de su hermano llenaban la cesta de peces y ranas para luego las ancas venderlas a los del palacio.

Las tardes de invierno por lo contrario, el capellán les obligaba a largos rosarios, mientras que las mujeres; al calor de la instancia seguir remendando los pantalones, camisas y calcetines de la familia. Sí, así fuero pasando los años, hasta que a sus quince años el capellán que había convencido a sus padres de tener un hijo muy inteligente, les fue convenciendo para que se prepararan por qué su benjamín estaba llamado a servir al señor.

Capítulo VIII
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