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Tema: José Luis Alvite

  1. #31
    Fecha de Ingreso
    14-abril-2010
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    Predeterminado

    Flores robadas, José Luis Alvite.


    Recorro por la noche en mi ordenador las calles virtuales mientras escucho en los cascos el saxo de Tom Scott con el que Bernard Herrmann ilustró la banda sonora de «Taxi driver», en un momento de la madrugada en el que hay miles de personas sentadas frente a sus pantallas con las manos acechando el teclado, un cigarrillo ardiendo con el humo en vilo y un labio mordido por el deseo de acertar con una frase que entierre un viejo dolor o despierte una emoción donde sólo medra el silencio. Una de esas noches de simple vagar por las fluorescentes y silenciosas calles de Facebook encontré a boleo la foto de una mujer de porte elegante, vestida con camiseta y pantalones informales, los brazos distendidos a lo largo de un cuerpo estilizado, gafas oscuras, un hombro desnudo y una sonrisa sin acabar en la que podría haber ocurrido cualquier cosa. Cerré los ojos, metí la mano en el tintero y saqué una frase que dejé gotear al pie de aquella foto: «Serías inolvidable aunque jamás te hubiese visto». Vino un cruce y cambié de calle. Me detuve al poco rato. Pensé que no estaría de más saber en qué manos había caído la flor que acababa de escribir. Desanduve el camino marcha atrás y eché un vistazo. La chica de la flor se llama Ana Soler, no muestra su edad y dice en su página que «el amor consta de cuatro palabras; dos vocales, dos consonantes…y dos idiotas». Parece que vive en Ciudad Real, un sitio en el que jamás estuve, uno de esos lugares en los que siempre tuve la sensación de haberme perdido algo verdaderamente grande por culpa de no equivocarme a tiempo de carretera camino de cualquier lugar en el que prospere el cementerio. Probablemente haya muchas chicas como Ana Soler en las dobleces de la geografía, pero fue a ella a quien vi y ayer regresé adrede a su foto y la esperé agazapado hasta que saltó su lucecita verde en el chat, salí de entre la maleza virtual y me atreví a saludarla. Ella colgó de regalo en mi muro una canción de Andrés Calamaro y yo le pagué con «Closest Thing To Crazy», interpretada en la punta del aliento por la deliciosa Katie Melua. Y le dije: «En una ocasión en la que andaba tieso de dinero, a la chica que me gustaba le regalé hace muchos años las flores que acababa de robar en la tumba de su padre». Y le expliqué que la canción y la voz de Katie eran ayer las únicas flores que tenía a mano para agradecerle su amistad. Ella gratificó el gesto colgando mi dedicatoria en su muro y yo cambié de calle en la pantalla y volví a mis ocupaciones. Ahora acabaré mi columna y miraré con emoción en Facebook, aunque sólo sea por si todavía queda alguna mujer a la que no le importe recibir de mis manos las flores que haya robado a hurtadillas en mi propia tumba.

  2. #32
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    05-julio-2007
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    Serías inolvidable aunque jamás te hubiese visto
    ........
    No soy rara....soy edición limitada.

  3. #33
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    Predeterminado Yo conocí en Santiago a un Alvite

    Se llamaba Jose Luis Alvite.Era periodista de " El Correo Gallego".Siempre me trataba con respeto y me llamaba " Mi Juez". Lo vi en apuros, en mi despacho, y le traté bien.Me pregunto: ¿seria el padre del Jose Luis Alvite autor de los textos que transcribes?.-Muchas gracias.

  4. #34
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    04-julio-2010
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    Sr. Madovi

    Jose Luis Alvite es un escritor y periodista gallego de unos 60 años. Ha escrito en el desaparecido Diario 16. Tambien en el diario "La Razon" y en algun diario gallego.

    Si no han transcurrido excesivos años desde que conocio a Jose Luis Alvite en su despacho, y segun los años que él tuviere entonces, pudiera ser el mismo y no su padre.

    saludos cordiales
    Última edición por gabagaba; 27-sep.-2010 a las 17:41

  5. #35
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    14-abril-2010
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    After hours, José Luis Alvite.


    Soy aficionado al cine desde niño y tengo más de dos mil títulos en casa. He acumulado material pensando en que un día dedicaría cuatro o cinco horas de cada jornada a ver películas. Hasta que hace unos meses me he dado cuenta de que por mi edad pudiese ser que muera mañana, o la semana que viene, de modo que nada de lo que haga ahora, incluido el visionado de mis películas, tendré mucho tiempo para conmemorarlo. Recuerdo con emoción cosas que me ocurrieron hace cuarenta o cincuenta años, pero sé que dentro de otros cuarenta o cincuenta va a ser difícil que mi cadáver tenga tanta memoria. Se me pasó hace unos meses por la cabeza hacer el Camino de Santiago desde Roncesvalles. Pensé luego que el recorrido sería demasiado largo y estimé la posibilidad de empezar a caminar en Villafranca del Bierzo, tal vez en el alto de Piedrafita, aunque luego se me metió en la cabeza que tal vez tanta fatiga me costase la vida y decidí que lo mejor para tener éxito en semejante empresa sería echar a andar en la Plaza do Obradoiro. Ya sé que conviene tener entusiasmo porque es ahí donde radica buena parte de las posibilidades reales de envejecer con serenidad y con relativa salud, pero, sinceramente, no estoy por la labor, no porque haya desistido de vivir, sino porque a mí sólo se me da bien entusiasmarme con el desánimo. En mis días de marinero en la Armada, un sargento comentó medio en broma que en cualquier supuesto táctico de enfrentamiento armado nuestro bando tendría serias posibilidades de vencer sólo en el caso de que en un heroico gesto de sentido común yo me pasase al enemigo. Aunque desde niño siempre había querido vestir el uniforme de la Marina, mis dieciocho meses en filas no fueron un derroche de entusiasmo. Ya entonces pensaba que mis días de vida estaban contados y que si quería aprovechar el tiempo lo mejor sería empezar la cena por el postre. Ni siquiera creía en la posibilidad de envejecer con más garantías si no cometía la estupidez de correr riesgos. Lo pensé pero fue un pasajero acto de fe. Enseguida comprendí que los riesgos se tienen aunque se trate de evitarlos y que en realidad incluso a un reloj parado se le amontona sin remedio el tiempo.
    Definitivamente no haré el Camino de Santiago ni me sentaré a ver todas esas películas pendientes. Prefiero asomarme a la ventana y mirar cómo ocurren en la calle el sol y la lluvia, las flores y los niños, y lo haré sin entusiasmo pero también sin amargura, persuadido, maldita sea, de que si me cayese al vacío, el menos no me daría tiempo a aburrirme en el aire. Ya no espero hacer grandes cosas en la vida, de modo que podré recordarlas como si se hubiese tratado del último intento de encender una vela debajo del agua.

  6. #36
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    Paracaidista póstumo, José Luis Alvite


    A los dieciséis años medía un metro ochenta y estaba tan delgado que en verano me ponía bufanda para salir en las fotos. Fui un estudiante discreto y vergonzoso que evitaba a toda costa destacar. Fui también un idealista. Pesaba 60 quilos y cuando con esa estatura se pesa sesenta quilos, sólo se puede ser un enfermo del pecho, un cautivo o un idealista. Como todos los jóvenes de mi generación, estuve en las manifestaciones contra el franquismo, aunque he de reconocer que mi mayor contribución contra el Régimen fue no estorbar a la Policía en las cargas. En los piquetes que se organizaban en el instituto me asignaron siempre tareas de retaguardia, de modo que hacía bulto en la cola de la pelea hasta que perdía contacto, me encontraba solo y me sentaba en cualquier café a recuperar el resuello. Tuve entonces la extraña y horrible sensación de no haber estado a la altura de las circunstancias. ¿Sería falta de coraje? ¿Carecería acaso de conciencia generacional? Pensé que mi extrema delgadez de apátrida era la causa de mi desarraigo y de aquella existencia póstuma. También pensé que mi carácter indeciso era la consecuencia de llevar gafas desde los nueve años y me tranquilizó no haber participado con los aliados en la II Guerra Mundial. Estaba seguro de que si fuese paracaidista, en un lanzamiento sobre Francia yo saltaría tarde del avión y caería con toda seguridad en Berlín. Creo que es a mi temprano astigmatismo a lo que le debo la desgracia de muchas decisiones equivocadas y de otras en las que habría acertado en el caso de que al menos las hubiese tomado. A veces pienso que mi vida habría sido distinta de haber cambiado a tiempo de oculista. Incluso podría haber seguido mi vocación de pintor y no habría necesitado que mi madre me hiciese por la noche los dibujos del instituto. Me habría ahorrado el íntimo bochorno de que el catedrático de la asignatura parase al final del curso a mi padre en la calle y le dijese: «Enhorabuena, Alvite; su esposa ha aprobado dibujo». La verdad es que siempre me faltó constancia. Me declaré a mi novia el 5 de marzo y la besé por primera vez el 8 de abril. Voy con tanto retraso que a veces pienso que me moriré por las heridas recibidas en el transcurso de la autopsia.

  7. #37
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    Plas, plas, plas aplausos para Alvite.

  8. #38
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    Blues de la cárcel (I), José Luis Alvite.


    Querido Al: Veinte años de prisión dan mucho que pensar. Al cabo de todo ese tiempo a este lado de las rejas, comprendí lo acertado que estaba Herbbie Miller cuando nos escribió al Savoy y aquella madrugada le dimos vueltas en la cabeza a la frase con la que empezaba su carta: «A las diez de la mañana es media tarde en Alcatraz». En Lonesville las cosas no son mejores. La comida pudre los platos y lo único que las ratas aprovechan de la basura son las bolsas. Los primeros meses me los pasé rezando. Luego desistí. Un tipo me dijo que era inútil. Veinte años en estas celdas te enseñan que la resignación es la distancia más corta entre el aplomo y la muerte. Y que si te tientan las oraciones has de saber que rezar pudre los dientes. Me lo había advertido Herbbie en aquella carta: «Muchacho, en la calle siempre es dos horas más temprano. Aquí te acostumbras a no correr más de quince metros en línea recta. La noche que mataron al negro que nos apretaba contra las paredes, el jaleo fue tan grande, maldita sea, que por la mañana los guardias tuvieron que raspar del techo las huellas de sus pies. El único que se sobrecogió con aquello fue Billie, un muchacho de apenas 17 años quo lleva unas semanas aquí. Se encogió en un rincón de su celda. Por las noches aullaba el nombre de su madre. Entonces le llamé a un lado y le dije: «Chico, métete esto en la cabeza: Aquí la única madre que te puedes permitir es un tipo como yo, gente ahormada al horror de la cárcel, tipos sin esperanza que necesitarían apoyo psicológico para romper a llorar. Si miras fijamente a los presidiarios que pasean ensimismados por el patio, entenderás que aquí te educan para que seas capaz de almidonar las palomas. Cuando llevas aquí los años que llevo yo, aceptas que tu objetivo en la vida es que te haga una mamada tu rata de confianza mientras bosteza. Sé que duele, muchacho, pero tienes que aceptarlo. Tienes que aceptar que en un sitio así incluso a los niños les salen dientes en el culo. Respira fuerte mientras puedas, chico. Treinta años aquí te dejarán en los pulmones el aire justo para hincharle las ruedas al coche fúnebre».



    Blues de la cárcel (y II), José Luis Alvite.


    No se necesita ser muy listo para entender que la cárcel no es algo que esté de oferta en las agencias de viajes. Un sitio así te endurece hasta límites que ni podías sospechar. En el penal de Lonesville ya no queda un solo tipo inocente. El candor es lo primero que se pierde al entrar allí. Un día me dijo Jesse Miller que el capellán de la cárcel de Lonesville abría las conservas con el crucifijo. El prolongado aislamiento le cambió la actitud sexual a machos reclusos. Un tipo que estuvo allí me dijo que en el penal de Lonesville un grupo de reos atacó como una jauría a otro interno. Le dieron una paliza de muerte. Pero eso fue lo de menos. El pobre infeliz reconoció que durante el contacto masivo con aquellos lobos, sintió un terrible dolor y pese a todo, reconoció haber tenido una erección. En sitios como Lonesville, una paliza se considera promiscuidad.
    Decía Jesse que nos sorprenderíamos de los sueños de algunos reclusos. Un tipo que llevaba 25 años internado en Lonesville, le confesó que estaba resignado a su suerte y que había aprendido a renunciar a la libertad. Sólo le movía la curiosidad de saber cómo sería la cárcel por fuera. Aquel tipo se llamaba Charlie Maggio y tuvo una infancia muy desgraciada. Lo único agradable en casa de los Maggio eran unas cuantas pinturas. Pero su padre rompía todo cada vez que volvía por casa; así que para ahorrar trabajo, la madre de Charlie decidió colgar los cuadros en el suelo. En su última carta recibida en el Savoy, me decía Jesse: «Un grupo de intelectuales reclamó del gobernador una actitud más humanitaria respecto de la pena de muerte. El gobernador cedió a regañadientes. Desde hace un par de años, en el penal de Lonesille hay una estantería con libros en la cámara de gas»
    Jesse Miller fue ejecutado en Lonesville en el 94. Le metieron tanto gas en el cuerpo, que sus hijos tuvieron que purgar el cadáver como un radiador antes de velarlo en una funeraria que compartía la puerta con una hamburguesería.

  9. #39
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    Pájaro estrangulado, José Luis Alvite.



    Me dijo de madrugada un tipo al que conocí de paso entre dos condenas: «La primera vez que estuve en prisión me juré a mí mismo que en lo sucesivo haría lo que fuese para no perder de nuevo mi libertad. Volví a equivocarme tres o cuatro veces y otras tantas volví a la cárcel. En el momento en el que llevaba acumulados ocho años de privación de libertad comprendí que el único sitio en el que estaba a salvo de la incertidumbre y de las injusticias era la cárcel.
    Lo cierto es que cada vez que me liberan siento que me están condenando al horrible castigo de la libertad». En la boca de otro hombre, algo así habría sonado fingido, pretencioso, pero aquel tipo decía la verdad y me consta que hacía cuanto podía por ingresar cada poco en prisión. La cárcel era para él un seguro de vida, un lugar en el que ni la comida ni el alojamiento eran inciertos, nada parecido a su realidad de la calle y a las azarosas circunstancias en la que solía sobrevivir. No se entiende muy bien que la dignidad la consigan algunos hombres sólo gracias a la irónica suerte de ser privados de ella. ¿Cómo puede ser que para conseguir gratis alojamiento y comida un tipo tenga que buscarla a tiros en la calle?

    Se preguntaba aquel tipo ¿cómo podría entenderse que un hombre deba renunciar a la libertad para tener el agradable placer de sentir su nostalgia? ¿Alguien puede comprender que el pájaro que había sido puesto en libertad perezca estrangulado entre los barrotes de la jaula a la que intenta volver? Como me dijo aquel criminal, «muchas de las cosas que la libertad te niega, te las garantiza sin duda el presidio, así que cuando llevas una buena temporada privado de tu libertad, sufres ante el peligro cierto de recuperarla» .
    Mi querido «Alejo», que era un aguerrido e ilustrado delincuente, me dijo en una ocasión hace ya bastantes años: «Cuando conoces los rigores de la cárcel, te das cuenta de lo importante que es la libertad, sólo que eso deja de ser así a medida que reincides. Una vez que has sido emocionalmente destruido por la vida en prisión, se crea en ti una cierta dependencia doméstica respecto de los valores de la cárcel, de modo que no puedes recobrar la libertad sin sentir al mismo tiempo el horrible peso de la incertidumbre que acarrea. La vida en libertad es tan dura, que llega un momento en el que te das perfecta cuenta de que no hay peor castigo para ti que el día de tu liberación. A veces me quedo mirando al abrumado funcionario de prisiones, lo comparo conmigo y me pregunto qué culpa tiene él de no haber cometido jamás un crimen».

  10. #40
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    Un gripazo en la sien, José Luis Alvite


    Estos días, a vueltas con la depresión, recordé lo que le escuché de madrugada en el Savoy a un tipo que odiaba juntos el aburrimiento y la muerte. Dijo que quería quitarse la vida y que estuvo a punto de hacerlo en varias ocasiones, la última, saltando a la calle desde lo alto de un edificio de sesenta pisos. Una vez asomado a la azotea, se lo pensó un rato. Después de darle vueltas en la cabeza al fatal asunto, se confesó con el sujeto que le acompañaba: «Créeme, muchacho: saltaría al vacío si tuviese la certeza de no aburrirme en el aire». El caso es que se fumó un cigarrillo y optó por suicidarse bajando en el ascensor. Con el paso de los años, aquel tipo narró su terrible experiencia en un libro que escribió a los ochenta años de edad. La vida le había marcado el rostro con numerosas adversidades y aparentaba llevar meses muerto. Pero sobrevivió a su libro, cuyo título no dejaba lugar a dudas sobre su actitud ante la vida: «Mi secreto para conservarme tan viejo». En uno de los párrafos puede leerse: «Al cabo de muchas madrugadas reflexionando sobre el suicidio, he llegado a la conclusión de que únicamente si estás vivo, puedes disfrutar con la idea de la muerte». También recordé estos días a Percy Storano, un tipo aburrido de su vida matrimonial al lado de una fulana que no le concedía el divorcio. Una madrugada en el Savoy un matón le hizo una oferta. Le cobraría mil «pavos» por asesinar a su esposa. Percy tuvo un instante de remordimiento y se opuso. Pero el asesino no estaba dispuesto a perder su oportunidad de amasar algún dinero, así que le cobró dos mil «pavos» por dejarla viva.

    Será mejor que siga escribiendo columnas para mis lectores. La muerte tiene mucho tiempo libre y puede esperar. Conviene resignarse a la vulgaridad de la muerte natural, sin dejarse arrastrar por la joyería fácil de un balazo en la sien. Podría ocurrirte lo que a aquel tipo al que un forense con poco oficio le diagnosticó «muerte causada por un proceso gripal avanzado con un disparo en la cabeza». (A Paloma Pedrero, cuyo aliento me sirvió de ropa).

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