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Hermano Lobo
Creer que existe Dios es tan creencia como creer que hubo un fabricante de la espada del Cid Campeador. Nadie sabe quién fue el herrero en cuestión; pero nadie se atreve a negar que hubo alguien que la forjó. La creencia es el punto medio entre conjeturar y saber. Saber, saber, lo que se dice saber, son muy poquitas las cosas que sabemos.
Pues precisamente porque es obvio lo sostengo. Pero puedo llegar a más: dime una sola cosa que habiendo tenido principio no tiene causa y me trago todo lo que llevo diciendo. Dime de un solo testimonio fiable que afirme que Dios se ha comunicado con algún ser humano en los últimos ciento ochenta mil años y me entrego a una terrible penitencia durante el resto de mi vida. Olvídate por supuesto de Abraham y de Santa Margarita María
Alacoque.
Supón que un día al volver a casa te encuentras en el cuarto de baño una jaula con un loro. Te consta que aquella mañana cuando saliste no había allí loro alguno luego, te dijiste, alguien lo habrá traído. ¿Es eso una creencia? Lo de Santo Tomás no tiene nada que ver con mi concepto de Dios. El santo, que era muy inteligente, buscaba desesperadamente un argumento que justificase su creencia no en Dios, sino en un personaje mitológico capaz de crear la Tierra antes que el Sol, sacar a Eva de una costilla de Adán, y lo que es peor, ser eran tres en uno, pero tres que se reprochaban cosas entre ellos (Marcos 15:34). El Dios que yo concibo es un impulso, un principio, un ser o una fuerza cósmica que sacó al Universo de la nada y le dotó de leyes fundamentales de exquisita formulación