Érase una vez un pastor judío (o varios), cuya identidad no está muy clara, alucinado por el fulgor de las estrellas, que dejó divagar su mente hasta llegar al gran descubrimiento de la ciencia de esa época: LA CREACIÓN. Como no había explicaciones lógicas a esa maravilla, El tío no tuvo mejor ocurrencia que imaginar que la Tierra era el centro del universo y que todo giraba en torno a ella, y hasta hizo un cronograma explicando detalladamente el frenético trabajo del Creador durante seis días.
Pero el colofón de esta apasionante historia es la justificación de su propia existencia, pues era obvio la superioridad intelectual del hombre sobre los animales, por lo que, ni corto ni perezoso, ha sacado de la manga la primera alfarería, el primer acto de magia y la primera cirugía documentadas, ni más ni menos.
Dios ha cogido un puñado de barro, tierra, arena, arcilla, o lo que sea, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, con pene y todo. Como Adán se aburría como una ostra, el magnánimo Dios le ha dormido, le ha extraído una costilla, le ha cosido la herida y le ha creado una compañera debidamente equipada para cumplir sus funciones de hembra humana. Pero Dios, en uno de sus actos más irreflexivos, trató de convencerles de que su equipamiento sexual era puro ornamento, o sea, que era sólo para orinar. Claro que en esas espléndidas noches de plenilunio, bajo el influjo de las estrellas, y ayudado por una traviesa serpiente que ha sonsacado a Eva, al pobre Adán se le ha subido la "moral" y ha sucumbido a los encantos de su compañera. Lo demás es historia.