XLV

He sentido tu sed contra mi boca
y pisar en mi sangre tus camellos.
Tenía aún echadas las persianas
sobre el canto de gallo de mi sueño.
Me estabas esperando, como siempre,
a la entrada del día por mi cuerpo,
con todas tus lejanas soledades
próximas al estuario de mi lecho.
Tus granitos de arena se acogían
a la mata de sombra de mi pelo,
tentaban de mis ojos las pestañas
y subían al globo de mi pecho.
Íntimo, pequeñito, enarenado,
alfombra de infantiles balbuceos,
tenías ese aire de ternura
que amansa las pupilas de los perros.
Eras otro distinto, rezumante
de savias dulces e inefables cielos.
Y apretando tu sed contra mi boca
y pisando mi sangre tus camellos,
lanzándote a tu hogar de lejanías,
recobraste tu tono de desierto.




XXXV

Ya no sé si mis horas son las tuyas,
si es el tuyo o el mío este desvelo,
si el corazón me late en las arenas
o si es la arena voz del pensamiento.
Si me doy a tu abrazo no me hallo,
si me busco en mí mismo no me encuentro.
Y estoy entre tu alfanje y mi garganta
en un aire sin alas prisionero.
En esta encrucijada de ponientes
mis límites por ti cruzan abiertos,
y mis sures desaguan en tus nortes
y en tus nortes se apagan los luceros.
Y no saber dónde mi mar comienza
ni dónde se termina tu desierto.




XLII

Este paisaje duele en la mirada
un agravio de vidrios y de cauterios.
Nadie lo arrullará. Ninguna boca
le ha de brindar un vértigo de besos.
Todos se alejarán de su melena
rugiente de leones y de fuegos.
Sólo hubo un mar, huido de tus conchas,
que aún transita las sales del recuerdo,
sales que son cadáveres de espumas,
sarcófago salobre de un mar muerto.
Sólo ese mar y yo: Dos soledades
en el túmulo blando del silencio,
que atadas al grillete de tus dunas
velamos tu crisol en cautiverio.
Solo ese mar y yo, llanto y espina
que tatuara el dolor sobre tu pecho.