Cita Iniciado por Mªndrªg°rª Ver Mensaje


Entraron en el dormitorio, se desnudaron, y lo que estaba escrito que
sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió, ella no.

Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la
sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar
donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del
violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada en que
la cabeza del hombre descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una
cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el papel con una
mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que podría pegarle fuego sólo
con el contacto de los dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la
cerilla de todos los días, la que hacía arder la carta de la muerte, esa que
sólo la muerte podía destruir. No quedaron cenizas. La muerte volvió a la
cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo,
ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los
párpados.

Al día siguiente no murió nadie.

Las intermitencias de la muerte
Saramago
Bueno, no me sorprende que el que haya escrito esta joyita no sea otro que Saramago, solo un poeta como el es capaz de enamorar a la propia muerte.