EL DIAMANTE

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Por Alejandra Correas Vázquez

DEDICATORIA
Al poeta cordobés
Edmundo Gaudin
que tenía el Diamante

1 - NIÑO Y HOMBRE
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La tarde estaba nublada y triste, pero quedaba una sonrisa. Sobre el horizonte se dibujó la figura del niño.

Una diversidad de nubes cubría el escenario de esa sierra. La roca de basalto extendíase junto al cauce del río. El niño fue bajando por la pendiente, mientras una brisa lenta, que circulada a su alrededor, iba atenuando la calidez de la piedra. Al fin, después de aquellos esfuerzos logró descender hasta la arena dorada de la playa serrana.

Y allí se mantuvo estático esperando con pasividad, mientras que la creciente turbulenta del Río San Antonio, amenguaba. El agua comenzó a aclararse, delineando al puente en sus contornos. Los automóviles estacionados en las cercanías iniciaron su marcha interrumpida, para atravesarlo.

Movimiento. Motores. Veraneantes. Regreso a la ciudad. Otoño. Abril. Luego el tránsito cesó.

El niño cubrió entonces sus pies con un calzado de plástico, para caminar por el barrizal del puente aún mojado, hasta llegar a la otra orilla. Volvió su cabeza hacia atrás por algunos momentos.

Y observó la orilla opuesta del río que dejara atrás suyo, y desde la cual había llegado. De su rostro comenzaba a caerle un velo desgastado, que tenía marcadas en el centro dos pupilas penetrantes y dilatadas. Claras. Abiertas. Ojos de infante. Ojos de antes. Pasóse con curiosidad la mano adulta sobre la cabeza y la cara, acariciando sus nuevas facciones.

Miró el último rayo del sol. Observaba aquella distancia adonde quedase su pasado. Extendió las manos ocultando con ellas al viejo horizonte crepuscular ¡Era ya un joven!... Y se encaminó hacia las tierras del exilio.

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Moles rocosas de basalto ¡Tiempo de olvido!

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2 - AUSENCIA EN ABRIL
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El entreabrió la persiana contemplando la luminosidad del día. Lentamente se dirigió despacio y sin prisa hacia uno de los armarios de la habitación, y tomando el piloto color gris, lo doblaría para colocarlo en uno de los compartimentos del portafolio que llevaba en la mano. La puerta del costado giró.

-—“¿Ya te ibas?”— le preguntó la joven asomando su rostro como a hurtadillas

-—“Sí. Quizás debí irme ayer... tal vez aguardé demasiado”-— fue su contestación

—“¿Y por qué? Pudiste olvidarte de algo”— insistió Alicia

—“Me voy como vine. Lo que existe aquí no es mío ¿Qué podría aguardar?”

—“Podrías llevarte un recuerdo nuestro.”

—“Nada de aquí es mío ...y tampoco tuyo.”

—“Siempre los hemos compartido”

—“No fue así…Nada es nuestro y menos aún de Azucena. Todo pertenece a tu familia. Hasta nuestros niños ¿Qué podría llevar conmigo?”

—“Alguna cosa pequeña. Yo esperaba...”— callóse

—“¿Cuál? ¿Qué? Te hubieras acercado por instinto

—“Nada cambia, ya que partes.”

—“Estás siempre adherida a este entorno familiar que nos ahoga, y no voy a transportarlo también, conmigo.”

—“En nuestra despedida hay indiferencia ¿No crees?”

—“Perdimos el Diamante, así fue, Alicia.”

—“O no supimos tallarlo, Rolando... ¿Llevarás algo para que me recuerdes?”

—“Nada me es propio aquí. Voy en busca de un sitio real para mí.”

—“Yo tengo uniones y no voy a quebrarlas, compréndelas para comprenderme.”

—“Tus uniones son tutelas que te impiden ser libre para compartir tu vida conmigo ¿Podrías comprenderme también a mí, Alicia?”

—“Lo intentaré en tu ausencia.”

—“Esperaré...”— cerró el portafolio con movimientos aún dudosos, y luego se dirigió a la calle

Calle de tierra. Serrana. Empinada. Casonas señoriales bordeando el camino abrileño. Otoño. Partida. Ella puso detrás suyo la llave de la puerta y corrió el pestillo.

Luego se introdujo en las habitaciones del interior de su casa. En la galería del fondo se entremezclaban las voces. Más lejos el jardín ofrecióle su espectáculo dorado del otoño. Los plátanos de inmensos ramajes, teñían el suelo con el naranja viejo de sus hojas.

Dos niños recogíanlas en sus baldes de juguete. Otra jovencita se hallaba de pie junto al mandarino florecido. El perfume de azahar era dueño de toda la escena.

—“¿Ya se fue?”— le preguntó Azucena

—“Sí. No miró ni un momento hacia atrás. Ni una llamada. Pasó la noche en ese cuarto, solo”— contestóle Alicia

—“¿Lo dejaste partir sin seguirlo?”

—“Era su deseo”— confirmóle Alicia

—“¿Y qué hiciste para detenerlo?... O para correr detrás suyo.”
—“No me llamó a su lado.”

—“Rolando estuvo aquí durante todas estas horas ¿Te acercaste en algún momento en busca de un diálogo?”— le observó con inquietud Azucena

—“¡Para que me obsequiara con su silencio!... A su lado las paredes parecen más vivas. El me ignora”

—-“¡No! Además de ciega, tienes los oídos cubiertos por un equívoco espeso. Estuviste todo el tiempo esperando su llamado físico, como a la bocina de los autos... Te has equivocado Alicia, el estaba allí solo en ese cuarto, llamándote” — sostuvo su amiga
-—“Extraña forma de llamarme ¿No lo crees Azucena?”

—“Así fue siempre Rolo, desde el primer día, cuando vino detrás tuyo, Alicia.”

—“Como un símbolo, sin palabras.”

—“Entonces pudiste recibirlas, sin oírlas”— le recordó Azucena
—“Con su presencia aquí, llegando...simplemente.”

—“Sí, de esa manera, tal como el primer día que llegara Rolando en tu busca. Y ahora esperando que lo siguieras.”

—“Siempre sin palabras”— insistió Alicia

—“¿Eran necesarias acaso?”— callóse de improviso mientras se alejaba

—“Abrí la puerta hace un momento y...nos despedimos.”

Dijo esto último Alicia, hallándose ya sola. La otra no la escuchaba, Azucena ahora, divertíase con los niños, que continuaban jugando.

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La arena cubrió todo.

Vino el alud con la creciente desde las Altas Cumbres arrastrando la vida. La arena envolvió los brotes, las vertientes y el afecto.

El se detuvo.

Invocó a sus duendes y no llegaron. Caminó un poco más, bajo el cielo implacable. Invocó a su genio y no le respondió.

Ella se detuvo.

Siguieron los dos caminando sobre la misma arena. El cielo estaba azul prusia y con centelleos de cobalto.

Ellos continuaron.

La arena unió los caminos en una misma creciente y las aguas del río embravecido surcaron su escenario.

Turbulencia. Violencia. Desgaste. Inundación …y… Finalmente la paz, mientras el Río San Antonio retornaba a su calma. Se irguieron los brotes, regresó el afecto y multitudes de amantes convergieron en su rumbo.

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