2ª parte del artículo (bueno, más que artículo es un post de su blog. Está escrito por Pío Moa, escritor, converso de la extrema izquierda en la que militó en sus años mozos..., y ahora situado en la derecha):

El racismo, de moda en Europa, cimentó el argumentario separatistas: contra toda evidencia, vascos y catalanes constituirían razas distintas y contrarias a la española, llamada despectivamente maketa o charnega. En el separatismo vasco, el racismo se hizo obsesivo. La raza bizkaina, instruye Arana, era “singular por sus bellas cualidades, pero más singular aún por no tener ningún punto de contacto o fraternidad ni con la raza española, ni con la francesa (…) ni con raza alguna del mundo”, de modo que siendo “la más noble y más libre del mundo”, sufría “humillada, pisoteada y escarnecida por España, esa nación enteca y miserable”. Y fulminaba a sus paisanos: “Habéis mezclado vuestra sangre con la española o maketa (…) con la raza más vil y despreciable de Europa”. Tan despreciable que era “el testimonio irrecusable de la teoría de Darwin, pues más que hombres semejan simios poco menos bestias que el gorila: no busquéis en sus rostros la expresión de la inteligencia humana ni de virtud alguna; su mirada solo revela idiotismo y brutalidad”.

No extrañará que Arana despreciara los primeros tanteos catalanistas de acción común: “Cataluña es española por su origen, por su naturaleza política, por su raza, por su lengua, por su carácter y por sus costumbres”. “Los catalanes, saben perfectamente que Cataluña ha sido y es una región de España”. Por tanto, señala sin piedad: “Maketania comprende a Cataluña”, y “Maketo es el mote con que aquí se conoce a todo español, sea catalán, castellano, gallego o andaluz”. No excluía “entendernos en la acción definitiva” contra España, pero aun así, “jamás confundiremos nuestros derechos con los región extranjera alguna”.

Con alguna menor intensidad, la idea de raza también nucleaba al separatismo catalán. Según su ideólogo Pompeu Gener, los catalanes pertenecerían a “la raza Aria”, frente al resto de España donde “predomina demasiado el elemento semítico, y más aún el presemítico o berber (…). Lo que ahí priva son las degeneraciones de esos elementos inferiores importados de Asia y del África (…) Nosotros, indogermánicos de origen y corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales razas inferiores”. “Los catalanes valemos más como hombres en camino al Superhombre”. España definiría a una población constreñida por lazos meramente políticos*.

Así pues, si España no existía, según Prat, o era tan irrisoriamente inepta y ruin como decía creer Arana, la misión que ambos se atribuían debía haber resultado muy fácil. Y difícil, en cambio, explicar dónde había estado durante siglos Cataluña, o cómo se había producido la supuesta sumisión de los vascos. Pero estas dificultades nunca les preocuparon. Como fuere, el halago exaltado a un grupo social, combinado con el señalamiento de un enemigo culpable de todos los males, sugestiona fácilmente a mucha gente, si se insiste en ello con tenacidad *. Y así fue.

A estas campañas ayudó de forma decisiva el “desastre” del 98, como recordaba Cambó. Así fue posible que a los pocos años Prat exagerase: “Hoy ya, para muchos, España es sólo un nombre indicativo de una división geográfica”.
***
Aun con estas semejanzas y nivel intelectual poco notable en ambos secesionismos, hay fuertes diferencias entre el programa de Prat y el de Arana. El primero anhelaba “más que la libertad para mi patria. Yo quisiera que Cataluña (…) comprendiera la gloria eterna que conquistará la nacionalidad que se ponga a la vanguardia del ejército de los pueblos oprimidos (…) Decidle que las naciones esclavas esperan, como la humanidad en otro tiempo, que venga el redentor que rompa sus cadenas. Haced que sea el genio de Cataluña el Mesías esperado de las naciones”. Y al mismo tiempo proclamaba una vocación imperialista, pues el imperialismo “es el período triunfal de un nacionalismo: del nacionalismo de un gran pueblo”. Cataluña debía convertirse en el elemento hegemónico de un imperio ibérico extendido desde Lisboa al Ródano, para luego “expandirse sobre las tierras bárbaras”. Un plan anacrónico y algo infantil que solo podría traer graves tensiones, incluso bélicas, con Portugal y con Francia. Aparte, ¿qué autoridad moral invocarían los nacionalistas catalanes, tras proclamarse tan radicalmente distintos, para dirigir al resto de los españoles? Prat invoca “sentimientos de hermandad”, lo cual lo lleva por otro camino a la “monstruosa bifurcación” de la conciencia catalana que él quería eliminar. Por otra parte, ¿y si el resto de España rehusaba el liderazgo del nacionalismo catalán? Porque Cataluña no dejaba de ser una parte menor del país, y si veía al idioma común como extranjero renunciaba al principal cauce de influencia. Sólo quedaba, en última instancia, intentar liderar y liberar a los llamados “países catalanes”, Valencia y Baleares, muy poco entusiastas al respecto.

Y a Arana, desde luego, ni se le ocurría pensar en los separatistas catalanes como vanguardia de los “pueblos oprimidos” o de cualquier otra cosa. Su plan, al revés del de Prat, propugnaba el autoencierro para el “pueblo más noble y más libre del mundo”. La mayor distinción de los vascos, sería, después de la raza, el vascuence, “broquel de nuestra raza, y contrafuerte de la religiosidad y moralidad de nuestro pueblo”, pues “donde se pierde el uso del Euzkera, se gana en inmoralidad”. Por eso, “Tanto están obligados los bizkaínos a hablar su lengua nacional como a no enseñársela a los maketos”. Nada, pues, de moralizar por vía lingüística a los maketos: “Muchos son los euzkerianos que no saben euzkera. Malo es esto. Son varios los maketos que lo hablan. Esto es peor”. “Si nuestros invasores aprendieran el euzkera, tendríamos que abandonar éste, archivando cuidadosamente su gramática y su diccionario, y dedicarnos a hablar el ruso, el noruego”. Etc.

La lengua materna de Arana era el castellano. De ella renegó, aunque la escribiera con no mal estilo, pero no debió de llegar a dominar el vascuence, como indica su creación de la palabra Euzkadi para nombrar el espacio vasco. Según sus adeptos, “El anhelo de la raza más vieja de la tierra (…) se condensa maravillosamente en una sola palabra, la que no acertó a sacar durante cuarenta siglos nuestra raza del fondo de su alma, palabra mágica creada también por el genio inmortal de nuestro Maestro: ¡Euzkadi!”. El filólogo vasco Jon Juaristi califica el término de dislate, compuesto de “una absurda raíz euzko, extraída de euskera, euskal, etc., a la que Arana hace significar “vasco”, y del sufijo colectivizador -ti /-di, usado sólo para vegetales. Euzkadi se traduciría literalmente por algo parecido a bosque de euzkos, cualquier cosa que ello sea”. Ya Unamuno criticó la “grotesca y miserable ocurrencia” de un “menor de edad mental”, que equivaldría a cambiar la palabra España por “Españoleda, al modo de pereda, robleda…” *.

Y lejos del imperio ibérico soñado por Prat, enseñaba Arana: “aborrecemos a España no solo por liberal, sino por cualquier lado que la miremos”, y por ello, “si la viésemos despedazada por una conflagración intestina o una guerra internacional, nosotros lo celebraríamos con fruición y verdadero júbilo”**.

Otra diferencia es que el nacionalismo vasco será siempre muy derechista, salvo pequeñas variedades, hasta que en los años 70 del siglo XX cobre fuerza la socialista ETA. En cambio al nacionalismo catalán, también de derechas al comienzo, le nacería pronto un sector más izquierdista, violento y radical. Con el tiempo, el catalanismo de derecha encontraría “en el patriotismo español la ampliación natural y complemento necesario del patriotismo catalán”*. Por el contrario, la izquierda acentuaba el talante separatista o al menos exclusivista. La doctrina de Prat daba al nacionalismo catalán su ambivalencia y vaivén entre la idea de hegemonizar una “Espanya gran” reducida a confederación presta a disolverse al menor pretexto, y un separatismo abierto de los llamados “països catalans”.

También difería el estilo de las propagandas: bronco el de Arana, más solapado el de Prat, como él mismo advierte: “Evitábamos todavía usar abiertamente la nomenclatura propia, pero íbamos destruyendo las preocupaciones, los prejuicios y, con calculado oportunismo, insinuábamos en sueltos y artículos las nuevas doctrinas”. Prat y sus seguidores cultivaron un victimismo algo quejumbroso, con sentimientos de superioridad ultrajada y conmemoración sentimental de supuestas derrotas históricas. Los sabinianos, algo menos victimistas, invocaban nebulosas victorias bélicas o “glorias patrias” contra “el invasor español” y llamaba a renovar aquellas hazañas, aunque al mismo tiempo privaban a los vascos de otras glorias más tangibles, alcanzadas por ellos como españoles.