Se acerca la fecha en que, cada año y como un reloj, se produce un hecho asombroso. No sé si la palabra más adecuada para definirlo sea la de “milagro”, porque no hay persona que lo haga, sino que se produce solo, y siempre en la misma fecha.

Se trata de la licuefacción de un pegote de sangre de San Pantaleón, un mártir cristiano de los primeros siglos y cuya reliquia fue un regalo (de la Santa Sede, creo) que llegó al Real Monasterio de la Encarnación de Madrid en el siglo XVII. El caso es que... en la víspera de la festividad del santo (27 de julio), el pegote de sangre coagulada empieza a convertirse en líquido sin intervención humana. Desde hace ya varios años, y para proteger la reliquia, ésta no está al alcance de ninguno de los fieles que ese día van a ver el portento, sino que tienen que ver el suceso a través de un monitor de televisión que transmite por circuito cerrado como la sangre se va licuando.

Todos los años sucede lo mismo... Han pasado siglos, cambia la gente que va a verlo, cambia las monjas del monasterio, cambia todo... menos el fenómeno que sigue licuándose la víspera del 27 de julio, permanece líquida durante el 27, y empieza a solidificarse cuando acaba la festividad del santo. Dicen que si no se licúa en estas fechas, es porque algo extraño va a suceder (parece que es una leyenda urbana, pero se dice que en las fechas previas a las guerras mundiales y la guerra civil, la sangre no se licuó...)

El caso es que es un suceso extraordinario para el cual no hay explicación científica, y es que, siempre y todavía quedan sucedidos que escapan al conocimiento humano, son inexplicables y no hay lógica posible que pueda entender qué hay detrás del suceso. Son milagros, que han existido siempre y, por lo que se ve, siguen existiendo.