Tal es el título de una novela que aún no leí pero que me gustaría leer, a su tiempo, ya que promete "conmover" esa paz que intentamos mantener con las palabras (ya sea la pensada, la dicha, la leída) en torno al sentido de las cosas.

Cuando lo haga volveré para hacer mis comentarios, pero por lo pronto me gustaría compartir este artículo (entrevista) que habla sobre la obra y su autora. Lo posteo en dos partes porque es largo, y dejo el Link: https://www.pagina12.com.ar/204507-r...s-de-la-manada

Recuerdos de la manada

Narradora y dramaturga, Ariana Harwicz sorprendió en los últimos años con una trilogía de alto impacto acerca de las relaciones desquiciadas entre madres e hijos. Matate, amor, La débil mental y Precoz, tres audaces experimentos con la lengua y los lugares comunes de la corrección política y las identidades inmutables, marcaron los pasos de una obra que empieza a llamar la atención en Argentina y en Francia, donde la autora reside desde 2007. Ahora Anagrama publica Degenerado, su nueva novela, que despliega la voz de un viejo varón que es acusado de abuso y violencia y decide defenderse atacando a toda la sociedad y proclamándose, él también, una víctima.

“Y si uno se casa con una muchacha, y un día despierta al lado de una mujer, quizá comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos”, le hacía decir Onetti a su Eladio Linacero en El Pozo. Algo de ese tono anacrónico, revulsivo y provocador tiene el degenerado de Ariana Harwicz. Un varón viejo, un marginal, un inmigrante judío en una zona rural de Francia que monologa con el aullido de los vecinos de fondo primero, después de un tribunal, finalmente de un pueblo entero que quiere trozar su cuerpo y devorar su cabeza. Ha violado y matado a una niña pequeña, destrozó su cuerpo y se victimiza pero también ataca, se duerme en su propio juicio, se burla de sus fans y hecha sal en la llaga de una cultura que cada vez da más voz a las víctimas pero no por eso apaga la sed de los victimarios. “Cada intimidad de las casas, cada pórtico con jardín, cada decoración interior y cada cochera con cobertizo en las navidades tiene su apariencia sexual y sus derivados y cada familia es un apetito incontrolable”, masculla antes de balbucear que fue cazado pero que no es él al que buscan. El, que tenía un futuro como pianista y terminó desperdiciando su vida en ese disco rayado de una mente culta pero torcida, llena de odio, con el derrame de sexualidad de un padre descuidado y promiscuo y una madre omnipresente y a la vez fantasmática, siempre ahí, mirándolo y también, en su fantasía, abandonándolo. Su voz es la de los violentos, la de los asesinos, la de los impunes que hacen justicia por mano propia porque creen que la sociedad les debe algo y que el deseo no puede ser legislado, aun cuando sea criminal. Harwicz dice haberse inspirado en el mapa de violadores denunciados en Argentina, haber empezado a escribir en francés y haber terminado escribiendo en argentino, ese español cortajeado que se convierte en mantra a las pocas líneas de haber empezado a leer, en maquinación brutal que de repente no tiene lógica y en un golpe a la mandíbula cierra miles de sentidos juntos, como si fuera el discurso de un candidato al que nadie quiere escuchar pero con el que podrían sentirse identificados. “Si tuviera que decir cuál es la tesis de Degenerado diría que toda tentativa de encontrarle a un hombre, a una mujer, una identidad, o de adjudicarle, atribuirle una identidad, es falsa. Y todo aquel que se atribuye a sí mismo una identidad única, entera, y dice soy esto está mintiendo. Y creo que todo el monólogo, extenso, lúgubre, sobre todo la defensa del juicio de este personaje es un poco una guerra que le declara él al pueblo, a la ley, al país y a la identidad que le quieren atribuir, por eso todo el tiempo mascullando, está escupiendo, insultando y aborreciendo todo lo que le asignan: jubilado, viejo, retirado, hijo, y después por supuesto degenerado, alcohólico, perverso, chancho, y después presidario. Como si todo el tiempo esas nomenclaturas, esos nombres, todos fueran a su vez falsos, incluso los que nos dan como evidentes, como el hecho de ser hijo: él dice “uno puede no ser hijo”. Le dice a la madre “no te preocupes, un día vas a estar en un pueblo cualquiera, en un paraje, en una aduana, en un cruce, y no vas a haber sido madre, te vas a olvidar que alguna vez fuiste madre”, como si las identidades filiales fueran discutibles.