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La nada no existe

Una de las cuestiones que acabamos de apuntar –la intensidad del big bang– es uno de los grandes misterios en relación con el nacimiento del universo. Al respecto, Antonio Fernández-Rañada, antiguo catedrático de Física Teórica en la Universidad Complutense de Madrid, escribe lo que sigue en su fascinante obra Los científicos y Dios (Nobel, 1994): «Si hubiese sido un poco más violento de lo que fue [el big bang], la materia se hubiese dispersado tan deprisa que no habrían podido formarse las condensaciones que dieron lugar a las estrellas y los planetas: no estaríamos aquí. Si hubiese sido más débil, el proceso sí se hubiese iniciado, pero sin llegar luego a buen puerto. La gravedad habría frenado la expansión, interrumpiéndola con un colapso catastrófico, que llevaría a la naciente vida a un aborto seguro. La intensidad de la explosión tuvo que ser la correcta, ni muy fuerte ni demasiado débil: lo justo. Con poco margen de error. El universo acertó».

Desde un punto de vista teórico es posible construir otros universos con distintos parámetros físicos, pero todos ellos desembocan en catastróficos fracasos. Tal como afirma Robert Clarke, autor del sobresaliente libro "Los nuevos enigmas del universo" (Alianza, 2001), «parece como si, desde el principio, la lógica del universo hubiera sido ineluctable, como si hubiera tenido enseguida unos elementos y una organización que, al cabo de unos millones de años, le darían su orden y su armonía. Como si existiese en la naturaleza un principio que rige la puesta en práctica de dicho orden». Por su parte, el físico teórico estadounidense Lee Smolin afirma: «La única manera de concebir el universo como sistema global es concebirlo como una entidad autoorganizada.»

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