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Tema: José Luis Alvite

  1. #41
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    14-abril-2010
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    Pensamientos, José Luis Alvite



    –Las reuniones familiares miden con terrible precisión el paso del tiempo. Por eso sabes que la muerte es lo que te queda una vez que has llegado por Navidad a la cabecera de la mesa.
    –Por culpa de una dieta mal elegida, los pobres suelen engordar; con la misma dieta, los ricos adquieren empaque.
    –Los dueños de los bares que frecuento dicen que me aprecian por mi personalidad, pero yo creo que si fuesen sinceros reconocerían que si me tratan tan bien es porque represento el veinte por ciento de su recaudación.
    –¿Por qué será que los hombres tenemos con frecuencia la extraña sensación de que las mujeres sólo son sinceras cuando nos mienten?
    –Soy autodidacta. Todo lo que desconozco, lo desconozco por mí mismo.
    –Es una desgracia no poder hacerse famoso por pasar inadvertido.
    –El problema de la superpoblación del mundo es que llegará el momento en el que no habrá comida para tantas bocas, ni tierra para tantos muertos.
    –Fumar todo el santo día conduce sin remedio a la posibilidad de morirte en cualquier momento. Yo he decidido fumar sólo por la tarde para no morirme por la mañana.
    –¿Por qué a los pocos años de casado descubres que la que suponías tu media naranja en realidad sólo es medio limón?
    –Las mujeres creyentes desistirían de rellenarse el pecho si cayesen en la cuenta de que la silicona no resucita.
    –¿Por qué en los restaurantes de la nueva cocina no tienen el sofisticado detalle de presentarte la factura de la cena en crema de papel?
    –Los tipos muy metódicos hacen una lista con las cosas que tienen que olvidar.
    –Como se están poniendo las cosas, dentro de poco lo más femenino de cualquier mujer casada será su marido.
    – Tiene que resultar terrible enfrentarse a ese momento en el que una mujer comprende que de su vejez ya no es culpable el fotógrafo.
    –En medio de tanta vulgaridad hay que ser muy idiota para atreverse a decir algo inteligente.
    –El rencor es la tenacidad de la memoria.
    –Se puede ser feliz con poca cosa, pero sólo por poco tiempo.
    –Lo malo de envejecer es que ni siquiera te queda la esperanza de llegar a viejo.
    –Muchas personas serían más agradables si dijesen algo en vez de hablar tanto.

  2. #42
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    La chica de la lluvia, José Luis Alvite


    Hay personas que lamentan haber nacido en un tiempo histórico equivocado y no se adaptan a la realidad en la que existen. Una amiga mía sufre por vivir en un clima que considera ajeno a su personalidad. La suya tendría que ser una vida al norte del paralelo geográfico en el que le tocó vivir y despertar cada mañana en la blanda isobara de Berlín A mi querida María Luisa Rogado le entra cada día nostalgia de la lluvia, la añoranza de ese otro mundo septentrional en el que a veces el cielo está tan bajo que es como si anocheciese al amanecer. Estos días he hablado con ella sobre ese orbe emocional en el que anida el musgo en el fuego e incluso corre empañada el agua mímica de los ríos.


    Me dijo anoche, «¿Sabes, Alvite?, cada día se me hace más insoportable vivir a las afueras de la lluvia». Esa tentación de la lluvia es sorprendente en el promedio del alma femenina. A María Luisa le gusta escuchar los nudillos de la lluvia repicando en su gabardina y sentarse en la mesita del café para mirar desde su ventana el cinematográfico espectáculo de las calles naufragadas, la coreografía de los paraguas de colores y ese taxi amarillo de Nueva York que nadie entiende como ha podido plantarse bajo la lluvia en las fluviales calles de Compostela. A mi me gusta hablar con María Luisa Rogado porque hace que me sienta como si me abrigase el frío. Yo he avivado su nostalgia del norte diciéndole que en Galicia con la lluvia a veces incluso es verde el fuego y que en ese ambiente tan recogido y entrañable podría uno, si quisiese, convertir cualquier paraguas en su hogar.


    ¿Sabes, amiga?, en la playa de A Lanzada son como solapas mojadas las alas de las gaviotas y en el estuario amniótico del Umia desova en noviembre la hembra de la lluvia. Lo verías si estuvieses aquí. Arrimaríamos el coche al arcén de cualquier carretera secundaria, bajaríamos la ventanilla y cada vez que amainase la expectación en nuestro aliento escucharíamos entre los abedules la lenta yeguada del agua vadeando en cuclillas el río. Y la llevaría luego al filo de marzo a que viese en el mar de Arousa las velas de las dornas esquilando en silencio la bruma mientras depila la piel de la marea una espuma de cormoranes. Son cosas de la lluvia, María Luisa, ya sabes, como sucede en esos países europeos en los que las mujeres tienen una belleza limpia, casi sin facciones, acaso ateridas de septentrional y delicado estupor, como si se hubiesen escaldado el rostro con el agua de enfriar las flores del salón.

  3. #43
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    Plas, plas, plas, plas, mas aplausos para Alvite. Paisano de una amiga mia.
    Última edición por gabagaba; 02-nov.-2010 a las 16:24

  4. #44
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    Días de sol y banderas, José Luis Alvite


    Nunca creí en el patriotismo como algo que se puede fomentar inculcándolo como una asignatura. Es difícil persuadir a alguien de que sienta una emoción que no responde a una necesidad previa, igual que no se puede extender un aroma sin la brisa que lo propague. A diferencia de lo que ocurre con el sexo, no existe una fisiología del patriotismo, aunque en España estemos históricamente acostumbrados a una visión visceral de los símbolos que tendrían que identificarnos ante el mundo. Resulta sorprendente que seamos tan rebeldes para respetar la paz que nos une y tan disciplinados para luchar luego por reponerla. ¿Por qué diablos seremos tan unidos para odiarnos? Como es lo que mejor conozco, puedo contar que los gallegos somos muy díscolos cuando se trata de dirimir las lindes de un terreno y hay quien mataría por defender la sombra de un árbol que plantó su abuelo, pero es raro que alguien discuta el respeto al cadáver de su peor enemigo o la ampliación del cementerio. Es en el momento del fracaso donde por lo general damos lo mejor de nosotros mismos. Por eso con motivo del fracaso general de nuestra economía, tutelados por políticos que malamente saben callar y en medio de una crisis que amenaza con devolvernos con el hambre a la boca los huesos que enterraron nuestros perros y las hirientes espinas del pescado, volvemos los ojos hacia Suráfrica y pensamos que nuestra redención como país depende de lo que hagan los muchachos de la selección española de fútbol. Si históricamente nuestros hundimientos como pueblo se redimían con una brillante generación literaria, ahora todo va a depender de que lo que esos muchachos hagan con una pelota. Es por ellos por quienes asoman estos días las banderas en balcones y ventanas en los que jamás antes estuvieron. Es a ellos a quienes se debe el renacimiento tardío y puntual de un patriotismo que en otros tiempos habría necesitado de una guerra para cuajar. ¿Sentiríamos ese patriotismo sin la previa necesidad de tener a mano algo que nos una frente a las calamidades que nos afligen? Es obvio que el suscitado por el fútbol es un patriotismo circunstancial y pasajero, pero eso es mucho en un país en el que, por desgracia, demasiadas veces hemos resuelto con ríos de sangre las jodidas diferencias que tendríamos que haber arreglado con ese patriotismo elemental y pasajero que prefiere llenar los estadios en vez de ampliar los cementerios. La buena noticia es que corren días de sol y banderas en un país en el que el patriotismo ha estado siempre peor visto que cualquier enfermedad venérea.

  5. #45
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    Alma con uñas, José Luis Alvite.


    Cuando uno tiene dieciséis años, la de morir le parece una idea descabellada; sesenta años después, le resulta una idea inevitable. El caso es que hay momentos de la vida en los que ni la muerte es una obsesión ni un motivo de pánico. Como estoy más cerca de la tumba que de la cuna, con cierta frecuencia me pregunto cuál será mi actitud llegado el momento de despedirme de la vida. Si fuese creyente, la aceptaría con resignación cristiana, con la presencia de ánimo de alguien que sabe que la muerte es sólo un trámite camino de la resurrección, una especie de apagón momentáneo mientras al otro lado del telón Dios cambia los decorados para el siguiente acto. ¿Realmente existe el alma? A mí me gustaría que fuese cierto, que es algo que está ahí y que puedes contar con ello, como un aro de corcho con el que te mantienes a flote hasta que pasa el guardacostas a recogerte. De niño me dijeron que todos teníamos un ángel de la guarda que velaba por nosotros. Al hacerme mayor sufrí algunos problemas y pensé que si fuese cierto lo del ángel de la guarda, lo más probable sería que cuando me zurraron en aquel club de carretera mi ángel de la guarda estuviese de mirón en el tocador de señoras. Pensé entonces que aquel tipo podía haberme quitado la vida y que allí se acabaría todo porque, como no era creyente, no vería ese otro amanecer indoloro e ingrávido en el que se despiertan de la muerte los hombres de fe. Aunque sea por conveniencia, uno vuelve sus ojos hacia Dios cuando presiente la muerte. Yo nunca estuve seguro de su existencia, pero sabía que era un recurso de urgencia, un paliativo, algo de lo que echar mano mientras barruntas la muerte y tarda tanto la ambulancia. Esa desoladora angustia del agnóstico hace que uno recapacite sobre su lugar en el mundo y se plantee la posibilidad de imbuirse de una fe interesada, un fervor táctico, el mínimo entusiasmo teológico que un hombre necesita para convencerse de que el alma existe aunque no sea tangible ni se vea, aunque sólo sea por la misma razón por la que el agua es transparente a pesar de contener tantas cosas como dice la etiqueta del envase. Ya sé que la fe no es algo que uno pueda improvisar a su antojo. Si no consigo poseerla, me espera una muerte sin esperanza, sin posteridad, sin resurrección. A lo mejor resulta que por su esencia tan elemental, la fe en Dios es más fácil destruirla con la inteligencia que con el hambre. Hay algo como de higiene en la fe. Por eso la noche que me zurraron en el club de carretera pensé que lo peor no sería que Dios viese las manchas de mi alma, sino que se fijase en las uñas de mis pies.

  6. #46
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    Dentadura postiza, José Luis Alvite



    Aunque hay personas que se distraen si se les habla durante el acto sexual, por lo general el diálogo es un factor estimulante que a veces incluso contribuye a paliar las posibles deficiencias técnicas. A veces el placer del sexo aumenta considerablemente si al mismo tiempo que lo haces, también lo escuchas. El problema surge cuando interviene el pudor y uno se retrae de llamarle a las cosas por su nombre. Hombres y mujeres que vencen su resistencia al empleo de recursos que antes les producían repulsión, al final se encuentran con que son capaces de hacer con la boca cosas que, sin embargo, no se atreven a pronunciar. Su conciencia le permite cosas que les repudia la fonética. Por muy agradables que les resulten, y aunque practiquen las técnicas que conducen a ellos, hay placeres que muchas personas consideran impronunciables. Una veterana prostituta me contó de madrugada en un garito que a muchos de sus clientes lo que más les excitaba era lo desatada que ella tenía la lengua para llamarle a las cosas por su nombre. «Aquí todo el mundo sabe que el pene es lo que los hombres llevan al urólogo. Pero también saben que lo que les arrastra hasta nosotras no se llama exactamente así». Una vieja amiga mía que lleva años separada de su segundo marido me contó de madrugada en El Corzo que en parte sus fracasos matrimoniales se habían debido a una insalvable falta de naturalidad expresiva durante los encuentros sexuales en pareja. «Yo no podía aceptar que lo que el me hacía con la boca no se pronunciase sólo en latín y a él se le hacía cuesta arriba entender que lo que yo le hacía a él con la mía fuese algo más grosero que la postura de tocar el oboe», me comentó al explicarme lo ocurrido con su segundo marido, un veterano músico de conservatorio. ¿Problemas de conciencia?¿Simple asco?¿Dificultades estomacales para traducir el placer a explícitos y repulsivos términos vulgares? Estas cosas nunca tienen una sola respuesta. Sin embargo, yo creo que iba bien encaminada la fulana del burdel la noche que me dijo: «Yo sentía asco en este oficio hasta que conseguí poner mi conciencia al servicio de mis intereses. Joder, cielo, a veces los matrimonios salen mal por culpa de que les produce pudor pronunciar algo que sin embargo no les da asco comer. ¡Demonios!, si hiciesen con la boca lo que hice yo con la conciencia, pronunciarían con claridad lo que hacen y dormirían tan tranquilos como si del atrevimiento de pronunciar la mayor grosería la culpa la tuviese la dentadura postiza».

  7. #47
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    Toros con orgasmo, José Luis Alvite


    Todos los argumentos que se utilizan para condenar las corridas de toros son razonables, contundentes, incluso parece que sean irrebatibles. Por supuesto, también lo son los argumentos que aducen quienes defienden la lidia. Todo es relativo. El placer que encuentra el gourmet al sentarse en una mesa bien surtida no es en absoluto mayor que el que siente en la desnudez de su celda el monje enfrentado a la abnegada penitencia de su ayuno. La inteligencia convierte en razonables muchas conductas que la conciencia encuentra en principio inadmisibles. Muchos de quienes abominaron del nazismo al consumarse la derrota del III Reich fueron sus devotos seguidores cuando el Hitler criminal no había sustituido en su admiración al Hitler lúcido, sabio y redentor cuyos crímenes al principio prefirieron ignorar. Fue el descomunal tamaño de sus crímenes lo que le descubrió al mundo la abominable perfidia de aquel régimen exterminador y racista. ¿Prohibiríamos las corridas de toros si las reses fuesen del tamaño de las truchas y su sangre pasase inadvertida? ¿Tiene algo que ver la conciencia con el tamaño de aquello que tendría que repudiar? De niño despojaba de sus alas a docenas de moscas y las organizaba luego sobre el suelo como una ganadería sin que nada de aquello me impidiese dormir. Estoy seguro de que habría sido incapaz de conciliar el sueño si en vez de las alas a las moscas, le hubiese arrancado las suyas a cincuenta pollos vivos. Es el tamaño del bulto lo que despierta la conciencia, igual que en un callejón sin salida lo que inspira temor de un hombre no es su mirada, sino su corpulencia. Pues ése es el problema de los toros: que son corpulentos y dan mucho en la vista, no como las truchas, que agonizan enganchadas por la boca en un anzuelo sin que nadie se compadezca de ese dolor ni proteste por ello. Alguien podría alegar que en nombre de la conciencia pública lo mejor sería pescar las truchas con un procedimiento indoloro, no sé, tal vez instándolas desde la orilla con un megáfono para que salgan del río y se entreguen. Si la vida fuese así, en la próxima carrera del hipódromo la organización tendría que premiar el esfuerzo del caballo y castigar el abuso del jinete. Todo se andará. Los seres humanos somos tan idiotas que el día menos pensado castigaremos algo tan natural como que la tentación de buscar el orgasmo concluya a veces en el placer de conseguirlo. Corren malos tiempos para las emociones. Y eso son las corridas de toros: una de esas viejas emociones que se disfrutan cuando se sienten y se malogran cuando se explican.

  8. #48
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    Soledad, José Luis Alvite



    Conozco a muchas personas que huyen de la soledad como si temiesen arder dolorosamente en ella. A mí la soledad siempre me ha parecido una gran conquista y estoy solo con frecuencia. Se ha dado el caso de procurarme la compañía de alguien aunque fuese para tener a quien contarle lo mucho que me gusta la soledad. Claro que la mía es una soledad deliberada, algo que me ocurre como resultado de un deseo, una especie de soledad de conveniencia que me sirve para reflexionar sobre mi vida y sintonizar en mi conciencia los remordimientos que me causen dolor y me ayuden a escribir. Supongo que me encontraría menos a gusto con la implacable soledad de quien desea compañía y no la encuentra. La soledad como pretexto intelectual es más llevadera que la soledad constante e irremediable que al final evoluciona hasta convertirse en una horrible patología. Tiene gracia que algunos intelectuales presuman de su dolorosa soledad creativa y aleguen que su obra es el resultado de graves páramos emocionales, cuando saben que el suyo es un aislamiento voluntario y momentáneo, una cuarentena más llevadera que la estricta soledad del anciano que duerme echado sobre las vísperas de su cadáver porque ni tiene quien le de la vuelta en cama para espantarle siquiera las moscas verdes y azules que se lo comen vivo. Esa es la verdadera e hiriente soledad y no tiene sentido compararla con la mía, que es una soledad buscada por mi propia mano, un dolor que me ayuda a escribir y me hace digno responsable de mis errores. No puedo comparar esta soledad con la de aquella anciana a la que con motivo de un reportaje humanitario visité en su casa cerca de Arzúa. Olían tanto las heces sobre las que yacía, que yo creo que incluso vomitaban las ratas que merodeaban su cama. Había telarañas e insectos por todas partes. La anciana tenía un crucifijo de madera sobre el pecho, con un Cristo que seguramente llevaba meses asqueado con aquella peste y comiéndose las blasfemias contra Dios. Apenas hice preguntas porque se me llenaba la boca de enormes y lacias moscas consonantes. He estado muchas veces solo y he sufrido mientras pensaba sobre los malditos errores de mi vida, pero, ¡demonios!, la mía no es la soledad de aquella anciana leñosa por cuya sonrisa recuerdo haber visto pasar –como un epitafio, como una sutura del forense– la lentitud autógrafa de un ciempiés.

  9. #49
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    Viento en la boca, José luis Alvite



    Supongo que ocurre con la felicidad lo mismo que con la salud, que sólo se sabe en qué consiste cuando se echa de menos. Una persona que se ha pasado la vida enferma se considera feliz si al despertar por la mañana echa de menos uno cualquiera de los dolores que tanto le hicieron sufrir de madrugada. Mi idea de la felicidad se parece un poco a la del soldado que se alegra de saber que no es el suyo el cadáver que yace a su lado en la trinchera. Atravieso un mal momento desde hace una temporada y me cuesta identificar los motivos por los que sé que me voy hundiendo. Ni siquiera soy capaz de pensar sobre ello porque me preocupa averiguarlo y tener la certeza de que tal vez no pueda ponerle remedio. Tampoco acertaría a explicar exactamente lo que siento. A una amiga le dije ayer que era como si el puto viento me devolviese la voz a la boca y me impidiese explicarme, como le ocurriría al perro que al presentir la muerte de su amo se encontrase con que el pánico le aborta el ladrido en la garganta. ¿Se puede ser feliz con un dolor, con una angustia, con una deuda, durmiendo en una cama con las hechuras de tu féretro? Claro, se pude ser feliz de cualquier modo, mismo si al diagnosticarte un cáncer de páncreas el oncólogo te recomienda que lo utilices como excusa razonable para que llames a casa y avises de que llegarás demasiado tarde. Mi abuela materna agonizó en casa de mis padres cuando yo tenía apenas cuatro años. Era demasiado niño para entender muy bien lo que aquello significaba, pero recuerdo que aquella fatalidad fue el motivo para que mi madre hiciese sus sopas de gallina más exquisitas y para que el pasillo de casa se llenase de visitas que carraspeaban como un orfeón. La muerte no era una buena noticia, pero a mí me olía a sopa y no me habría importado sorber los fideos en los labios de la anciana moribunda. Ahora sé que a los cuatro años la muerte era una noticia feliz, algo inesperado que traía gente a casa y urdía en la cocina el santificante olor de la sopa. Ahora sé también que la vida es más complicada y que la felicidad no consiste exactamente en la ausencia de dolor. No importa. Hay conocimientos que más vale ignorar. Por eso aún creo que la felicidad consiste en descubrir lo bien que besan las chicas ciegas cuando cierran los ojos y lo bien que pronuncia el fugitivo la sed con su cicatrizada boca sin saliva.

  10. #50
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    El olor de las ingles, José Luis Alvite



    ¡Cómo echo de menos mis culpas! ¡Cuánto añoro mis errores! Creo que llevo una vida demasiado ordenada. Desde que tomé la decisión de aislarme, no hay en mi conciencia un solo remordimiento que no corra el riesgo de olvidar. Llevé mala vida hasta hace poco, pero, ¡ha pasado tanto tiempo desde entonces! ¡Cómo odio estar tan cerca de mi puto pijama!... Me aburre la decencia. Conocí durante décadas el cansancio casi criminal del desarraigo y reconozco que temí reventar por su culpa, pero, ¡demonios!, ahora he descubierto que la felicidad consistía precisamente en aquello y echo de menos las interminables noches de caos, de desenfreno y de furia, cuando mis amigas lo que esperaban de mí no era que fuese su pareja, su porvenir o su tarjeta de visita, sino que se conformaban con que sólo fuese una disculpa a deshora, un error en su vida o una mancha en su cama.
    No puedo entender que muchos consideren la moralidad una conquista cuando en realidad yo creo que se trata de una secuela de la cobardía, algo que te ocurre cuando ya eres incapaz de evitar que te suceda, igual que con la rutina de la bondad te sobreviene la sensatez, del mismo modo que condenamos los excesos de los muchachos sólo porque nosotros ya no somos capaces de la juvenil temeridad de cometerlos.
    A veces repaso mi vida y reconozco que cometí graves errores que afectaron a mi equilibrio emocional y estuvieron a punto de volverme loco. Sufrí remordimientos por eso y aun a veces su recuerdo me altera el sueño.
    Sin embargo, creo que aun resultando tan amarga, tan dura, tan amoral, aquella manera de vivir puso a prueba mi capacidad para comprender la naturaleza humana y sirvió para darme cuenta de que sólo se es joven en esos pocos años infecundos y dorados en los que un hombre ignora la importancia de las doctrinas, el valor de los símbolos y el precio de las cosas.
    Era joven y tuve mis mejores sueños en las peores camas. Me carraspeaba en la garganta el olor de las ingles. Ahora llevo una vida más confortable y soy teóricamente más feliz. Pero no olvido que alguna vez, hace ya algún tiempo, tuve la inenarrable sensación de ser mucho más sensato gracias a la inmensa suerte de ser bastante menos razonable.

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