CONCILIOS. Asamblea de eclesiásticos convocada para resolver dudas o cuestiones sobre extremos de fe y disciplina.
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Todo el mundo sabe que Jesús fue llamado Cristo, palabra tomada del griego, y su doctrina se llamó cristianismo o evangelio, esto es, buena nueva, porque un sábado, siguiendo su costumbre, entró en la sinagoga de Nazaret, donde se había educado y se aplicó a sí mismo este pasaje de Isaías, que acababa de leer:
«El espíritu del Señor habla por mí, me llenó de su unción y me envió a predicar el Evangelio a los pobres». Los que estaban en la sinagoga le expulsaron y lo llevaron a lo alto de una montaña para arrojarle desde allí (1). Pero sus allegados acudieron para rescatarle diciendo que había perdido el juicio. Sin embargo, Jesús declaró constantemente que no venía a destruir la ley ni las profecías, sino a cumplirlas.
(1)San Marcos, 3, 21
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Hubo dos sacerdotes en Alejandría que discutieron acaloradamente sobre si Jesús era Dios u hombre, cuestión que enzarzó luego a los demás sacerdotes y obispos. Los pueblos se escindieron en dos bandos y causaron tal desorden sus disputas que los paganos se burlaban del cristianismo en sus teatros. El emperador Constantino escribió en estos términos al obispo Alejandro y al sacerdote Arrio, promotores del conflicto:
«Esas cuestiones, que no son necesarias y las suscita una inútil ociosidad, pueden plantearse para aguijonear el ingenio, pero nunca deben llegar a oídos del pueblo. Divididos por cuestión tan baladí, no es justo que gobernéis a vuestro antojo a una inmensa multitud del pueblo de Dios. Ese comportamiento es bajo, pueril e indigno de sacerdotes y de hombres sensatos. No os digo esto para obligaros a que os pongáis de acuerdo sobre una cuestión tan intrascendente; podéis conservar vuestras ideas, con tal que esas sutilezas las conservéis soterradas en el fondo del pensamiento».
(…)
Convencido Constantino, escribió dos cartas para que se publicaran las ordenanzas del Concilio y tuvieran conocimiento de ellas los que no habían asistido. La primera, dirigida a las iglesias en general, dice que la cuestión de la fe ha sido examinada y esclarecida y ya no ofrece ninguna dificultad; en la segunda dice a varias iglesias, en particular a las de Alejandría, que lo que
trescientos obispos han ordenado no es otra cosa que el acatamiento a la doctrina de Hijo único de Dios y que el Espíritu Santo ha declarado la voluntad de Dios a través de los que recibieron su inspiración, por lo que nadie debe dudar ni tener opinión distinta, y todos los corazones buenos deben seguir el camino de la verdad.
Los escritores eclesiásticos no concuerdan respecto al número de obispos que se reunieron en dicho Concilio. Eusebio dice que fueron doscientos cincuenta; Eustaquio de Antioquía cuenta doscientos setenta; san Anastasio, en la carta que escribió a los solitarios, refiere que fueron trescientos, y lo mismo que dice Constantino, pero en su carta a los africanos consta que lo suscribieron trescientos dieciocho. Los cuatro escritores fueron, sin embargo, testigos oculares y dignos de fe.
El número de trescientos dieciocho, que el papa san León llama número misterioso, fue el adoptado por la mayoría de los padres de la Iglesia. San Ambrosio nos dice que haber consagrado trescientos dieciocho obispos fue una prueba de la presencia de Jesús en el Concilio de Nicea porque
la cruz indica trescientos y el nombre de Jesús dieciocho. San Hilario, defendiendo la doctrina de la consustancialidad que aprobó el Concilio de Nicea, aunque fue condenada cincuenta y cinco años antes en el Concilio de Antioquía, apostilla:
«Ochenta obispos rechazaron la palabra consustancial, pero trescientos dieciocho la admitieron. El número de estos últimos es para mí un número santo porque es el de los hombres que acompañaban a Abrahán cuando venció a los reyes impíos y fue bendecido por el que representa al Sacerdote Eterno». Selden refiere que Doroteo, metropolitano de Nomembasa, decía que se congregaron en el mencionado Concilio trescientos dieciocho padres,
porque habían transcurrido trescientos dieciocho años desde la Encarnación. Los cronologistas coinciden en que ese Concilio se celebró el año
325 de nuestra era, pero Doroteo
cercena siete años para poder hacer esa comparación. Todo esto es una bagatela; por otro lado, no empezaron a contarse los años desde la Encarnación de Jesús hasta el Concilio de Lestines, que tuvo lugar el año 742. Dionisio el Joven imaginó esa época en su Cielo solar del año 526 y Bede la había ya empleado en su Historia eclesiástica.
No debe extrañarnos que el emperador Constantino adoptara la opinión de los trescientos dieciocho obispos que se inclinaron a favor de la divinidad de Jesús, pues parece que le movió a ello el que Eusebio de Nicomedia, uno de los principales jefes del partido arriano, fuese el instigador de la crueldad que manifestó Lucinio en
las matanzas de obispos y en la persecución de los cristianos. El propio Constantino le acusa en la carta que escribió a la iglesia de Nicomedia: «Envió contra mí —dice— varios espías durante las perturbaciones; sólo le faltó alzarse en armas. Así me lo aseguran los sacerdotes y los diáconos partidarios suyos que apresé. Durante el Concilio de Nicea sostuvo con arrogancia e imprudencia el error contra el testimonio de su conciencia unas veces, y otras imploró mi protección, por miedo de que le privara de su dignidad si resultaba convicto de tan grave crimen. Me sorprendió vergonzosamente y me hizo creer lo que le convenía; después, ya sabéis qué hizo con Theognis.»
El emperador se refiere al fraude que cometieron Eusebio de Nicomedia y Theognis de Nicea al firmar. En la palabra
omousios intercalaron una i y formaron la palabra
omiousios, o sea semejante en sustancia; la primera de estas dos palabras significa la sustancia misma. Con ello demostraron ambos obispos que cedían ante el miedo de ser depuestos y desterrados, porque sabido es que
el emperador amenazó con el destierro a los que se negaran a firmar. Por eso otro Eusebio, obispo titular de Cesárea, aprobó la palabra consustancial después de combatirla el día anterior.
A pesar de la amenaza mencionada, Thomas de Marmarique y Segundo de Tolemaique continuaron con terquedad siendo partidarios de Arrio. El Concilio los condenó lo mismo que a éste y Constantino los desterró y declaró en un edicto que castigaría con pena de muerte a quien tuviera algún escrito de Arrio y no lo hubiera quemado.
Tres meses después, Eusebio de Nicomedia y Theognis de Nicea fueron desterrados a las Galias. Se dijo que habiendo sobornado al que custodiaba las actas del Concilio consiguieron borrar sus firmas y además se dedicaron a propalar públicamente que no se debe creer que el Hijo sea consustancial con el Padre. Por fortuna, para sustituir sus dos firmas y conservar el número misterioso de trescientos dieciocho se les ocurrió
poner el libro de actas del Concilio sobre las tumbas de Crisanto y de Misonio, que fallecieron mientras se celebraban las sesiones del Concilio; pasaron allí la noche orando y al día siguiente abrieron el libro y se encontraron con las firmas de los dos obispos fallecidos (1).
Utilizando un recurso parecido, los padres del susodicho Concilio hicieron la distinción de libros auténticos y de libros apócrifos de la Sagrada Escritura (2): los pusieron todos sobre el altar y los libros apócrifos cayeron al suelo por sí mismos. :sleep:
(1) Nicéforo, lib. VIII, cap. XXIII.
(2 ) Concilios de Labbe, t. I, pág. 84.