Parte I del artículo

La extracción de este metal alcalino para las baterías de los coches eléctricos requiere enormes cantidades de agua. Argentina, Bolivia y Chile son los más afectados.

No hace falta ser experto en energía para darse cuenta de que es imperativo buscar alternativas a los combustibles fósiles, entre otras cosas, porque estamos llegando al principio del fin de la producción de petróleo, pero sobre todo porque los efectos destructivos que provocan –agotamiento permanente de fuentes de agua, deforestación, inundaciones, vertidos tóxicos, incendios, huracanes, subida de los niveles del mar, etc.– son cada vez más palpables para la mayoría de la población mundial.

Una de las soluciones tecnológicas para paliar los deletéreos efectos de la economía del petróleo es la producción de automóviles eléctricos. El estado de California, por ejemplo, planea reducir la emisión de gases en un 40% hasta llegar a niveles inferiores a los de 1990. Para ello, proyecta crear una serie de incentivos financieros y de regulaciones que permitan que en el 2030 haya 4.2 millones de autos eléctricos en su parque automovilístico. En Europa algunos estados como Holanda tienen objetivos incluso más ambiciosos y aspiran a tener un parque automovilístico 100% eléctrico para el 2030.

Con semejantes incentivos estatales, los principales productores de autos mundiales –Ford, Toyota, Nissan, General Motors, BMW, etc.– hace tiempo ya que llevan experimentando con vehículos híbridos y modelos eléctricos, pero ninguna de ellas iguala en ambición ni en grandilocuencia tecno-utópica a la californiana TESLA y a su capitán de industria Elon Musk. Como Steve Jobs en su día, Musk, portada incluso de revistas de entretenimiento como Rolling Stone, es idealizado o vilipendiado como el auténtico gurú de una secta que podría salvarnos del apocalipsis ecológico sin renunciar a la comodidad de nuestros vehículos utilitarios. De las paredes de la gigafactory de Tesla en Nevada cuelga un cartel enorme que reza: “Para acelerar la transición mundial a la energía sustentable”.

TESLA produce automóviles eléctricos de lujo con la promesa de alcanzar niveles de producción masivos y precios al alcance de las clases medias. Pero, como el iphone en su día, los automóviles TESLA son mucho más que un automóvil: son el futuro, “un sueño hecho realidad”, como le escuché decir a una de sus usuarias californianas. Los modelos TESLA poseen, entre otras cosas, reconocimiento facial , capacidad de estacionarse automáticamente y, eventualmente, autonomía para operar sin control humano. Además de sus vehículos eléctricos, Musk ha producido en Australia la batería de litio más grande del mundo con 100 megavatios de potencia para abastecimiento eléctrico doméstico, planea fabricar camiones eléctricos para el transporte de mercancías pesadas e incluso lanzar automóviles que alcancen la luna.

Con estos mimbres resulta casi imposible restarse al optimismo tecnológico que promueve Musk, o, si no se comparte su visión futurista, al menos no reconocer la necesidad de iniciar lo antes posible una transición hacia el uso de energías alternativas al petróleo, a ser posible renovables y más limpias. Sin embargo, antes de aceptar las nuevas soluciones tecnológicas que se nos ofrecen, deberíamos, por una cuestión de ética esencial, preguntarnos de dónde vienen los materiales que hacen posible el uso de estas nuevas energías en la producción de vehículos limpios.

En este caso la pregunta puede ser bastante simple y, a la vez, bastante esquiva. La funcionalidad de los vehículos eléctricos depende de la capacidad de fabricar baterías relativamente livianas. Hoy por hoy esto se consigue fabricando baterías de litio, las mismas que también hacen posible que la batería de nuestros celulares y computadores funcione sin estar conectada a una fuente de red. La pregunta entonces es: ¿De dónde viene el litio y qué efectos tiene su minería en las comunidades donde opera?

El litio está bastante concentrado en ciertas áreas geográficas. Hay litio en roca en Australia, en Carolina del Norte (Estados Unidos) y en algunos lugares de China, pero la forma más barata de extraer litio es mediante evaporación en salares (lagos de sal formados tras un prolongado periodo de erupción volcánica). Hay salares en Tíbet y en Nevada (Estados Unidos), pero la mayoría de las reservas mundiales de litio –entre el 80% y el 85% dependiendo de los expertos—están en una zona transandina que se extiende a través de las fronteras de Argentina, Bolivia y Chile e incluye los salares de Atacama (Chile), Hombre Muerto, Olaroz y Salinas Grandes (Argentina) y Uyuni y Coipasa (Bolivia) entre otros muchos de menor tamaño. Se trata de cuencas endorréicas (cerradas al flujo de los ríos y otros cauces de agua) que oscilan entre los 2,400 y los 4,000 metros de altitud y que presentan índices de precipitación muy bajos y de radiación muy altos. O dicho más prosaicamente: hace mucho calor en el día, mucho frío en la noche y hay muy poco agua para la vida en general.

La revista Forbes, que rebautizó la zona con el nombre de "Arabia Saudí del Litio", describe en estos términos el Salar del Atacama:

"Nada crece en el corazón del Salar de Atacama, esta antigua cuenca lacustre, 700 millas al norte de Santiago, debe ser el lugar más seco del planeta, una tierra baldía, cubierta de una costra de rocas de sal que se parece a una plasta de vaca […]. Si no fuera por la preciosa salmuera que burbujea 130 pies por debajo de la superficie, los humanos se mantendrían alejados del Salar de Atacama".