Parte I

Te veo parada, suavemente, a la orilla de la terraza de mi departamento. Tus dulces ojos, como centellas, acarician con amor la vista enorme que tienes de la ciudad. La noche, siempre oscura, escarchada de pequeños faroles que solemos llamar estrellas, se refleja en tu rostro, en tu mirada.

Callo un instante para que el silencio me guíe a través de tu ser. Te observo detenidamente y reconozco que ahora, apoyado en tu presencia, se lo que es amor. Tantos años de no tenerlo, de no sentirlo me habían hecho desconocerlo, pensar que era un mito.

Volteas y me miras; tus ojos se transparentan como la neblina al caer el sol y puedo observar, a través de ellos, lo mucho que me amas. Tus mirada me llena de dicha y tu cuerpo de frenesí. No me contengo, no quiero amar únicamente a tu alma, quiero amar también a tu cuerpo.

Te beso ansiando probar la nectarina fresca de tu aliento, labrar de a poco el amor-hechizo que nos una para siempre y ser el amanuense que escriba en tu cuerpo cada instante que esté en tu vida.

Te tomo de la mano y siento tu calidez desbordada. Te guío muy despacio por mi departamento hasta llegar a la alcoba. Bajo la penumbra de este alcázar hecho para amar, pretendo despojarte de toda conexión con el mundo y que tu universo no sea otro mas que yo, tu inmortal amante.

Te desnudo con premura y arrebato, mientras suenan ligeros y escurridizos, cada suspiro que exhalas, suspiros que parecieran que predicen tu muerte en el regocijo candente del amor.

Mis húmedas caricias, nacidas de mis labios, serán las que te lleven al delirio del goce, a la pérdida de la razón a cambio del martirio del éxtasis, del espasmo mortuorio que genera el orgasmo.

Busco tus ojos en la profunda oscuridad, a veces a tientas, a veces con mis besos, y a partir de allí creo la ruta que mis labios seguirán a través de tu piel. Comienzo mi camino de erotismo por tus mejillas ardientes y suaves, por tu boca ansiosa de mi aliento.

No dices nada, callas, te dejas manipular como si fueras una hoja en el viento de otoño; sumisa entre el vaivén de mis deseos; eterna y frágil, inmóvil como si tu humanidad fuera de alabastro antiguo.

Con mis besos estancados en tus lóbulos que se regodean entre mil estímulos que enardecen a tu ser, hago, mi amada, el placer de tu cuerpo que estalla en pedazos por cada poro de tu piel.

Entonces gimes y susurras bellos cantos de amor, que, como golondrinas blancas, revolotean en cada espacio de la oscuridad, que este tibio aposento nos regala para amar. Eres de mi amor y de nadie más, y tu boca lo sabe y lo expresa en cada tierna palabra que escapa presurosa, como sacudida por el vendaval.

El viento aúlla y la embestida de su marea choca con nuestros cuerpos entrelazados, con tu desnudez palpitante y mi cuerpo convertido en furia que arremete dentro de tu húmedo ser. Es el acto supremo del amor y no solo es invadir tu sexo ansioso y candente, es congeniar nuestras magulladas almas convirtiendo lo efímero en perenne, lo estático en movimiento continuo, lo mortal en inmortal.

Los truenos hacen su aparición, como concierto de tambores embravecidos, mientras nuestros cuerpos estallan en mil fluidos que vacían el vigor de la lucha. Inundo tu vientre con semilla muerta y marchita, con ese torrente libre de vida. Termina la pasión y comienza el martirio, mi propio martirio.