Conoció a la luna una calurosa noche de verano, reflejada en su plato de agua, al que se acercó, como solía hacerlo con frecuencia, para mitigar su sed. Ella era tan bella y al mismo tiempo tan extraña, que el joven felino no sabía si cazarla o amarla. Fue toda una experiencia, un enorme desconcierto para un animal tan ingenuo y sensible.

Tal era la belleza del reflejo, que el gato se quedó un rato largo en trance, prendado del astro de plata que permanecía inmóvil sobre la calma superficie del agua.

De repente, una brisa nocturna agitó ligeramente el agua y onduló el reflejo. Su instinto cazador le hizo sacar las garras y con ellas amenazar desconcertado a la sabia luna, quien llena de experiencia ni siquiera se inmutó por el riesgo de un absurdo e inofensivo zarpazo al agua del ingenuo felino.

Después regresó la calma, y el gato volvió a su trance de inmovilidad ante el desconcierto producido por algo tan bello y mágico flotando sobre el agua cristalina.

Al final la sed derrotó al gato, y éste, muy enamorado y algo sediento, decidió –en un ritual incomprensible para nosotros los humanos- beberse a la luna. Ésta, en su constante girar alrededor del planeta, pronto desapareció del plato, mientras el animal lengüeteaba ilusionado el agua brillante.

El gato –para siempre enamorado de la luna- está seguro de habérsela bebido, y hoy vive feliz pensando ingenuamente que su amada vive dentro de su cuerpo.

La luna y su reflejo ya están en otro lado, orgullosos y despreocupados.

Nota del autor: ésta es una historia de la vida real, por lo menos dentro de mi perspectiva humana, tras de observar al gato de mi querido nieto enfrentarse a una experiencia posiblemente inolvidable para él. Uno realmente sabe muy poco de esas cosas.