El “solo acto de justificación” de Jesucristo.
Las Escrituras muestran que cuando Jesucristo estuvo en la Tierra, tuvo un cuerpo humano perfecto (1Pe 1:18, 19), y que retuvo su perfección manteniendo y fortaleciendo su integridad cuando fue puesto a prueba. Esto estaba de acuerdo con el propósito de Dios de “perfeccionar mediante sufrimientos al Agente Principal” de la salvación. (Heb 2:10.) En otras palabras, como indica Pablo en Hebreos 5:7-10, la obediencia de Jesús, así como su determinación a permanecer íntegro, fue perfeccionada, y él también fue perfeccionado para ocupar la posición de sumo sacerdote de Dios para la salvación. Debido a que terminó intachable —en toda la extensión de la palabra— su derrotero terrestre, Dios lo reconoció como persona justificada. Por consiguiente, fue el único hombre que, bajo pruebas, permaneció totalmente justo o recto ante Dios por méritos propios. Por este “un solo acto de justificación [forma de di·kái·ō·ma]”, es decir, por demostrar que era justo a la perfección en toda su vida intachable, hasta morir una muerte sacrificatoria, sentó la base para que otras personas que ejercieran fe en él pudiesen ser declaradas justas. (Ro 5:17-19; 3:25, 26; 4:25.)
En la congregación cristiana.
Con la venida del Hijo de Dios como Redentor prometido, llegó a existir un nuevo factor sobre el que Dios podía basar sus tratos con sus siervos humanos. Los seguidores de Jesucristo que han sido llamados para ser sus hermanos espirituales con la perspectiva de ser coherederos con él en el reino celestial (Ro 8:17), primero son declarados justos por Dios sobre la base de su fe en Jesucristo. (Ro 3:24, 28.) Este es un acto judicial de Jehová Dios. Por consiguiente, nadie puede ‘presentar acusación’ contra sus escogidos ante Él como Juez Supremo. (Ro 8:33, 34.) ¿Por qué toma Dios esta acción con relación a ellos?
En primer lugar, Jehová es perfecto y santo. (Isa 6:3.) Por consiguiente, en armonía con su santidad, aquellos a quienes acepta como sus hijos deben ser perfectos. (Dt 32:4, 5.) Jesucristo, el Hijo principal de Dios, demostró ser perfecto, “leal, sin engaño, incontaminado, separado de los pecadores”. (Heb 7:26.) Sin embargo, sus seguidores son escogidos de entre los hijos de Adán, quien, debido a su pecado, engendró una familia imperfecta y pecadora. (Ro 5:12; 1Co 15:22.) Por ello, como se muestra en Juan 1:12, 13, los seguidores de Jesús no eran en un principio hijos de Dios. Por su bondad inmerecida, Él dispuso un proceso de “adopción” por medio del cual acepta a estas personas favorecidas y las introduce en una relación espiritual como parte de la familia de sus hijos. (Ro 8:15, 16; 1Jn 3:1.) Por consiguiente, Dios sienta la base para su entrada, o adopción, en la condición de hijos, al declararlos justos por medio del mérito del sacrificio de rescate de Cristo, en el que ejercen fe, un sacrificio que los exonera de toda culpa debida al pecado. (Ro 5:1, 2, 8-11; compárese con Jn 1:12.) De este modo se les “imputa” o atribuye condición de justos, todos sus pecados les son perdonados y no se les tienen en cuenta. (Ro 4:6-8; 8:1, 2; Heb 10:12, 14.)
Este acto de justificación va más lejos que el de Abrahán (y de otros siervos precristianos de Dios), explicado en párrafos anteriores. Santiago señaló el alcance de la justificación de Abrahán en estos términos: “Se cumplió la escritura que dice: ‘Abrahán puso fe en Jehová, y le fue contado por justicia’, y vino a ser llamado ‘amigo de Jehová’”. (Snt 2:20-23.) En consecuencia, sobre la base de su fe, la justificación de Abrahán le hizo amigo de Dios, pero no le confirió la condición de hijo de Dios mediante un ‘nuevo nacimiento’ que le permitiese alcanzar vida celestial. (Jn 3:3.) El registro bíblico aclara que antes de que Cristo viniese, ni la adopción en calidad de hijos de Dios ni la esperanza celestial estaban al alcance del hombre. (Jn 1:12, 17, 18; 2Ti 1:10; 1Pe 1:3; 1Jn 3:1.)
Todo lo considerado hace ver que aunque estos cristianos disfrutan de una condición de personas justas ante Dios, no han alcanzado en la carne la perfección literal o verdadera. (1Jn 1:8; 2:1.) En vista de su perspectiva de vida celestial, en realidad no necesitan tal perfección física. (1Co 15:42-44, 50; Heb 3:1; 1Pe 1:3, 4.) Sin embargo, por ser declarados justos, es decir, habiéndoseles ‘imputado’ o atribuido justicia, satisfacen los requisitos de Dios en este sentido y Él los introduce en el “nuevo pacto” validado por la sangre de Jesucristo. (Lu 22:20; Mt 26:28.) Estos hijos espirituales adoptivos, que se encuentran dentro del nuevo pacto realizado con el Israel espiritual, son ‘bautizados en la muerte de Cristo’ y, finalmente, sufren una muerte como la suya. (Ro 6:3-5; Flp 3:10, 11.)
Si bien Jehová perdona sus pecados e imperfecciones, en su carne persiste una lucha, como explicó Pablo en su carta a los Romanos (7:21-25), una lucha entre la ley implantada en su mente renovada (Ro 12:2; Ef 4:23), o la “ley de Dios”, y la “ley del pecado”, anidada en sus miembros. Esto se debe a que no gozan de un cuerpo perfecto aunque se les ha imputado justicia y perdonado sus pecados. Esta lucha interior pone a prueba su integridad a Dios; pueden ganarla con la ayuda del espíritu de Dios y el auxilio de su misericordioso sumo sacerdote, Jesucristo. (Ro 7:25; Heb 2:17, 18.) Sin embargo, para ganarla se requiere que constantemente ejerzan fe en el sacrificio redentor de Cristo y le sigan, manteniendo así su condición de justos a la vista de Dios (compárese con Rev 22:11) y asegurando para sí “su llamamiento y selección”. (2Pe 1:10; Ro 5:1, 9; 8:23-34; Tit 3:6, 7.) Si, por el contrario, incurren en una práctica del pecado, apartándose de la fe, pierden su condición favorecida ante Dios, su justificación, porque están ‘fijando de nuevo en un madero al Hijo de Dios para sí mismos y exponiéndolo a vergüenza pública’ (Heb 6:4-8), lo que supondría la destrucción de ellos. (Heb 10:26-31, 38, 39.) A este respecto, Jesús habló del pecado imperdonable, y el apóstol Juan distinguió entre el “pecado que no incurre en muerte” y el que “sí incurre en muerte”. (Mt 12:31, 32; 1Jn 5:16, 17.)
Después de su fiel proceder hasta la muerte, Jesucristo fue “hecho vivo en el espíritu” y recibió inmortalidad e incorrupción. (1Pe 3:18; 1Co 15:42, 45; 1Ti 6:16.) De esta forma fue “declarado [o pronunciado] justo en espíritu” (1Ti 3:16; Ro 1:2-4) y se sentó a la diestra de Dios en los cielos. (Heb 8:1; Flp 2:9-11.) Los seguidores fieles de las pisadas de Cristo esperan con anhelo una resurrección como la de él (Ro 6:5) y llegar a ser partícipes de la “naturaleza divina”. (2Pe 1:4.)