Las mujeres —de quienes tanto había esperado; cuya belleza había confiado transmutar en obras de arte; cuyos insondables instintos, maravillosamente incoherentes e inarticulados, había pensado perpetuar en los términos de la experiencia— se habían convertido solamente en consagraciones de sus propias posteridades. Isabelle, Clara, Rosalind, Eleanor, a causa de su belleza —alrededor de la cual pululaban los hombres—, habían frustrado toda posibilidad de contribuir en algo que no fuera un corazón enfermo o una página de palabras mal escritas.

- F. Scott Fitzgerald, A este lado del paraiso