La Cuba misteriosa de la Basílica de San Francisco
Eso que llamamos tiempo es mucho más que una sucesión lineal de historias, suertes y destinos precipitados. Él es también la posibilidad de mundos superpuestos, de dimensiones que súbitamente pueden acariciarse como hacen los astros durante un eclipse.
Al menos eso es lo que nos recuerda la finísima mirada de Liborio Noval cuando ha ido, obturador mediante, tras diferentes ángulos y tonalidades a través de los cuales se nos presenta la Basílica de San Francisco de Asís en la encantadora y antigua zona de La Habana.
Las piedras y arcos de la construcción colonial delatan la paciencia y sabiduría de momentos muy distantes. Allí habita un pasado espeso, hecho con todas las trazas de quienes vivieron, desde hace tanto, el perpetuo desfile de las sombras y las luces.
Mas ese espacio de siglos, donde luchamos por sentir los pasos ligeros de criaturas lejanas, tiende una bulliciosa estera para que desfile el presente: para que los cubanos entren al recinto de alto puntal donde poder ser cómplices de los mejores músicos de la Isla; donde poder estremecerse, por ejemplo, con la Misa Cubana de José María Vitier.
En las afueras, dos novios de este siglo, llenos de sueños, a lo mejor casi se desdibujan en el desenfreno de un beso: Ella, con un pantalón que parece estarse cayendo a ex profeso para mostrar una mariposa tatuada donde casi terminó la espalda; él, con estampa de chico despeluzado porque lo dicta cierta moda, como acabado de salir de una tambora gigante de tintorería.
En las afueras, alguna quinceañera posa con un vestido abultado con miriñaque y repleto de adornos, en una ceremonia sagrada para la familia cubana y que en la ciudad suele repetirse tan frecuentemente como los crepúsculos, por lo general al pie de coches antiguos o de estatuas mansas.
Y a solo metros de la Basílica, recordándonos que el tiempo es un juego de aguas donde se mezclan protagonistas reales y sus posteriores alegorías, perdura el cuerpo andarín del Caballero de París, cuya barba de cobre reluce por tanto cariño de los peregrinos. Él, de quien se dice perdió la razón por cuenta de un amor mal correspondido, parece apurarse para entrar allí donde las columnas y superficies abovedadas anidan el misterio de otros desvelos ya evaporados y sin embargo tan fuertes. El misterio como manto invisible que nos protege de la desmemoria.