Hace 500 años (años más, años menos), tuve la misión de perseguir y ajusticiar a cuanto hereje se cruzaba en mi camino. Ahora he reencarnado, pero no para castigar a los herejes, que ya son mayoría, sino para ajusticiar a los creyentes que se empecinan en creer en lo que jamás han visto y oído, y que jamás verán y oirán.
Una de las premisas del cristianismo es la creencia, a rajatabla, de que tenemos alma, e inmortal, para más cuento. De nada vale que no haya evidencia científica de su existencia, los creyentes viven agobiados ante la posibilidad de que su alma se vaya al infierno para arder por toda la eternidad.
Lo cierto es, estimados interlocutores, que todo está en nuestro cerebro, y éste muere con nosotros. No hay ninguna posibilidad de que algo inmaterial dentro de nosotros pueda viajar a cualquier otro lugar o dimensión, y mucho menos al cielo o al infierno. La canción del ejército español, en honor a los caídos, se titula "La muerte no es el final", pero podéis estar seguros de que sí es el final.