Diagnóstico. José Luis Alvite


Una madrugada en el Savoy me dijo Lorraine Webster: «Raras veces me verás sin un cigarillo entre los dedos. Supongo que ésa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco». Con el humeante ademán de su mano derecha, la equívoca diosa del Savoy parecía una mujer recién disparada. Tenía en su porte el escabroso aliciente de alguien
que se aliviase el sofocante calor abanicándose con una compresa usada. La
primera vez que nos citamos en el callejón a espaldas del club había una
niebla tan densa que el humo de su cigarrillo era un autógrafo en un charco
de tinta. La conocí por la cadencia de sus pasos, aquel soniquete
inconfundible de Lorraine, la clase de mujer al cabo de cuyos pasos entre el
humo te preguntabas dónde diablos habrían ido a parar los casquillos. Nos
besamos allí mismo. No dije nada, pero me sentí como si aquella mujer fuese
a contagiarme un pecado, una extorsión o las señas del perista. Entonces
ella me dijo: «Apestamos a tabaco, cielo. Pero a los tipos como nosotros el
tiempo nos enseña que lo que verdaderamente dura de un beso no es el
dentífrico sino el mal sabor de boca. Saber estas cosas nos ahorrará
desengaños». Y tenía razón. Ambos sabíamos que lo sólido de muchas frases no
es su sintaxis, ni su ocurrencia, sino su halitosis. En las postrimerías de
su voz, Lorraine cantaba como si la hubiesen amordazado con un sonajero.
Hizo un intento de ponerle remedio en el hospital. Desistió. El otorrino le
dijo que en una voz tan estropeada, gastarse un dólar era como guardar el
dinero en una hoguera. De regreso en el Savoy aquella madrugada, me dijo
Lorraine: «Renuncio a la claridad de mi voz. A fin de cuentas, lo mío es
cantar, no leer noticias». Y el público siguió aplaudiendo a rabiar la
malversada voz de aquella mujer en cuya garganta había espacios sin sonido.
Por sobrecogedor que parezca, Lorraine le debe al tabaco haber alcanzado el
sincero refinamiento de una voz que lo que se merece no es una crítica sino
un diagnóstico».