Él estaba allí, observándola y contemplando su delicada belleza: su cabellera dorada, que reposaba sobre su torneada espalda; su tez blanza y lozana, que cubría cada parte de su cuerpo; su cola grisácea y dorada, que reflejaban que habían muchas historias que debían ser contadas.

Ella estaba allí, recostada sobre una roca que se hallaba frente a la orilla del mar, aquel mar que era su hogar, su mundo, su habitad. Ella se encontraba triste, quizás. Su rostro reflejaba una extraña tranquilidad, un sentimiento que al parecer no se podía explicar.

El panorama era bellísimo y él deseaba conocerla más. No obstante, temía que fuese a fallar y que ella quisiese huir de él. Él realmente quería acercarse a ella, besarla y dejarse cautivar por su belleza; pero así mismo, sus temores no lo permitieron.

Él suspira, la observa y se aleja. Prefiere salir de allí, antes que estropear su serena belleza. Mientras huía, recordaba su imagen, su postura, su serenidad, su delicadeza, todo. De seguro, no encontraría nada más bello en el mundo que aquella preciosa sirena.

Ella, por su parte, siente la presencia de él. Mira a su alrededor, busca con la mirada a quien sea que se encontrase allí, no halla nada, baja su mirada y se aflige. Nadie comprendía sus sentimientos, nadie entendía que aquella belleza estaba desperdiciada: ella se encontraba en completa soledad. Simplemente anhelaba con amar y ser amada. ¿De que le servía semejante encanto si a nadie se lo podía entregar?