Cincuenta años más tarde, hacia 1220, eran la Organización más grande de Occidente, en todos los sentidos (desde el militar hasta el económico), con más de 9.000 encomiendas repartidas por todo Europa, unos 30.000 caballeros y sargentos (más los siervos, escuderos, artesanos, campesinos, etc.), más de 50 castillos y fortalezas en Europa y Oriente Próximo, una Flota propia (pues les salía más barato tener sus propios barcos que alquilarlos), anclada en puertos propios en el Mediterráneo y en La Rochelle (en la costa atlántica de Francia) y un Tesoro que les permitía hacer prestámos fantásticos a los Reyes europeos.

Sin embargo, las derrotas ante Saladino les hacen retroceder en Tierra Santa: en 1244 cae Jerusalén y el reino se desintegra, y los Templarios se ven obligados a mudar sus cuarteles generales a San Juan de Acre.

En 1248, Luis IX de Francia (después conocido como San Luis) convoca y dirige la 7ª Cruzada, pero no a Tierra Santa, sino a Egipto. El error táctico del Rey y las pestes que sufrieron los ejércitos cruzados, les llevaron a la derrota de Mansura y al desastre posterior en el que el propio Luis cayó prisionero. Y fueron los templarios, tenidos en alta estima por sus enemigos, los que negociaron la Paz y los que prestarían a Luis la fabulosa suma que componía el rescate que debía pagar por su persona.

Y de ahí, de mal en peor hasta que en 1291 cae San Juan de Acre, con los útimos templarios luchando junto a su Maestre,lo que constituyó el fin de la presencia cruzada en Tierra Santa, pero no el fin de la Orden, que mudó su Cuartel general a Chipre tras comprar la Isla.

Y desde Chipre sería desde donde los templarios intentarían reconquistar cabezas de puente para su nueva penetración en Oriente Medio, siendo la única de las tres grandes ordenes de caballería que lo hizo, pues tanto el Hospital como los Caballeros Teutónicos dirigieron sus intereses y sus esfuerzos en otros sentidos.

Este esfuerzo se revelaría a la postre inútil, no tanto por la falta de medios o de voluntad, como por el hecho de que la mentalidad habia cambiado y a ningún Poder de Europa le interesaba ya la conquista de los Santos Lugares, con lo que los templarios se hallaron solos. De hecho, Jacques de Molay parece ser que se encontraba en Francia cuando lo capturaron con la intención de convencer al rey francés de emprender una nueva Cruzada.

Aparte del conocido poderío militar, era importantísimo el poderío económico de los templarios. Dicho poder económico estaba dirigido a dotar de fondos a la lucha en Oriente, y se articulaba en torno a dos instituciones caracterísiticas: la Encomienda y la Banca.

En cuanto a la Banca, hay que decir aquí que los Templarios fueron los fundadores de la Banca moderna. Gracias a la confianza que inspiraban, muchas personas e instituciones les confiaban su dinero, desde los comerciantes hasta los propios reyes (de hecho, el Tesorero del Temple lo era también de Francia...). Debido a que tenían una extensa red de establecimientos, pudieron poner en marcha la primera letra de cambio, dando así a los viajeros la oportunidad de no viajar con efectivo en unos momentos en que los caminos de Europa y del Oriente Próximo eran de todo, menos seguros. Este sistema bancario, y sus abundantes riquezas convirtieron a la orden en un gran prestamista, que aportaba los fondos incluso cuando los diversos reyes europeos necesitaban dinero: hay registrados préstamos a reyes de Francia y de Inglaterra, entre otros. Los templarios llegarían a ser una de las instituciones más ricas de su época, contando con vastas tierras y señoríos, numerosas ventajas comerciales, grandes tesoros, flotas comerciales que partían desde Marsella...

Sin embargo, sus operaciones económicas siempre tuvieron como meta el dotar a la Orden de los fondos suficientes como para mantener en Tierra Santa un ejército en píe de guerra constante. Y por ello el lema de la Orden: "Non nobis, Domine, Non Nobis, Sed Nomini Tuo Da Gloriam" (No para nosotros, Señor, no para nosotros sino en Tú Nombre dános Gloria).

Felipe IV de Francia, el Hermoso, ante las deudas que su país había adquirido con ellos por el préstamo que su abuelo Luis IX solicitó para pagar su rescate tras ser capturado en la VII Cruzada, y su deseo de un estado fuerte, con el rey concentrando todo el poder (que entre otros obstáculos, debía superar el poder de la Iglesia y las diversas órdenes religiosas como los templarios), convenció al Papa Clemente V, fuertemente ligado a Francia, pues era de su hechura, de que iniciase un proceso contra los templarios acusándolos de sacrilegio a la cruz, herejía, sodomía y adoración a ídolos paganos (se les acusó de escupir sobre la cruz, renegar de Cristo a través de la práctica de ritos heréticos, de adorar a una cabeza barbuda de nombre Baphomet y de tener contacto homosexual, entre otras cosas). Para ello contó con la inestimable ayuda de Guillermo de Nogaret, canciller del reino, famoso en la historia por haber abofeteado al Papa Bonifacio VIII, y del Inquisidor General de Francia, Guillermo Imberto, más conocido como Guillermo de París.

Nogaret, que no tenía más voluntad que la del Rey, se sirvió de las acusaciones de un tal Esquius de Floyrac, espía a las órdenes de tanto de la Corona de Francia como de la Corona de Aragón.

Parece ser que este Esquius le fue a Jaime II de Aragón con la especie de que un prisionero templario le había confesado los pecados de la orden; Jaime no le creyó y lo echó "con cajas destempladas"...así que Esquius se fue a Francia a contarle el cuento a Guillermo de Nogaret, que, creyera o no creyera en el mismo, no perdió la oportunidad de usarlo como pié para montar el dispositivo que, a la postre, llevó a la disolución de la Orden.

El Viernes 13 de octubre del año 1307, Jacques de Molay, último gran maestre de la orden, y 140 templarios fueron encarcelados en una operación conjunta simultánea en toda Francia y fueron sometidos a torturas, por las cuales la mayoría de los acusados se declaró culpable de estos crímenes secretos. Algunos efectuaron similares confesiones sin el uso de la tortura, pero lo hicieron por miedo a ella; la amenaza había sido suficiente. Tal era el caso del mismo gran maestre, Jacques de Molay, quien luego admitió haber mentido para salvar la vida.

Llevada a cabo sin la autorización del Papa, quien tenía a las órdenes militares bajo su jurisdicción inmediata, esta investigación era radicalmente corrupta en cuanto a su finalidad y a sus procedimientos. No sólo introdujo Clemente V una enérgica protesta, sino que anuló el juicio íntegramente y suspendió los poderes de los obispos y sus inquisidores. No obstante, la ofensa había sido admitida y permanecía como la base irrevocable de todos los procesos subsiguientes. Felipe el Hermoso sacó ventaja del descubrimiento, al hacerse otorgar por la Universidad de París el título de «campeón y defensor de la fe», así como alzando a la opinión pública en contra de los horrendos crímenes de los templarios en los Estados Generales de Tours. Más aún, logró que se confirmaran delante del Papa las confesiones de setenta y dos presuntos templarios acusados, quienes habían sido expresamente elegidos y entrenados de antemano. En vista de esta investigación realizada en Poitiers (junio de 1308), el Papa, que hasta entonces había permanecido escéptico, finalmente se mostró interesado y abrió una nueva comisión, cuyo proceso él mismo dirigió. Reservó la causa de la orden a la comisión papal, dejando el juicio de los individuos en manos de las comisiones diocesanas, a las que devolvió sus poderes.

La comisión papal asignada al examen de la causa de la orden había asumido sus deberes y reunió la documentación que habría de ser sometida al Papa y al Concilio General convocado para decidir sobre el destino final de la Orden. La culpabilidad de las personas aisladas, que se evaluaba según lo establecido, no entrañaba la culpabilidad de la orden. Aunque la defensa de la orden fue efectuada deficientemente, no se pudo probar que la orden, como cuerpo, profesara doctrina herética alguna o que una regla secreta, distinta de la regla oficial, fuese practicada. En consecuencia, en el Concilio General de Viena, en Dauphiné, el 16 de octubre de 1311, la mayoría fue favorable al mantenimiento de la orden, pero el Papa, indeciso y hostigado por la corona de Francia principalmente, adoptó una solución salomónica: decretó la disolución, no la condenación de la orden, y no por sentencia penal sino por un decreto apostólico (bula Vox clamantis del 22 de marzo de 1312).

El Papa reservó para su propio arbitrio la causa del Gran Maestre y de sus tres primeros dignatarios. Ellos habían confesado su culpabilidad y sólo quedaba reconciliarlos con la Iglesia una vez que hubiesen atestiguado su arrepentimiento con la solemnidad acostumbrada. Para darle más publicidad a esta solemnidad, delante de la catedral de Nôtre-Dame fue erigida una plataforma para la lectura de la sentencia, pero en el momento supremo, el Gran Maestre recuperó su coraje y proclamó la inocencia de los templarios y la falsedad de sus propias supuestas confesiones. En reparación por este deplorable instante de debilidad, se declaró dispuesto al sacrificio de su vida y fue arrestado inmediatamente como herético reincidente junto a otro dignatario que eligió compartir su destino y por orden de Felipe fue quemado junto a Geoffroy de Charnay en la estaca frente a las puertas del palacio de Versalles el día de la Candelaria (18 de marzo) de 1314.