Las dos semanas de sequía que incendiaron a la capital del país

El domingo 19 de noviembre de 1922 la ciudad de México despertó sin agua. En la capital había, según el censo realizado el año anterior, 615 mil habitantes. En las primeras horas de la mañana la mayor parte de éstos descubrió que era imposible obtener de los grifos una sola gota. La higiene no era el mejor hábito de los capitalinos: muchos destinaban el domingo a su aseo personal —y pasaban el resto de la semana dándose rápidos baños de gato—. El sistema de aguas, pues, no pudo elegir peor día para fallar. Desde muy temprano ejércitos completos de fámulas y mozos fueron vistos con baldes en las manos, buscando el líquido de un lado a otro. No lograron encontrarlo más que en las fuentes públicas, porque el sonido de la ciudad “había perdido el canto del agua”. Con el pelo enmarañado y lagañas en los ojos, la gente se sentó a esperar. Iba a ser muy largo aquel domingo. Cada habitante de la ciudad solía disponer de un promedio de 200 litros diarios. Cuando cayó la noche las cañerías continuaban secas. “Hasta aquel día, nadie se había dado cuenta de la importancia que tiene el agua en nuestros usos domésticos”, consignó un periodista. Los baños de los cines, las cantinas, los teatros, los restaurantes, se estaban convirtiendo, para entonces, en algo parecido a zonas de desastre.

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Al día siguiente se esparció la noticia de que, a causa del descuido de un empleado, las bombas de agua de la planta de la Condesa, en donde concluía el acueducto proveniente de Xochimilco, se habían inundado. El director de Aguas Potables anunció que iba a tomar tres días secar la maquinaria y entregó al público una mala noticia: en ese lapso, la ciudad carecería del líquido suficiente para satisfacer sus necesidades. El agua almacenada, dijo, sólo permitiría abastecer a la población durante dos horas diarias...