Había una vez un villano mirón que siempre estaba queriendo verle los delicados capullos abriéndose para él, incitando al desorden propio de una activísima entidad troleana vigente como siempre --y como nunca-- enseñaron la nariz y tres pelos de esos que no se peinan porque se enredan entre rizos piojosos como los de mi perrita hambrienta de 'perritos calientes' vendidos en Internet por unas rupias que no tenía, pero las deseaba como Juan a doña Inés Tenorio, el mecánico de aviones. Juntos hicieron el plan escalofriante de aporrear cabezones de ajo** cultivados en tierras catalanas. Cuando estaban cocinando siempre platicaban de su abuelita. Recordó cuando le regañaba por malmeter polvos brujos extraños por encima del guisado, que al comerlo: ¡levantaba maltrechas libidos! Y se desnudaban, ¡desnudando (hasta) su desnudo! Sin ropa, hicieron pulcramente: intercambiar fluidos de un color asqueroso que repugnaba a cualquiera que apreciase la policromía de la muela chispear irisados colores amenizaban el convite de pecadoras irredentas, reían sin parar, contándose sus deslices pecaminosos que llevaban delito y desorden, en su sucia y grasienta cocina donde nunca pasas una tarde lluviosa sin té de bergamota 'Earl Grey', orgánico, como siempre, cosecha del 2000 con un bouquet de diseño artdecó, acompañado de panettone y pensamientos infumables (no puros). Y después de la movida tarde llegó la noche tibia y callada trayendo sensaciones desconocidas, como cada invierno cargado de caricias y la locura bajo las sábanas del Dios griego que supo encontrar el tesoro deseado con la piel hirsuta, de gallina coqueta, bien emplumada, tibia y pegajosa hecha en mole exquisitez que produce Puebla de Zaragoza en un tinglado