[El Dios emotivo, continuación...]
No extraña que el concepto que el creyente promedio tenía de Dios se viera afectado por estos esquemas (entre los cada vez más escasos seres humanos que iban quedando con un interés genuino en lo religioso), especialmente si tal creyente estaba en posesión de una educación superior. Por lo tanto, esta influencia racionalista y materialista ha repercutido en el concepto que los feligreses tienen de Dios en el sentido de preconizar que el Todopoderoso no es más de una fuerza impersonal, distante e ignota, inasequible y absolutamente desprovista de emociones y sentimientos; y, por ende, completamente indiferente a las miserias y necesidades humanas. Además, a esta sombría conclusión ha contribuído, adicionalmente, una serie de interrogantes no resueltos (o mal respondidos) por los más eminentes teólogos contemporáneos. Entre estos interrogantes, catalogados académicamente como focos de paradojas insuperables, figuran los siguientes: ¿Si el Creador es un Dios de amor: por qué permite el sufrimiento y la maldad que se observan en la sociedad humana? ¿Si el Creador desea que le conozcamos: por qué permite que proliferen tantas religiones y tantas creencias confusas, frecuentemente ilógicas, contradictorias y hostiles, unas para con otras? ¿Cómo es posible que un Dios de amor haya creado una biosfera en la que se atisba una competitividad atroz y una depredación inmisericorde entre especies vivientes distintas, y a veces hasta dentro de una misma especie?