Somos quienes no somos, y la vida es veloz y triste. El ruido de las olas por
la noche es un ruido de la noche; ¡y cuántos lo han oído en su propia alma,
como la esperanza constante que se deshace en la oscuridad como un ruido
sordo de espuma profunda! ¡Qué lágrimas lloraron los que obtuvieron, qué
lágrimas perdieron los que consiguieron! Y todo esto, durante el paseo en la
orilla del mar, se me tornó el secreto de la noche y la confidencia del abismo.
¡Cuántos somos! ¡Cuántos nos engañamos! ¡Qué mares suenan en nosotros,
en la noche de ser nosotros, por las playas que nos sentimos en los
encharcamientos de la emoción! Lo que se ha perdido, lo que se debería
haber perdido, lo que se ha conseguido y ha satisfecho por error, lo que
amamos y perdimos y, después de perderlo, vimos, amándolo por haberlo
tenido, que no lo habíamos amado; lo que creíamos que pensábamos cuando
sentíamos; lo que era un recuerdo y creíamos que era una emoción; y el mar
en todo, llegando allá, rumoroso y fresco, del gran fondo de toda la noche, a
agitarse fino en la playa, en el decurso nocturno de mi paseo a la orilla del
mar...

¿Quien sabe siquiera lo que piensa, o lo que desea? ¿Quién sabe lo que es
para sí mismo? ¡Cuántas cosas sugiere la música y nos sabe bien que no
pueda ser! ¡Cuántas recuerda la noche y lloramos, y no han sido nunca!
Como una voz suelta de la paz tumbada a lo largo, el enrollamiento de la ola
estalla y se enfría y hay un salivar audible por la playa invisible. ¡Cuánto me
muero si siento por todo! ¡Cuánto siento si así vagabundeo, incorpóreo y
humano, con el corazón parado como una playa, y todo el mar de todo, en la
noche que vivimos, batiendo alto, zumbón, y se enfría, en mi eterno paseo a
la orilla del mar. (Libro del desasosiego. Fragmento 250, La muerte del
príncipe, publicado en el número 27 de presença 1930)