Boca descalza (VII), José Luis Alvite


Si uno se detiene en la contemplación de las arrugas acumuladas por la vida en el rostro de un hombre, por lo general lo primero que piensa es que los avatares de su existencia le añadieron a su expresión un manifiesto rictus de experiencia que se puede interpretar como la obvia y atractiva apariencia de la sabiduría. No ocurre lo mismo en el caso de las mujeres, en cuyo rostro las arrugas nos parece que no significan otra cosa que los horribles estropicios de la simple y odiosa vejez. Desde el privilegiado observatorio de su consulta profesional al otro lado del río, el doctor Ralph Bannister se considera científicamente autorizado para sostener la idea de que las arrugas faciales que en un hombre se interpretan como valioso caudal de experiencias, en una mujer se suelen considerar el indicio de una patología. Gracias al progreso cultural muchas mujeres consiguieron sobreponerse a los estragos emocionales causados por el envejecimiento, pero se trata probablemente de un éxito aparente restringido a ámbitos profesionales muy concretos. A los lectores de Kate Sinclair no les importan ni la edad ni el aspecto físico de la escritora, pero contemplado el fenómeno desde la óptica del espectáculo, la situación es hoy tan penosa como hace cincuenta años. Como le dijo un productor de Hollywood a la veterana Shannon Eastman, «mis ojos te encuentran encantadora, nena, pero en este negocio no es la mirada del productor, sino la taquilla del cine, la que toma en último término las decisiones». John Wayne triunfaba al borde de la vejez montando al tataranieto del caballo con el que había cabalgado en «La diligencia», pero de sus primeras coprotagonistas se tenía la sensación de que ni siquiera se conservaba sin arrugas el mármol de sus sepulcros. Dice Kate Sinclair que «por alguna extraña razón, de los labios de un hombre mayor se suele esperar un consejo, un aforismo o un proverbio, mientras que de la boca de una mujer de su edad lo que cabe esperar es un refrán, una queja o un reproche». La protagonista de una de sus primeras novelas de madurez resume el asunto con dolorosa crudeza: «No soy idiota. Tengo cincuenta años. Cada vez que llevo un hombre a casa, me conformo con que emplee al desnudar mi cuerpo la mitad del entusiasmo que pone al abrir la nevera».