La leyenda reza así:

“Oficia la misa el ánima de un antiguo clérigo en la parroquia, puede que ni recordado por los vivos. La principal condición para que pueda celebrarse esta misa es que asista a ella un vivo, pues si no, no tiene validez. El vivo, sin saber qué puede ocurrir, se acerca a la iglesia porque la ve iluminada y con gente dentro, oye algún ruido o siente algo extraño que le hace mirar qué pasa. Al finalizar la ceremonia, las ánimas desaparecen como por arte de encanto, se apagan las luces, se cierra la puerta de la iglesia y el vivo, en muchos casos se queda solo dentro y hay veces que hasta es tomado por ladrón cuando lo descubren al otro día...”

Y yo sin ser ladrón ni pendenciero algo recordé en cuanto terminé de leerla, algo que me hizo temblar, no de miedo, sino de inquietud.

Crecí en un pueblo chico en el que la iglesia se abría sólo cuando se ocupaba: misa de los domingos, misa de los miércoles en la noche, alguna que otra misa por allá esporádica, fiestas del santo de turno y funerales, por lo tanto el oficio de sacristán no era de tiempo completo sino más bien ad honorem. Era mi papá quien lo ejercía y yo a fuerza de andar atrás de él todo el tiempo fui aprendiendo lo que se necesitaba: los ritos, la distribución de los ornamentos y parafernalias, el carácter de tal o cual padre y hasta como repicar las campanas. Siempre era yo el que le acomodaba los hábitos al padre (nada de dobles sentidos por favor): sobre una mesa vieja y grande iba la casulla extendida, encima la estola, luego el cíngulo colocado en forma transversal y de último el alba con las mangas extendidas a los lados y la falda trasera levantada para que el padre se hiciera como zambullido en ella. En fin, un día se murió Gerardo López, el papá de Precioso, y como era martes y su muerte había sido causada por un cáncer terminal entonces lo velaron durante la noche y el miércoles le hicieron la misa lo más temprano posible para enterrarlo a la mayor brevedad. Ese día el sacristán de oficio no pudo asistir por lo tanto enviaron al relevo: Yo. La misa la ofició un sacerdote que no era de los establecidos en la parroquia y los asistentes al sepelio fueron tres: Adita, la esposa, que falleció tan sólo unos días después, y dos personas de aspecto vetusto. casi más bien decrépito y con ropas antiquísimas y humildes en demasía; eran un par de señores simple y sencillamente anacrónicos. Precioso no estuvo presente en el funeral de su padre, Adita falleció en la siguiente semana nunca supe de qué, al desconocido sacerdote nunca lo volví tan siquiera a escuchar nombrar y al par de anacrónicos personajes nunca los había visto ni lo volví a hacer hasta la fecha.